Respuesta a Horacio González, Director de la Biblioteca Nacional
29/10/2004. Por Julio Fernández Baraibar
”Para llamar a los leones calvos,
de una vez y para siempre, pumas”
A poco más de una semana de publicado, acabo de leer la abyecta deposición que un renegado político -al que por alguna misteriosa razón académica se lo ha ungido con los perfumados óleos de la sabiduría social- ha escrito sobre Jorge Abelardo Ramos, como presunto homenaje a los diez años de su desaparición física. Me refiero al deshilachado artículo -y nunca mejor usada la palabra en su etimología originaria de arte pequeño, cautela, maña, astucia- aparecido en el suplemento “Ñ” del Clarín, bajo el título “Abelardo Ramos: sarcasmo y revolución”, firmado por el señor Horacio González.
Las miserables y mezquinas palabras del miserable y mezquino escriba, que hoy convive con los espectros de Paul Groussac y Jorge Luis Borges -mas no con sus talentos- en los sótanos de la Biblioteca Nacional, en el mismo solar donde Juan Domingo Perón y Eva Duarte desarrollaran el idilio más trascendental del siglo XX argentino, hablan más del retratista que del retratado, más de su esterilidad intelectual, de su envidia mediocre por el talento ajeno, de su pusilánime admiración por el mandarinato intelectual oligárquico, de su vacío formalismo, de su derrotada visión del mundo, que de la figura cuyo pensamiento profético pretende escamotear bajo un torrente de “sonido y furia, como el discurso de un idiota”.
Jorge Abelardo Ramos perteneció a una muy criolla tradición de pensadores que eran a la vez políticos y escritores y que la medianía de la “democracia colonial” -para utilizar un concepto acuñado por el propio Ramos- y sus corifeos consideran, erróneamente, anacrónica y agotada. Como no puede sino reconocer el casi bibliotecario González, sus dos libros fundamentales “Revolución y contrarrevolución en la Argentina” e “Historia de la Nación Latinoamericana” fueron devorados por los jóvenes de la generación a la que él mismo pertenece, convirtiéndose sus tesis históricas y políticas fundamentales, en las décadas posteriores, casi en un lugar común del pensamiento político argentino.
Posiblemente, el primer tomo de su “Revolución y Contrarrevolución.”, llamado “Las Masas y las Lanzas” esté llamado a ser un clásico de la literatura argentina, a la altura literaria del “Facundo” de Sarmiento, “Una excursión a los indios ranqueles” de Mansilla o “Grandes y Pequeños Hombres del Plata” de Alberdi. Es que todo lo que Ramos ha escrito, desde sus artículos periodísticos, que son miles, hasta sus trabajos de más largo aliento, están escritos con la misma pasión fundacional, con el mismo deseo de construir una Patria a la altura de sus compatriotas y de sus sueños.
Si según ha dicho Marx de su relación con Hegel es haberlo puesto patas para arriba, la misma tarea se puso Ramos frente a la herencia intelectual de Carlos Marx. Donde el adocenamiento marxista de la época -con sus socialistas, comunistas y trotskistas- veía atraso, Ramos veía el verdadero y sólido camino al progreso histórico. Donde aquellos, haciendo abuso de sus categorías, veían barbarie, Ramos veía el fundamento de una civilización real y sustentable. Donde la subordinación al pensamiento dominante veía una ruptura con la negra herencia hispánica, Ramos veía la continuidad con las aspiraciones revolucionarias peninsulares. Donde la admiración de siervos a Gran Bretaña veía el peso de la tradición católica y española, Ramos veía la formidable capacidad de cohesión que la religión y la lengua tenían para enfrentar al imperialismo inglés y protestante. Donde la ceguera eurocentrista veía naciones, Ramos veía fragmentos desarticulados de una inmensa nación a construir.
Para llevar adelante esta ciclópea tarea debió combatir encarnizadamente el aislamiento y desprecio que el establishment político e ideológico de la Argentina colonial impuso a su herejía, desprecio del cual el asmático libelo de González es un edulcorado y tardío ejemplo, Ramos debió apelar a su formidable pluma, a su singular talento y a su inagotable capacidad polémica.
Eran épocas de una insoportable soledad. Sostener al régimen instaurado con la movilización obrera y popular del 17 de Octubre y a su conductor, el general Juan Domingo Perón, desde la tradición de la Comuna de París de 1871, la Revolución Rusa de 1917, la Oposición de Izquierda a la dictadura burocrática de José Stalin y la rebelión de Cataluña en 1935 era colocarse en una situación en la que el pensamiento políticamente correcto de la época podía ver un síntoma de insanía o de colaboración con la policía. Ver en Perón a un jefe bonapartista -rescatando una categoría que sólo aparece en la correspondencia Marx-Engels- en lugar de un demagógico dictador fascista, nazi o “nipo-nazi-falanjo-peronista” como macarrónicamente trató de definirlo Victorio Codovila, requería entrar al debate pateando puertas, llevándose por delante, sin falsos respetos, la totalidad de la estructura dominante de pensamiento, lanzarse a un combate en todos los frentes y contra todos los enemigos, simultáneamente. Sólo un cerebro privilegiado, una voluntad de acero y un enorme talento posibilitaban entrar al ruedo, y, por supuesto, no garantizaban la victoria. Esta sólo sería el resultado de que las ideas se convirtiesen en fuerza material encarnando políticamente en las nuevas generaciones de trabajadores, peones de campo, estudiantes, militares, profesionales y maestros.
Y esa fue la tarea sobre la que volcó toda su actividad intelectual y literaria. Sus trabajos, con toda la erudición de que hacen gala, con el enorme aparato crítico con que están sostenidos, con el novedoso y antidogmático uso de las categorías e interpretaciones marxistas, no fueron escritos para la esterilidad de la academia o la obtención de subsidios universitarios. Fueron escritos como herramienta de una vasta y compleja actividad política que significaba generar los cuadros militantes necesarios para la constitución de un amplio movimiento popular que, con sus propias banderas socialistas, aportase a la causa común de la liberación nacional o la acaudillase, si caían las banderas iniciales.
La unidad latinoamericana, la reconstrucción de la Patria Grande fue el otro objetivo central de su vida y su actividad intelectual. También en esto fue un profeta. Mucho ha tenido que sufrir nuestra Patria, mucho ha debido perder de su vieja e inmotivada soberbia que se expresaba en aquel “Dios es argentino” que ha desaparecido afortunadamente de los lugares comunes nacionales, para que la idea y el sentimiento de pertenencia a la mancomunidad latinoamericana, a la herencia hispánica en el Nuevo Mundo, se haya convertido, por fin, en punto de partida para un nuevo renacimiento.
En 1950, la idea de que formábamos parte de una unidad inconclusa con Ecuador o con Paraguay podía ser considerado un delirio obsesivo. El conjunto de las fuerzas políticas, a excepción de Perón y un grupo de allegados, entendían el sistema de relaciones entre nuestros países del continente del mismo modo que el que se establecía entre el Reino Unido, Alemania, Francia, Bélgica y los Países Bajos, entre nacionalidades distintas, entre estados definitivamente constituidos y cuyas fronteras eran producto de siglos de guerras y diplomacia. Tan sólo Juan Domingo Perón, desde la cúspide del estado argentino -y sin ser muy comprendido por sus propios seguidores- y Jorge Abelardo Ramos, un joven de 30 años, sin títulos universitarios, sin prestigio académico y sin cuenta corriente bancaria, sostenían con firmeza y convicción el objetivo estratégico de la unificación de nuestras pequeñas patrias. Su afirmación “Fuimos argentinos, porque fracasamos en ser latinoamericanos” puso en negro sobre blanco el drama de nuestra fragmentación y el norte de nuestra historia.
A lo largo de cincuenta años formó a miles de compatriotas en este pensamiento. Recorrió varias veces el país, a lo largo y a lo ancho. Explicó su punto de vista millones de veces en conferencias universitarias, en reuniones de militantes, en charlas personales -su magnetismo personal era irresistible- en artículos en la prensa partidaria, en notas de la prensa comercial -en una época en que ya no era posible silenciarlo-, en folletos y en libros. Pocos hombres han influido como él en el pensamiento de sus contemporáneos. Sería sorprendente saber la cantidad de diputados, senadores, gobernadores, ministros y funcionarios de la actualidad que han abrevado en sus obras o lo han acompañado en parte del camino.
Su última gran batalla fue la Guerra de Malvinas. Dice el poeta romano Horacio que “Dulce y honroso es morir por la Patria: / la muerte persigue al hombre que huye / y no perdona de una juventud cobarde / ni las rodillas ni la temerosa espalda”. Dice Horacio González, el degradado intelectual colonizado: “imaginó que la Guerra de Malvinas era ‘un nuevo Ayacucho’. Estaba construyendo así el lenguaje que lo convertiría en un alma en pena, expulsada de nuestra actualidad”. Y al decirlo, ratifica y hace cada vez más cierto el desprecio que producía en Ramos la fatuidad vacía y la cobardía moral del pensamiento oficial de la Argentina semicolonial.
Ramos vio en la Guerra de Malvinas lo que vio el conjunto del pueblo argentino, sin necesidad de frecuentar a Horacio, y desconociendo la certeza de este otro Horacio González: la inesperada posibilidad de romper militarmente con el bloque imperialista anglo norteamericano y arrancar a las Fuerzas Armadas argentinas de su sujeción ideológica a éste, reintroduciendo en ellas el viejo espíritu sanmartiniano, el de los ejércitos de la Independencia. Ignoro si esto ayudó a expulsarlo de la actualidad de González. Lo que sí es cierto es que el nombre de Jorge Abelardo Ramos y sus libros entraron en los casinos de oficiales, su convincente palabra pudo alternar con jóvenes oficiales que por primera vez enfrentaban con las armas -y quizás sin tener mucha conciencia de ello- al enemigo histórico de los argentinos. Y si la influencia del imperialismo impidió que esas ideas y esa política pudiesen influir en las jóvenes generaciones militares de la década del 60 como influyeron en jóvenes trabajadores y estudiantes, el enfrentamiento bélico con el imperialismo las hizo entrar en las discusiones militares posteriores a Malvinas.
En más de cincuenta años de una intensa vida política, Jorge Abelardo Ramos tuvo cinco años de extrema defección, convirtiéndose, como se ha señalado hasta el hartazgo, en defensor del menemismo, llegando a disolver su partido e ingresándolo al PJ presidido por Menem. Enanos mediocres de cuya cabeza jamás ha salido una idea, politicastros sin principios, ganapanes académicos han pretendido aprovecharse de esta triste y humana defección para intentar ensombrecer una personalidad, una acción y una obra que, antes de ese final, vituperaron, silenciaron y calumniaron.
Jorge Abelardo Ramos, su genial obra literaria, su juvenil impulso revolucionario y sus magistrales aportes a la causa argentina y latinoamericana, no han muerto para quienes hemos sido formados por su enseñanza, ni la importancia estratégica de su pensamiento se opaca en el recodo final de su vida. La causa de la liberación nacional y la unidad latinoamericana, la lucha por una sociedad libre y justa, nos obligan, no a recuperar, pues nunca lo perdimos, sino a profundizar, actualizar y poner en marcha el poderoso sistema de ideas políticas que constituyen su más grande legado.
En las últimas palabras de su magnífica conferencia en Rimini, Italia, se condensa este emocionante mandato para nuestra generación y las que nos sobrevendrán:
“Pero una gran época define su carácter por el tamaño de las empresas que son capaces de concebir sus contemporáneos. Hemos brindado tolerancia -impuesta o inducida- durante cuatro siglos. Ahora necesitamos cincuenta o cien años de conflicto. Conflicto político, cultural, económico, para unir a la gran Patria disgregada. Después podremos ofrecer al mundo, de igual a igual, milenios de tolerancia. Con la realización de ese magno objetivo, transformaremos una historia pasiva en historia creadora. La utopía se trocara en acto. Y llamaremos pumas, soberbios pumas, a los leones calvos de la leyenda europea”.
A esta tarea estamos llamados todos, según nuestra experiencia y de acuerdo a nuestras convicciones.