Jorge Abelardo Ramos en mi recuerdo
14/06/2003. Escrito por José Luis Muñoz Azpiri (h)
Conocí al “Colorado” antes de aprender a caminar. Es que diez años antes de nacer, en la antigua Roma, ya mi viejo y Jorge compartían copetines. Promediando la década del 50, mi padre, joven diplomático y a la sazón recién casado, fue destinado a Roma como agregado cultural en mérito a su excelente labor ordenando y clasificando millares de documentos del archivo de la Cancillería. En esta tarea le cupo descubrir documentación inédita de las negociaciones diplomáticas de la Confederación Argentina frente a las potencias de la época, publicada en el libro “Rosas frente al Imperio Británico”.
Una vez instalado en Roma, entre otras actividades y yendo al tema que nos ocupa, el viejo fundó el Instituto Italo-Argentino de la Farnesina, del cual fue Director general y cuya presidencia honoraria estaba ejercida por Orlando, ex presidente de Italia y constructor de la victoria de su país en la primera guerra mundial. La idea era que el instituto funcionara como una suerte de casa argentina en Italia, que le diera alojamiento y comida a los becarios argentinos y los asesorara en todo tipo de actividad académica o cultural. Es interesante observar que muchos “becarios”, como María Rosa Gallo, Da Passano, Fernando Birri, Ariel Ramírez y otros que no recuerdo, se mataron el hambre durante más de un lustro en Italia gracias al financiamiento económico del gobierno peronista, lo que, no solo no reconocieron, sino que repitieron hasta el cansancio, tras regresar de su bohemia berreta, “las penalidades del exilio”. Típica actitud del “emigré” argentino, parásito de una sobreevaluación personal que nunca mereció.
No era el caso del entonces Víctor Almagro, cuya desconfianza por el peronismo (en ese entonces) nunca ocultó, contrariamente al discurso sicofante de muchos posteriormente autodefinidos como “perseguidos de la segunda tiranía”. Tanto Abelardo como mi viejo tenían la misma edad y simpatizaron de inmediato, el látigo verbal del joven trotskista divertía a mi viejo, tanto que una vez le dijo: “mirá colorado, soy católico, vengo del nacionalismo y soy funcionario de un gobierno peronista, pero en una ciudad con tantas iglesias un poco de agnosticismo me va a despejar”. Por razones obvias, mi edad y la muerte de mi padre, no puedo aportar muchos mas datos de aquella época, pero sí puedo hablar de mis impresiones personales.
Comenzamos a tratarnos con Ramos más asiduamente tras el desastre del Malvinas y el retorno de la democracia, por entonces, contrariamente a lo que sucede ahora, el país estaba en plena ebullición y mucho más movilizado (me refiero a movilización auténtica, no la bailanta piquetera). Por ese entonces yo comenzaba mis estudios de Antropología y hete aquí que mis primeros profesores fueron Blas Alberdi y María Laura Méndez. Además, junto con Julio César Urien habíamos fundado una agrupación político-cultural y frentista denominada UALA (Unidad Argentino Latinoamericana) en la que junto con algunos compañeros de la izquierda nacional (algunos fallecidos, como mi compañero de estudios Raúl Guiñazú) coordinamos una serie de actividades.
Lamentablemente, un buen día Jorge descubrió el “pragmatismo” de la administración menemista y permutó compañeros y amigos por una Embajada. Los acontecimientos posteriores son por demás conocidos, así que no voy a abundar en detalles.
Con el correr del tiempo y por esas cosas de la vida, me puse de novio con la agregada cultural norteamericana en Bs.As. Tras un par de años en la Argentina, la ascendieron y enviaron como Agregada de prensa a la Embajada yanqui en México. Yo aproveché para gestionarme una beca trucha (la “pasantía universitaria”, es decir, cama y comida, la compartía con la gringa) y cursé un año de estudios en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, experiencia cardinal para mi formación personal y académica que jamás olvidaré. Debo aclarar, por otra parte, que los mejicanos fueron “groseros” en lo amables conmigo, sin necesidad de haber comentado en algún momento mi vinculación con ambas embajadas. Para ellos era simplemente el “cuate Pepe”. En cuanto a Abelardo, desde el primer día, con su simpatía, cultura y capacidad de oratoria y tertulia, se metió a México en el bolsillo.
Llegué con una carta de Marcelo Sánchez Sorondo para Juan Manuel Abal Medina, que en ese momento ejercía un cargo importantísimo en la Secretaría de Gobernación. Recordemos que Juan Manuel había sido Secretario de Redacción de “Azul y Blanco”, se acordaba de mi viejo, pero no sabía que yo era ahijado de confirmación de Marcelo. Fui tratado con mucha amabilidad y me dijo que cuando pasara por la “Casa Argentina en México” me iba a encontrar con un amigo. No imaginaba con quién.
La “Casa Argentina” no es una residencia universitaria, instituto de intercambio, ni nada que se le parezca, está ubicada en Polanco – uno de los barrios más elegantes de México, cercano al bosque de Chapultepec- es simplemente un boliche donde los argentinos residentes nostálgicos se encuentran a tomar mate, jugar al truco, ver fútbol, escuchar tango y hablar boludeces vino de por medio. Los fines de semana funciona como restaurante típico, y los mejicanos asisten a probar pastas, carne con corte argentino, dulce de leche (allí lo llaman dulce de “cajeta”) lo que da pie a chistes pelotudos y también funciona como salón para conmemorar fechas patrias, agasajar invitados etc. No recuerdo el nombre del agregado cultural, solo recuerdo que cuando lo conocí estaba entre desconcertado e irritado por el nombramiento de José Luis Manzano como ministro. Olvidaba decir que todo esto sucedió en 1991, vísperas del quinto centenario, por lo cual había intensos debates en todos los medios.
Yo me presenté en la Embajada a los pocos días de llegar, pero entre los compromisos de Abelardo y los míos propios, al principio nos comunicábamos muy esporádicamente. Recién tuvimos oportunidad de charlar largo y tendido cuando nos invitó al boliche del barrio de Polanco. A Jennifer le encantó de entrada, más teniendo en cuenta de lo ceremoniosos y jodidos que son los yanquis con lo que consideran personal, raza o país subalterno. Que un Embajador extranjero la recibiera en la puerta de su casa con un ramo de flores (lo hizo por mí, el turro demagogo) la sentara a su derecha, le dijera que era igual a Kim Basinger y la homenajeara delante de una hinchada de argentinos (ella nos quería mucho y se fue de nuestro país con una gran nostalgia) fue suficiente para que por poco no se desmayara.
Abelardo era la antítesis del diplomático engolado, braguetudo, solemne y por ello antipático y estúpido. Debe haber enamorado centenares de mujeres en México y si no lo hizo fue por la vara de vid, justiciera y rectora, del centurión Andrea (su mujer). Doy fe, porque he compartido las conversaciones, de la habilidad política de nuestro amigo para deslumbrar a los profesionales de la política mejicana, tanto del PRI como del PAN. ¡Y que decir de sus colegas!. Jennifer era egresada de una de las mejores universidades norteamericanas, dado que la selección para personal diplomático es muy estricta, y aún así me dijo que jamás había escuchado a un profesor que conociera y explicara la historia de Estados Unidos como Ramos.
Nuestros encuentros semanales se hicieron más frecuentes, donde tuve charlas inolvidables con Abelardo sobre todos los temas relacionados con nuestra América, desde su antropología y cultura hasta la situación del momento (léase del Tratado de Libre Comercio que México más tarde firmaría). Pero sobre todo, el tema principal era el advenimiento del Quinto Centenario. Al igual que Hernández Arreghi, ni el Colorado ni yo negamos la impronta hispánica, lo que no significaba adscribir a una nostalgia por la época de los Austria ni a una tradición españolista apolillada, con olor a moho de sarcófago y orines de sacristía, simplemente no embarcarnos en un indigenismo de mercado convenientemente producido y financiado por los predicadores evangélicos de la derecha norteamericana.
Estas charlas las desarrollábamos café de por medio en el paseo de la Reforma, pero algunos sábados nos juntábamos a comer en la Casa Argentina donde, cual no sería mi sorpresa, me encontré con el “amigo” del que me había hablado Abal Medina.
Apareció un tipo del tamaño de una puerta, cuyas manos parecían un manojo de porongas: “¿Vos sos el hijo de José Luis?, Te presento a mi hijo Estanislao”. Era el “Mono” Grasi Susini, figura legendaria de “Tacuara” y en ese momento intensamente buscado en la Argentina por su participación en la “chirinada” de Seineldín. La mano vino así: tras el fracaso del levantamiento carapintada del Turco, todos los civiles involucrados rajaron donde pudieron y el “mono” lo hizo al Uruguay. Parece (no pude confirmarlo) que le mandaron una patota a Montevideo para reventarlo y en ese momento aterrizó un avión de Secretaría de Gobernación de México que lo rescató. Juan Manuel en ese momento era el jefe de asesores de Salinas de Gortari y estaba en condiciones de ordenar una operación encubierta de ese estilo. Se dice que jamás olvidó a sus compañeros de militancia en el nacionalismo, esta anécdota parece confirmarlo. Desde ya está decir que ni se tocó el tema de los sucesos en la Argentina, simplemente le dije al oído. “Enrique, tengo al costado las antenas de la compañía” y al presentárselo a Jennifer, le dije que era un historiador argentino que estaba estudiando las raíces del nacionalismo mejicano y su relación con la revolución agraria. Como diablos le dio cobijo el Colorado sin que, supuestamente, Bs. As. no se enterara, solo Dios lo sabe. Pero doy fe que permaneció largos meses en el Distrito Federal.
Pero el recuerdo más emocionante de mi estadía, de esos recuerdos que es lo único de valor que uno se lleva a la hora de su muerte, fue el de mi última comida en la Embajada.
Yo ya estaba a punto de regresar a la Argentina y el matrimonio Ramos quiso despedirme con una cena que, en principio, pensé que se iba a circunscribir a unas pocas personas. Así fue, en efecto, una matrimonio de argentinos, algún funcionario, mi novia y yo. Dado que andaba de despedida en despedida, llegué a la residencia “ligeramente alicorado”. Es decir, con un lenguaje torvo, zafio y cuartelero. Andrea me advirtió: “Tratá de moderar el lenguaje. Mirá que Octavio es muy preciosista con el idioma”. Era como si me hubieran hablado de Cacho, Tito o magoya. No le di importancia.
Olvidaba mencionar que a la izquierda del frente de la residencia hay un gigantesco pino, producto de un retoño del pino de San Lorenzo. Y que cuando llegué a la misma (no hay un cartel que la identifique como tal) el chofer del taxi, al advertir mi tonada, no quiso cobrarme el viaje pues consideraba un honor que hubiera estado en su vehículo: “Uds. Se enfrentaron a los gringos”. Se lo comenté a Jorge y fue suficiente para que iniciara un enérgico discurso contra la izquierda cipaya, mientras me mostraba, encuadradas, algunas libras malvineras que había traído de regreso del archipiélago. A partir de ahí, gran parte de la conversación discurrió sobre el conflicto y el futuro de Malvinas hasta que sonó el timbre.
“Pepito, anda a atender que debe ser Octavio”. Abro la puerta y casi me caigo de culo. Un señor con dos botellas de vino de la Baja California me sonríe: “Buenas noches, ¿me permite ingresar a la Argentina?” Era…¡Octavio Paz!”.
Para que yo me quede callado es porque hay un interlocutor de envergadura, pero jamás imaginé uno como éste. Ahí comprendí por qué lo llamaban “el azteca universal”. Hombre de formación renacentista, su elocuencia y simpatía rivalizaba con la de Ramos. No recuerdo de todo lo que se habló, pues era un verdadero manantial de palabras, pero jamás olvidaré que bien entrada la madrugada, en una tibia noche mejicana, tequila de por medio y recostados sobre el pin o de San Lorenzo, mientras me daba clase sobre Leopoldo Lugones, Octavio Paz comenzó a recitar: “A orillas del Río Seco, donde nací…•”
“Te das cuenta por qué Andrea te dijo que cuidaras el lenguaje” me dijo, sonriendo, Abelardo.
Fue la última vez que lo vi.