Hugo y sus batallas póstumas
Por Pablo Carvallo
La caída de la Bastilla no fue solamente el punto de partida de un nuevo orden social en Francia. Con la desaparición del mundo feudal, señalada en esa fecha pero precedida de un trabajo molecular en la economía y el espíritu del país, se abría la escena del hombre moderno, del feliz universo burgués cuyo ciclo se cierra en 1914.
Los soldados de la revolución de 1789 habían constituido los cuadros militares de los ejércitos napoleónicos. Bajo los símbolos romanos de la República o del Imperio, Bonaparte condujo a través de toda Europa un nuevo tipo de civilización técnica, que fue en realidad la verdadera galanía de sus victorias resonantes. Aquellos generales y mariscales que no habían olvidado a Robespierre pero que creían en el emperador, fueron el tema dramático de una nueva literatura. Desde sus orígenes, la nación francesa estableció una íntima relación entre sus creaciones artísticas y los estallidos históricos. De ese modo, Stendhal incluyó en su mundo estético la nostalgia del Imperio fugaz que había conmovido a la juventud, porque detrás del código napoleónico, que a diario leía el autor de “Rojo y Negro” para estudiar estilo, resplandecía la gran revolución.
El tiempo de la Restauración y el regreso de los aristócratas, “que no habían olvidado ni aprendido nada”, sumió a Francia en un periodo nocturno.
El establecimiento de la monarquía se fundaba, sin embargo, en las conquistas económicas y sociales creadas en 1789; sólo las formas políticas externas habían cambiado por un breve plazo. Entonces le llegó el turno a la literatura, acorralada durante los años de la revolución y la guerra. El nuevo rey tenía debilidad por las letras. Protegía a los jóvenes escritores que se decían monárquicos. Dio una pensión de mil francos por año a Víctor Hugo, pues el futuro republicano había escrito: “La historia de los hombres no presenta poesía más que juzgada desde las alturas de las ideas monárquicas y de las creencias religiosas”.
Hugo era hijo de un general de Napoleón, pero su madre era realista y católica, dos influencias que habrían de fundirse en la contradictoria personalidad del escritor, sujeto de todas las borrascas políticas y sociales de su tiempo. Dueño de una milagrosa fuerza expresiva, desde muy joven Hugo se abrió paso en una sociedad en la cual la literatura ejercita derechos de predominio, ya que la crítica política estaba excluida. Sus primeras baladas señalaban un temperamento nuevo, un fuego desconocido, una grandilocuencia patética exigida por una época tan próxima a la grandilocuencia histórica. Los acontecimientos militares grandiosos que habían tenido a Francia por escena y que habían preparado el rol mundial de su nación, demandaban una literatura ilimitada, juvenil, en cuyo despliegue de esplendor físico se retratase la fuerza de la nueva clase triunfante.
El romanticismo se dio como un lujo estético del siglo XIX, como un reflejo artístico de la ilusión del progreso y de una personalidad liberada. Toda su fuerza y su debilidad se concentraron en la persona de Víctor Hugo que, aunque rechazó la antitesis entre lo clásico y lo romántico no dejó lugar a ninguna duda. El poeta cortesano, pensionado a los veinte años de edad, suscitó de inmediato un reconocimiento de los maestros de la literatura. Chateaubriand, que tenía motivos para quedar seducido ante la riqueza verbal de Hugo, lo llamó “niño sublime”, o por lo menos la tradición se complace en atribuirle el elogio. A su vez, Sainte-Beuve, cuyo sentido crítico era indiscutible, apreció en Hugo el nacimiento de un gran escritor y no vaciló en medir sus primeras obras con Shakespeare, Corneille y Molière. Esta entrada de Hugo en las esferas literarias le atrajo grandes triunfos: su lirismo fosforescente y sombrío a la vez, su tono de amargo orgullo, los fuertes contrastes que definirían más tarde a un romántico típico, encontraron su propio camino en un público que deseaba lo romántico para seguir viviendo en paz con una existencia que era clásica en el sentido más objetivo y conservador de la expresión. La sociedad estaba consolidada sobre nuevas bases, pero los hijos de la burguesía manifestaban su desesperanza poética, su ambición de otros límites más vastos y la conciencia del torturado Yo. Hugo enriqueció todos los modos de expresión literarios conocidos, incorporando a su vocabulario exaltado las palabras de los poetas olvidados del siglo XVI y de sus predecesores británicos, con recursos técnicos y su libertad de lenguaje. Abrió un ancho cauce al verso, impregnándolo al mismo tiempo de los sucesivos estados de ánimo que él mismo consideró como universales y que reflejaban las mutaciones políticas de su siglo.
A semejanza de la burguesía francesa, Víctor Hugo fue monárquico en la Restauración y republicano bajo Luis Bonaparte, pero pese a todos los saltos políticos ocupó siempre su oficio de hombre de letras, hasta cubrir con sus treinta gruesos volúmenes la historia del romanticismo francés. Fue más fuerte que profundo: diez líneas de Balzac valen más que “La Leyenda de los Siglos”, pues la confusión entre energía pura y arte moral no pudo sobrevivir al 1900.
“Los Miserables”, si se abstrae su inaudito éxito editorial, ya eran viejos antes de nacer y su espuma romántica es intolerable; un destino similar corrió su ensayo sobre el golpe de Estado de 1851 que elevó al poder al príncipe Napoleón; Víctor Hugo lo llamó “el pequeño”, pero al atribuir al sobrino del emperador tanto la responsabilidad de un fenómeno político importante, contribuyó a desmesurar su personalidad verdadera, muy inferior al hecho mismo. Hugo no pudo explicar el proceso histórico que había condicionado el golpe de Estado y que había encontrado su encarnación en la figura del sobrino. Su diluvio verbal no ocasionó víctimas ni aclaró el problema en cuestión.
Los sucesos de la Comuna de París, en 1871, tampoco encontraron en el poeta un reflejo artístico ni político legítimo. Reaccionó como un profeta sentimental ante los hechos consumados. Ante la batalla de “Hernani” en las tablas de un teatro hasta las batallas sangrientas de la Comuna, Hugo había producido una obra que Julien Gracq asimila por su volumen a la Gran Pirámide. Pero solo los egiptólogos tienen paciencia para analizar la Gran Pirámide. Si la “Comedia Humana” ha resistido al tiempo, se debe simplemente a que Balzac retrató de manera implacable y sin concesiones historicomísticas a la sociedad de su época; no se preocupó de lograr la perfección formal de algunas obras de Hugo, sobreabundantes de erudición, como un friso churrigueresco. Pero la vida fluye en Balzac.
La posteridad, con sus nuevos problemas, ha circundado la figura de Hugo de alusiones políticas de circunstancias, como ocurre hoy en Francia, pero el sentido general de su obra no puede ser objeto de confusión. El autor de “El año terrible” fue un liberal partidario del progreso, de la libertad y del espíritu, vale decir, casi inventó el siglo XIX. La muerte definitiva de Hugo ha coincido con la volatilización de esas ilusiones creadas con el triunfo remoto de la máquina de vapor. Sus venerables restos reposan en el panteón de París.
La Prensa, domingo 9 de Marzo de 1952
Cierre de la primera serie de artículos: Pablo Carvallo y la obra de Víctor Hugo
Cerramos esta primera serie de artículos olvidados de “Pablo Carvallo”, uno de los seudónimos utilizados por Jorge Abelardo Ramos para ejercer la crítica cultural en la década de 1950. Es interesante destacar, a modo de comentario general, que estos trabajos, en los que el joven autor no enmascara en ningún momento su condición de marxista, ponen en discusión la supuesta censura férrea ejercida por la burocracia comunicacional sobre todo pensamiento progresista durante el primer peronismo. Con la figura de Ramos el materialismo dialéctico ocupaba un lugar destacado dentro del movimiento nacional liderado en ese período histórico por el general Juan Domingo Perón. En este trabajo sobre Víctor Hugo, Carvallo sintetiza la significación del gran escritor francés comparándola con la de su colega Balzac. El autor de “Los miserables” “casi inventó el siglo XIX”, con sus ilusiones burguesas y sus batallas románticas y hoy pertenece al pasado. En cambio, aunque formalmente menos perfecta, en la obra de Balzac “la vida fluye”.
Juan Carlos Jara
Responsable del Hallazgo y digitalización