Feiling, Borges y Komeini
Por Jorge Abelardo Ramos
El señor C.E.Feiling me ha proporcionado un estremecimiento inédito. Por sus iniciales y apellido pienso que el señor Feiling es ingles, y quizás también lo sea por su evidente erudición y destreza literaria expuestas en su articulo del jueves último. Quizás sea joven y apasionado, lo que es bueno, sobre todo tratándose de un ingles.
Además, que un ciudadano de ese origen se ocupe de un modesto argentino, no deja de ser para mí extremadamente lisonjero.
El señor Feiling sostiene en su articulo que la crítica al imperialismo contemporáneo ha sido y es desacreditada por el espanto que produce en la gente de bien los predicadores de tal crítica, entre ellos nada menos que el Ayatolah Komehini y quien firma.
Este homenaje me abruma. Ignoraba hasta que llegó Feiling, el grado de mi imprudencia mundial.
Aunque no fuera cierto, le quedo muy agradecido y me siento sumamente gratificado.
Al fin y al cabo, cuestiones políticas aparte, ajenas por lo demás a la Argentina, sin duda el Ayatolah Komehini encarnaba, en su momento, el poderoso fuego de la fe en un milenio escéptico y movilizó millones de almas en torno a la tradición coránica, que parecía mucho menos importante que el poderoso ejército del antiguo sha reinante.
Solo quisiera rectificar en un punto al señor Feiling. Se trata de una atribución errónea.
El señor Feiling dice que yo he tratado a Borges de cipayo. No es así. Borges no fue nunca un cipayo (la palabra “cipayo” es un vocablo persa o iraní, la misma lengua del Ayatolah, que quiere decir “hombre de a caballo” y que, por extensión, en la India se aplicaba a los soldados hindúes que, en lugar de defender su patria, servían a los ingleses dominantes.)
Y digo que Borges nunca fue un cipayo porque toda su formación, desde su nacimiento, fue el resultado de varios factores que hicieron de él un gran poeta cosmopolita bilingüe.
Por un lado, el inglés no lo aprendió en una academia de la calle Maipú, como tantos cipayitos que quieren huir de su patria, sino que lo bebió de los labios de su abuela. En la infancia su padre, que era un intelectual afrancesado y anglicanizado, lo encerró en una maravillosa biblioteca repleta de literatura inglesa fantástica, donde el nutrió sus primeros sueños, que son los esenciales en un ser humano. Luego su adolescencia transcurrió en Ginebra, de la misma manera que fue Ginebra el lugar que eligió para morir.
Él enseñaba a los ingleses, con una dicción perfecta, el ingles medieval y a los norteamericanos les enseñaba el inglés básico. Al mismo tiempo era dueño de un genio verbal por todos reconocido.
Yo diría, más bien, que pertenecía de algún modo y pese a las diferencias de tiempo y lugar, a ese tipo de intelectual anglo indio que en Bengala, Bombay o Calcuta soñaban con ser ingleses refinados, con ir a Oxford o a Cambridge, con incorporarse a la potencia dominante, que era la más poderosa y refinada de su tiempo y que, ciertamente, hablaban el ingles mejor que Shakespeare. Muchos de ellos lograron finalmente ser oxfordianos.
Tenían el corazón dividido o, mejor dicho, las dos almas entrelazadas.
Esos grandes intelectuales anglo indios terminaron finalmente, en muchos casos, yéndose a vivir a la metrópoli.
Repetían, como en el caso de Borges, el drama de Paúl Groussac, un amargo francés, notable escritor castellano, que siempre soñó con ser escritor en Francia y que se vio obligado a seguir un, para él, oscuro destino sudamericano.
No era ni francés ni argentino. Era las dos cosas. Esta especie de cruzamiento intelectual entre potencia y colonia, en el caso del Río de la Plata, dio como resultado a un gran poeta anglófilo que, desde ya, detestaba todo lo que podía ser bien criollo, pero cuyo arte literario de tajante corte bizantino y de culto a la pura forma, va a constituir la admiración de todos los textos literarios del porvenir.
Baste recordar, para un último ejemplo que dedico al señor Feiling, conque apasionada atención centenares de intelectuales hindúes, encerrados en el inmenso continente colonial, escuchaban por las noches durante la segunda guerra mundial, entre los golpes de interferencia de la estática de la radio y el mar, las emisiones de la BBC dirigidas a la India como propaganda de guerra, donde hablaban nada menos que George Orwell, el filósofo Jhoart Foster y otros grandes espíritus ingleses sobre temas que concernían específicamente a la tradición occidental británica y no, por supuesto, a la milenaria tradición espiritual de la India.
Señor director, le agradecería la publicación de estas líneas y le quedo muy reconocido por su atención.