Cipriano Castro y el antiimperialismo bolivariano en Venezuela

Por Roberto A. Ferrero

Terminada la “Guerra de los Mil Días” que había enfrentado a liberales y conservadores en Colombia  desde 1899 a 1902, le tocaría comenzar a sufrir las agresiones imperialistas  a la vecina República de Venezuela, entonces gobernada por el caudillo liberal antiimperialista Cipriano Castro (1858-1924), un “andino” del departamento montañoso de Táchira.

 Tradicionalmente, desde que Venezuela aparece en 1830 como un país soberano, la actividad política estuvo siempre dominada por hombres de Caracas, de Oriente y de los Llanos, incluido, naturalmente, el largo período de la autocracia ilustrada liberal de Antonio Guzmán Blanco. Su base estructural era la economía agraria de la época, sobrecargada de rasgos de atraso latifundista, parasitismo mercantil e inicios de penetración del capital extranjero, ya que la modernización guzmancista había operado a nivel superestructural sin tocar los fundamentos del subdesarrollo. Casi al margen de ellas habían quedado los departamentos andinos.

Sin embargo, en el último tercio del siglo XIX, el cultivo del café se había extendido y potenciado rápidamente en estas postergadas regiones del Oeste, especialmente en los fértiles valles de la provincia de Táchira, donde un nuevo capitalismo agrario -relacionado con y financiado por la burguesía portuaria de Maracaibo- estaba dotando a la sociedad andina de un dinamismo antes desconocido. Ambas realidades -la del Liberalismo Federal decadente y la del pujante circuito del Occidente andino y el Zulia- no podían sino entrar en colisión en algún determinado momento. Ese momento fue el 23 de Mayo de 1899, cuando Cipriano Castro, al frente de “Los Sesenta” jóvenes resueltos que le seguían, invadió Venezuela desde Cúcuta, la ciudad fronteriza en la Colombia del Presidente conservador nacionalista M. A. Sanclemente, y en cinco meses, incorporando constantemente miles de hombres que se sumaban a su causa, recorrió el camino a Caracas, jalonado por las batallas de Cordero, Tovar y Tucuyito, que finalmente lo depositaron en el Capitolio caraqueño el  22 de Octubre del mismo año.

No era Castro un rudo comandante semiletrado como Páez o Juan Vicente Gómez, su sucesor. Por el contrario: había sido seminarista, tenía el título de bachiller en filosofía y letras (1), era autor de innumerables proclamas y folletos doctrinarios y se había desempeñado como diputado nacional. Militarmente -como se ve obligado a reconocer un biógrafo hostil como Thomas Rourke- era “incuestionablemente, el general más capaz de Venezuela” (2), hecho en los combates. Había adherido a la renovación doctrinaria del Liberalismo neogranadino desarrollada especialmente por el colombiano Rafael Uribe Uribe (1859-1914) y que Castro entendía como la “restauración” de un liberalismo venezolano traicionado y corrompido en sus esencias por cuarenta años de dominio de los caudillejos y los traficantes de la política que invocaban su nombre. El “Gran Partido Liberal Venezolano” (GPLV), como se le llamaba, era un cadáver insepulto y correspondería a Castro darle sepultura y sustituirlo por un nuevo liberalismo, que no debía ser solamente anticlerical y predicador de abstractas libertades, sino antiimperialista, popular y bolivariano. Sintetizando sus ideas, dice Rangel: “El ideal bolivariano, la aspiración grancolombina, la defensa de América Latina y el anticlericalismo constituyen como siempre, sus inquietudes políticas. Ningún otro caudillo de su época fue más progresista, ni aun después de La Victoria, que este rijoso y atarantado tachirense. Cipriano Castro, hay que decirlo sin temores, estuvo a la altura de José Enrique Rodó, de Manuel Ugarte, de José Martí y de Rafael Uribe Uribe en cuanto al sentido apasionado y progresivo del nacionalismo. Su nacionalismo fue el de Bolívar. Jamás dejará de sentir y pensar como un  latinoamericano”(3).

 Su gran aspiración, su sueño, fue la reconstrucción de la Gran Colombia, y por ello había ayudado a los jefes liberales colombianos -el principal de los cuales era Uribe Uribe- en la “Guerra de los Mil Días” que habían desatado casi al mismo tiempo del triunfo de Castro. La misma actitud había tomado el Presidente de Ecuador Eloy Alfaro, porque en todos estaba vivo el Tratado de Amapala (4), por lo que la Guerra prácticamente tenía brotes de contienda internacional: los liberales invadían Colombia desde uno u otro país, y el gobierno colombiano contraatacaba sobre ellos. Tal ocurrió con Venezuela, que en julio de 1901 y febrero de 1902 debió afrontar dos invasiones militares del varios miles de soldados regulares que apoyando a las guerrillas rebeldes de Carlos Rangel Garbiras, caudillo del conservadorismo histórico (la otra rama, rival de los nacionalistas), las que fueron rechazadas. Meses después, en la batalla de La Victoria (noviembre), logró triunfar sobre la sublevación organizada por el General-banquero Manuel Antonio Matos en connivencia con las empresas imperialistas New York & Bermúdez Company, la Orinoco Steamship Company  yotras, desairadas por la tenaz defensa de la soberanía económica sostenida por el caudillo andino. 

Todavía estaban frescos el recuerdo de este triunfo y la firma del Tratado del Wisconsin (21-11-1902) que puso fin a los “Mil Días”, cuando la Triple Alianza imperialista de Inglaterra, Alemania e Italia dispone atacar a la patria de Bolívar. Formalmente, el emprendimiento bélico de estas potencias se debía a que Venezuela, casi en estado de insolvencia por el estado calamitoso en que se encontraba la economía nacional, producto de las continuas guerras civiles y de la caída del precio internacional del café, suspende el pago de la Deuda Externa. Entre reclamos por indemnizaciones por daños supuestamente causados a los residentes extranjeros y por préstamos al gobierno, los imperialistas pretendían la fabulosa suma de 161 millones de bolívares, cuando lo que realmente se adeudaba no llegaba a 20 millones (VCSD,153). La exorbitancia obedecía al propósito de hacer impagable la supuesta deuda para justificar una invasión a Venezuela. Y esta invasión, a su vez, pretendía establecer sobre la nación caribeña un protectorado, legal o de hecho, que contrarrestase el avance indetenible de Estados Unidos, que dueño ya de Cuba y Puerto Rico y negociando con Colombia el Canal de Panamá, amenazaba con hacer de todo el mar Caribe un mero lago norteamericano, excluyendo al comercio europeo. “Sacarle partido a los Estados Unidos a costas de nuestra patria -dice Rangel- fue el aliciente milagroso que unificó a aquellos gajos del tronco imperialista”(5), especialmente Gran Bretaña y el Imperio alemán, ya grandes rivales en la arena mundial. Y más aclara Britto García: “Desde los tiempos de los piratas Walter Raleigh, Amyas Preston y Jacob Widdhon, Inglaterra codiciaba la Costa Oriental y el Orinoco, arteria fluvial hacia las riquezas de Guayana. Desde los tiempos de los Welser, Alemania ansía la Costa Occidental, con el lago Maracaibo que colecta las riquezas de los Andes y del departamento Norte de Santander(6)(LICV,2).

Ambas potencias, el 7 de diciembre de 1902 dirigirían un ultimátum conjunto al gobierno de Castro exigiendo la cancelación de las deudas alegadas, mientras siete poderosas naves de guerra inglesas y cuatro germanas, de más de 20.000 Tn. cada una, se dedicaban a apresar o hundir los pocos y pequeños barcos de la armada venezolana en la rada de La Guayra. El 13, los ingleses bombardean Puerto Cabello. El 20, declaran un bloqueo total y tres días después blanquean la agresión declarando la guerra a Venezuela. Los alemanes desembarcan a su vez en Puerto Cabello el 3 de Enero de 1903, matando, incendiando, destruyendo documentos históricos y robándose las campanas de los templos. Después, cañonean hasta el cansancio al Fuerte de San Carlos, en el Zulia. Italia, imperialismo de segunda, bajo el flamante reinado de Vittorio Emanuele III (1900-1944), manifestó que estaba interesada en cobrar también su deuda, y sus cruceros comienzan a abastecer a los de los agresores directos.

El Presidente no se amilana ante la desproporción de fuerzas: moviliza a su ejército, fortifica la defensa de la Capital, aprisiona a los comerciantes alemanes e ingleses, anuncia que expropiará las empresas ferroviarias enemigas y lanza su famoso manifiesto “¡Venezolanos: la planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la Patria!”. El pueblo se dio cuenta de que contaba con un Jefe. Cien mil hombres, sobre una escasa población de dos millones de venezolanos, se anotan como voluntarios para luchar contra los invasores. Los residentes colombianos y peruanos hacen lo mismo. La conmoción es enorme en toda Latinoamérica: mientras la prensa europea agravia y ridiculiza a Castro los pueblos del Continente manifiestan su simpatía de mil modos. El gobierno argentino del General Julio A. Roca (1898-1904), a través de su Canciller Luis María Drago formula la Doctrina que lleva el nombre de este último y que establece que “la deuda pública no puede dar lugar a la intervención armada y menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea”. La intelligentzia de los países bolivarianos -de Vargas Vila al joven Rufino Blanco Fombona- le presta su más decidido apoyo.

A esta altura, Estados Unidos comprende que sus adversarios imperialistas han avanzado demasiado. Reconocen el derecho de los países acreedores a hacerse pagar sus deudas, pero no a ocupar territorios americanos, por lo cual los yanquis se arrogan el papel de tutores de los deudores y la facultad de presionarlos u obligarlos a pagar sus acreencias. De este modo se impedirían las invasiones y ocupaciones. El Presidente Theodoro Roosevelt, que un lustro atrás había intervenido personalmente en la Guerra Hispano-yanqui según vimos, logra arrimar a las partes y el 13 de febrerode 1903 se firman los Protocolos de Washington, que implican un excelente arreglo para Venezuela considerando la situación: el bloqueo se levanta ese mismo día, la querella se gira a la Corte Internacional de La Haya (Holanda), los acreedores admiten reducir sus reclamos de 352 millones de bolívares a 151 millones, pagaderos en cuotas, comprometiendo para ello el 30% de los impuestos aduaneros del país.

Después, Cipriano Castro -que el pueblo llamaba cariñosamente “el Cabito”-seguirá defendiendo los recursos naturales de los venezolanos apetecidos por los pulpos imperialistas, especialmente el petróleo. Enfrentará a las empresas de Francia, Holanda y Estados Unidos, lo que le valdrá la ruptura de relaciones diplomáticas con todas esas naciones. La alianza espúrea de esta última y las petroleras yanquis con el vice-presidente Juan Vicente Gómez lo despojará del poder en 1908, aprovechando un viaje a Europa que Castro debió realizar para atender su muy quebrantada salud. Gómez abrirá una era de entrega y tiranía vesánica que durará hasta 1935 y nunca permitirá que el caudillo bolivariano volviese a su patria ni como simple ciudadano. Debería soportar el General Castro un destierro permanente, siempre vigilado por los espías y esbirros del Tirano Gómez.

 Morirá en el exilio, en Puerto Rico, en 1924.

 Con posterioridad, los escritores y ensayistas de la historiografía vulgar, desde los  liberales como Augusto Mijares a los antichavistas confesos como Héctor Malavé Mata, premio Casa de las Américas de Cuba, han juzgado al gran Presidente anti-imperialista con el típico desprecio europeísta con que lo hacía la prensa imperialista de principios del siglo pasado, durante el bloqueo, opacando sus méritos con consideraciones moralistas que no aplican a sus sucesores “democráticos”, de Rómulo Betancourt a Carlos Andrés Pérez. Así, Mijares lo tacha de “extravagante”, hombre de “delirante exhibicionismo” y responsable (¡) de la invasión Tripartita de 1902 por sus “alardes de heroísmo que no pasaban, naturalmente, de hueras alocuciones”(7) . Malavé Mata, a su vez, coincide con los adversarios de Castro en que el Jefe Restaurador era “un jacobino sin ilustración” y que su famosa Proclama no se debía a su patriotismo, sino a su “soberbia y resentimiento de caudillo agraviado”, ya que era el suyo “un nacionalismo apócrifo o ficticio”(8). Se percibe cómo el odio “ilustrado” contra el pueblo y sus caudillos reemplaza, en autores que se consideran serios, el análisis de los hechos concretos por banalidades moralistas e imputaciones insostenibles a la luz de los hechos.  En la misma línea, el escritor yanqui Thomas Rourke -mencionado arriba-, ante los conflictos desatados por las potencias europeas sobre la pobre Venezuela en épocas de Cipriano Castro, consideraba que el caudillo “tenía el raro don de meterse en conflictos con las grandes naciones” (9). Como siempre, para el imperialismo, sus escribas y sus cacatúas, los culpables de las agresiones eran siempre las víctimas, nunca los agresores.

El gobierno bolivariano revolucionario del Comandante Hugo Chávez, por el contrario, rehabilitó  la memoria del Caudillo del Táchira, como han hecho asimismo autores de la talla de Domingo Alberto Rangel y Luis Britto García, ambos destacados por su hondo latinoamericanismo, pese a sus opuestas simpatías políticas.

Córdoba, 2 de Mayo de 2015

                     N O T A S

(1) Nemecio Parada: “Vísperas y comienzos de la Revolución de Cipriano Castro”, Mnte Avila Editires,    Caracas, Caracas 1973, pág. 65.

(2) Thomás Rourke: “Gómez, Tirano de los Andes”, Editorial Claridad, Buenos Aires 1952, pág. 72,

(3) Domingo Alberto Rangel: “Los andinos en el poder”, Carcas 1964, pág.131/132.

(4) El “Tratado de Amapala” o “de los Cuatro” fue el convenio que firmaron en 1895 dirigentes liberales de Colombia, Venezuela, Nicaragua y Ecuador para derrotar los regímenes conservadores-clericales de esos países  y restaurar la “Gran Colombia” bolivariana. (V, Roberto A. Ferrero: “De Murillo al Rapto de Panamá”, UBA-Imago Mundo, San Marín (pcia de Bs. As), abril de 2015, págs., 182/183.

(5) Domingo Alberto Rangel: op. cit., pág. 140.

(6) Luis Britto García: La Invasión contra Venezuela”, pág. 2, en http//la plantainsolente.blogspot.com.ar

(7) Augusto Mijares: “La Evolución Política de Venezuela”, EUDEBA, Buenos Aires 1967, pág. 184/185.

(8) Héctor Malavé Mata: “Formaciòn Histórica del Antidesarrollo de Venezuela”,  en D. F. Maza et al: “Venezuela. Crecimiento sin desarrollo”, Editorial Nuestro Tiempo, Méjico 1982, pag. 153.

(9) Thomas Rourke: op. cit., pag. 91.

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