“Crónicas Latinoamericanas” #1

Origen y fundación de la cultura nuestro americana

A partir de la fundación de las ciudades iberoamericanas –en lo que se conoce como el período hispánico (siglo XVI a principios del siglo XIX), “se refundieron culturas, costumbres y creencias” -las existentes y la recién llegada, como había sucedido entre los pueblos anteriores-, fundando y perfilando en nuestro caso la que hoy se conoce como la cultura latinoamericana, que deparó, aunque no se crea, una vida cultural bastante activa.

La historia anterior estaba signada, en efecto, por un proceso idéntico de encuentros, choques y fusiones genéticas y culturales entre los pueblos más antiguos de América, producto de las continuas migraciones en busca de mejores condiciones para su existencia. Podemos verificar ese proceso en la historia de las dos principales civilizaciones prehispánicas: la del Imperio Azteca y la del Imperio Inca cuando América no era todavía América. 

Pues bien, de la integración entre las civilizaciones prehispánicas e ibérica resultó lo que el mexicano José Vasconcelos definiría como la “quinta raza o raza cósmica… fruto de las anteriores y superación de todo lo pasado”, y que Juan José Hernández Arregui denominará “una comunidad mayor de cultura”, a través de la cual reconocemos hoy Nuestra América común o Patria Grande. Dicha cultura “se yergue como una Cultura original por encima de sus repúblicas ausentes”, aun cuando esas repúblicas desconozcan su origen común e identidad genética y cultural, gestada durante sus primeros 300 años de vida.

Negar nuestro origen genético mestizo mayoritario común (hijos de padre español y madre india), desconocer nuestra propia identidad y cultura o renegar de ella, según entendemos, es lo que impide el desarrollo de nuestra personalidad nacional y da fundamento a nuestro complejo de inferioridad respecto a otras culturas y Naciones. Somos irremediablemente hijos de conquistadores y conquistados, y puesto que no podemos negar nuestros genes ni nuestra cultura fundida en una sola, negarlo, es negarnos a nosotros mismos. “Nuestras raíces no están en el siglo XIX… sino en el siglo XVI”, sostiene con verdad el chileno latinoamericanista, malvinista y defensor de la devolución del mar a Bolivia, Pedro Godoy Perín: “Somos un nuevo pueblo…”. “No somos indios ni europeos”, como decía Bolívar, sino que, como dice Godoy Perín, “se trata de los terceros en discordia, que surgen del ensamble y hoy son multitud”.

A nivel literario, en esa nueva dimensión de espacio (América toda); de tiempo (siglos XVI y XVII); de ambiente (atmósfera indo-ibero-afro-americana); y de protagonistas (indios, españoles, africanos, mestizos, criollos), que nacieron de aquellas circunstancias históricas, consecuencia de la “interfecundación de dos culturas”, mixculturación o nueva síntesis, aparecieron los primeros frutos verdaderamente originales, es decir nuevos en cuanto a su origen, contenido y formas. En este particular arte -que Hernández Arregui le imputa ser “el factor que tipifica una cultura mayor”, pues “toda cultura se condensa en la lengua que aprisiona las estructuras lógicas y los contenidos emocionales del pensar colectivo”-, se destacaron fuertemente historiadores, dramaturgos, poetas y narradores.

Hubo historiadores como el franciscano Bernardino de Sahagún (1499 – 1590), autor de varias obras en náhuatl (lengua de los aztecas) y castellano, entre ellas “Historia General de las cosas de la Nueva España”, también conocida como “Códice Fiorentino”, considerados hoy entre los documentos más valiosos para la reconstrucción de la historia del México antiguo antes de la llegada de los españoles. Se destacó también entre los historiadores el dominico Diego Durán (Sevilla, 1537 – 1588), llegado a América a los siete u ocho años de edad, autor de “Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme”, para lo que estudió el náhuatl y consultó un número importante de testimonios originales tanto orales como escritos. A Durán se le arroga haber sido un religioso absorbido y conquistado por la cultura a la que como evangelizador enfrentaba. Sahagún y Durán si bien habían nacido en España, son considerados los primeros historiadores mestizos culturalmente hablando por estar espiritualmente comprometidos con la realidad americana.

Alonso de Ercilla (1533-1594), no obstante ser también español de nacimiento, es considerado el fundador de la épica americana como autor de “La Araucana”, el primer relato literario postnatal de Chile.

En cuanto a los directamente nacidos en suelo americano, el Inca Garcilaso de la Vega (Cuzco 1539 – Castilla 1616) -autor de “Comentarios Reales de los Incas”, como así también de “Historia General del Perú” (que trata sobre la conquista del Perú y el inicio del Virreinato)-, es considerado el primer mestizo racial y cultural de América, quien supo asumir y conciliar sus dos herencias culturales: la indígena y la española (punto culminante de la cultura europea de su tiempo), por lo que alcanzó gran renombre intelectual en su época, más allá de su parentesco cercano con el famoso Garcilaso de la Vega español.

Juan Ruiz de Alarcón (México 1580 – Madrid 1639) –a la altura de Lope de Vega, Góngora, Quevedo y Tirso de Molina, españoles del Siglo de Oro que lo menospreciaban por ser jorobado y de origen americano- es considerado, según sus biógrafos, como “el más psicólogo y cortés de los dramaturgos barrocos”. Curiosamente, su producción, escasa en cantidad –entre las que se destacan “Las paredes oyen” y “Los pechos privilegiados”–, si se compara con la de otros dramaturgos contemporáneos europeos, posee una gran calidad y unidad de conjunto, con las que influyó en el teatro europeo, particularmente el francés.

Entre los poetas americanos, Luis de Tejeda y Guzmán (Córdoba 1604 – 1680), es conocido como “el primer poeta argentino”, pero es por extensión un digno representante del Virreinato del Perú y de todo el sur de América, expresión de la “cultura iberoamericana” de entonces, “un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”, como caracterizaba Simón Bolívar a nuestra común y grande Patria.

Sor Juana Inés de la Cruz (México 1648 – 1695) -exponente del Siglo de Oro de la literatura en español- resulta la mayor poetisa y dramaturga de su época en América. Cultivó la lírica, el auto sacramental, el teatro y la prosa. Su obra lírica -la mitad de su obra-, es un crisol donde convergen la cultura de una Nueva España en apogeo, el culteranismo de Góngora y la obra conceptista de Quevedo y Calderón. La obra dramática de sor Juana va de lo religioso a lo profano, destacándose “Amor es más laberinto”, “Los empeños de una casa” y algunos autos sacramentales concebidos para ser representados en la corte, ambiente frecuentado por la escritora antes de hacerse religiosa sencillamente “por anhelo de conocimiento” (prerrogativa que le era negada a la mujer). Su poema más conocido y popular es: “Hombres necios que acusáis…”.

Si reparamos en el hecho cierto de que “los individuos geniales de un pueblo, lo son, en la medida que renuevan y sintetizan las formas alegóricas de una cultura nacional” -en el decir de Hernández Arregui-y que los pueblos “se eternizan en su literatura, y por ella son conocidos como naciones culturales”, en definitiva, los grandes escritores que mencionamos surgieron de esa comunidad mestizada en particular, expresándola yano como europeos, sino como americanos, como reflectores de una peculiar estampa estética del mundo, que siempre brota de un paisaje y de una masa de representaciones colectivas”. Esa es otra de las razones por la que decimos que América Latina es constitutivamente una Nación, nuestra Nación, aunque todavía no del todo constituida o sea por el momento inconclusa.

Confirmando en qué medida a veces la literatura -a través de una metáfora, una imagen o una figura-, nos ayuda a comprender fenómenos determinados, hacemos nuestra la conclusión de Laura Esquivel sobre Malinche, en su novela homónima, que nos revela la íntima relación o identidad entre genética y cultura y las circunstancias de nuestro origen indo-ibero-americano: “Era el mismo resultado que se había logrado en el interior de su vientre. Sus hijos eran producto de diferentes sangres, de diferentes olores, de diferentes aromas, de diferentes colores. Así como la tierra daba maíz de color azul, blanco, rojo, amarillo –pero permitía la mezcla entre ellos- era posible la creación de una nueva raza sobre la tierra. De una raza que contuviera a todas. De una raza en donde se recreara el dolor de la vida, con todos sus diferentes nombres, con todas sus diferentes formas. Ésa era la raza de sus hijos”.

Eso éramos. Eso somos. Latinoamericanos.

Elio Noé Salcedo

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