Las relaciones de la Iglesia Católica y el Estado
Por Jorge Abelardo Ramos
Más bien debería hablarse de las malas relaciones del Estado con la Iglesia Católica. Resulta realmente picante que el gobierno, desvelado por su manía perfeccionista de llevar sus vínculos con el Occidente luterano, y en general con el mundo externo, al nivel de un romance inextinguible, valore tan poco la delicada naturaleza de sus vínculos con la Iglesia argentina y con los católicos.
Estos “progresistas” en el gobierno, aturdidos todavía con un poder que no habían soñado alcanzar jamás, se han vuelto librepensadores decimonónicos. Dicho sea al pasar, el Occidente luterano hace poco caso de las cabriolas y banquetes del ilustre Caputo. Reagan abofetea a la Argentina y vende trigo a bajo precio a los rusos cuando le conviene. A las grandes potencias se les antoja algo ridícula la seudodiplomacia de los países que pretenden ser occidentales y no lo son.
No pasa un solo día, sin embargo, que por casi todas las radios (en poder del gobierno) y en las revistas ilustrdas, aunque sin la menor ilustración, todo género de personajes, y aún de insectos de un nivel cultural equivalente a su especie, no se haga un escarnio de la Iglesia. Pero no se trata, en realidad, de una cuestión de índole religiosa, ni de que un viejo pecador como yo pretenda pasar como beato. Por cierto que los pastores protestantes, los archimandritas, los rabinos, los Testigos de Jehová y los mormones se sienten bien a gusto con el alfonsinismo en el gobierno. De todo lo cual debe inferirse que no hay teologías en discusión, sino más bien una ofensiva indeclarada contra los católicos y su Iglesia. Esta ofensiva cuenta con la “neutralidad benévola” del Estado, a cargo de un gobierno extasiado por una Constitución que establece el sostén del culto católico. Misteriosa contradicción.
He dicho más de una vez que, en América Latina, el indigenismo indicativamente esgrimido por blancos puros de religión protestante esconde, allá en el fondo, la acción político-étnica del imperialismo. Este último se propone fragmentar más todavía la Nación-continente. De la misma manera, los amargos y hasta soeces ataques a la Iglesia que suelen verse en las tapas de las revistas porno-progresistas de Buenos Aires, no suponen un diálogo herético con Dios o el soliloquio de un metafísico, sino la manifestación vulgar de una política extranjera contra la Nación. Esto debe explicarse en el sentido de que la fe católica es profesada por la mayoría de los argentinos y latinoamericanos y es, de algún modo, como la coránica en Medio Oriente, un peculiar escudo de nuestra nacionalidad ante aquellos que quieren dominarnos o dividirnos.
En los pueblos marginados del “estilo de vida occidental” y que, como nosotros, padecen un “estilo de vida accidental”, la religión ejerce un doble papel: el teológico que le es propio y el de ideología nacional defensiva contra el dominador extranjero.
La campaña contra la fe católica, sus símbolos, sus hombres y sus instituciones es tanto secreta como pública. Secreta, en cuanto a la silenciosa poda de los subsidios tradicionalmente otorgados a las escuelas privadas dirigidas por sacerdotes católicos. Y pública, a través de todo género de lenguaraces que han tomado la radio o la televisión por asalto en nombre de la “participación democrática”. Esto debería traducirse en un franco enfrentamiento entre la “progresía” y la “feligresía”. Pero no es tal. La respuesta de los sectores nacionales y, en este caso, de la Iglesia, por dichos medios es medida por un gotero por estos “profesionales de la libertad”.
Si se toma como ejemplo el tema del divorcio, otra muestra de la inventiva inagotable del alfonsinismo, se verá que la truculencia periodística contra la Iglesia tiene pocos precedentes en la Argentina.
¿Cuál es la actitud del gobierno? Adopta el aire pampeano de dejar pasar el tiempo. Se lava las manos como si nada le concerniese. Son sus diputados y senadores de liviano equipaje intelectual los encargados de conducir el tema, seguidos al trote por los peronistas liberales, que con legión y por raleados demócratas cristianos, porco cristianos y dudosos demócratas, aunque alfonsinistas devotos. Cabe imaginar qué diría Irigoyen de sus herederos y Perón de los suyos.
Pero lo que resulta digna de ser señalada es la actitud de la “gran prensa”, cuya unción en otra época arrancaba lágrimas. Eran los tiempos en que el régimen oligárquico, la Iglesia y la “prensa seria” discurrían armoniosamente en el “status quo”. Después de Juan XXIII y de Pablo VI, después de Medellín y de Puebla, cuando la Iglesia descubre América por segunda vez y admite que la liberación del Nuevo Mundo recae en las manos del gran pueblo latinoamericano, la oligarquía tanto como la gran prensa se distancian de la cristiandad. La miran con sospecha, como los coroneles-terratenientes a los Obispos del Brasil. Y es justamente ahora que el Sr. Alfonsín y sus jóvenes ligeros de lengua, ebrios de poder, someten a la Iglesia a burla universal.
Es que el Estado Nacional aguarda su nacionalización. Así como destrata a las Fuerzas Armadas, a las que simula atribuir la responsabilidad común de los excesos en la represión, del mismo modo que condena a los Comandantes que ocuparon las Malvinas y absuelve al General que las rindió, así como trata a la Señora Thatcher con la punta de una pluma, el régimen gobernante dedica a la Iglesia una hostilidad infatigable.
Cabe preguntarse ante estos políticos profesionales la cantidad de cordura que inspira tales actos. Por si nada faltara, el odio indisimulado del gobierno hacia los obreros y sus organizaciones completa la constelación de sus adversarios. En un mundo tormentoso y con un pueblo atormentado en su torno, el gobierno mal lleva sus relaciones con la Iglesia. Enfrentarse a la vez con los obreros, la Iglesia y las Fuerzas Armadas parece demasiado, aún para la frivolidad e incompetencia del gobierno y su fecunda producción de golpes de efecto. Cree saber la orientación exacta de la brisa. Por esa ilusión, supone más valiosa para su perduración en el poder la palabra de un banquero norteamericano que la palabra del Sermón de la Montaña. Es un error, que anotamos con piedad.
Revista Politicón