La herencia cultural y la clase trabajadora El escritor y las fuerzas históricas
Por Pablo Carvallo
El capitalismo ha creado un abismo entre la cultura y la clase trabajadora. Sobre sus altos arrecifes se yergue una casta especial formada por los intelectuales y artistas y que se considera en nuestra época el albacea de la herencia cultural. Se trata de un fenómeno propio de este siglo, que asiste a una completa desvalorización de los hábitos tradicionales. Hubo un tiempo en que el escritor se sentía fundido con la humanidad: un Cervantes o un Tolstoi no hablaban de su oficio, puesto que cumplían una misión, conscientes o no de su significado.
En nuestros días los escritores de las naciones más antiguas o desarrolladas, después de intensos esfuerzos para desinteresarse de los problemas vivos, se han visto obligados a intervenir en la historia inmediata. La forma más potente de la historia de hoy es la política. Napoleón afirmó que “la política es el destino”. Es una fórmula cuya excesiva lucidez no place al escritor. Por el contrario, para el intelectual de hoy la política es una fatalidad, el rasgo nuevo de un destino inexorable. En los buenos tiempos idos gustaba generalmente ocuparse de las criaturas humanas individuales que hacen la historia y que solo alcanzan la visibilidad por obra del arte. Pues el escritor ama la política del pasado, ese sosegado ejercicio de la acción que no hace vibrar los cristales de su gabinete. Para su desgracia, estos años terribles y grandiosos han entrado irresistiblemente en su casa y no solo han abierto sus ventanas sino que con frecuencia han reducido a polvo la residencia y el ocupante.
El escritor se ve compelido a la política. En esta exigencia reside su drama, pues sino puede vivir en esa atmósfera, tampoco puede conservar ya la paz de su universo interior. ¡Qué lejos se encuentran de aquella primera fase que distingue a la decadencia de la crisis, y cuya pereza estival describió Valery!:
“Pésale siempre el orden al individuo. Pero el desorden le hace desear la policía o la muerte. He aquí dos circunstancias extremas en las que la humana naturaleza no se siente a gusto. Busca el individuo una época agradable en la que sea a un tiempo el más libre y el más válido; la encuentra hacia el comienzo del fin de un sistema social. Entonces, entre el orden y el desorden, reina un instante delicioso. Como se ha adquirido todo el bien posible que procura el acomodamiento de poderes y deberes, ahora puede gozar de los primeros relajamientos de ese sistema. Mantiénense todavía las instituciones; son grandes e imponentes; pero sin que nada visible se haya alterado en ellas, apenas si conservan otra cosa que su bella presencia; lucieron todas sus virtudes, su porvenir está secretamente agotado; su carácter dejó de ser sagrado o bien le resta sólo lo sagrado; la crítica y los desprecios las debilitan y les vacían todo su valor inmediato y el cuerpo social pierde suavemente su porvenir. Es la hora del goce y del consumo general”.
No podía aludirse mejor a ese crepúsculo estéril que precedió la primera guerra mundial. ¡Han gozado y consumido demasiado! Esta es la hora del agotamiento y ya no habrá rejuvenecimientos idílicos, de aquellos que los economistas anotaron en el siglo XIX. El escritor no vive un delicioso intermedio “entre el orden y el desorden”, sino en pleno caos. Las instituciones no sólo no conservan su carácter sagrado, sino que tampoco reciben la crítica y el desprecio. El desprecio lo ejercieron ya los románticos, la crítica está realizada. El intelectual ha perdido su torre, cerca del cielo y lejos de las facciones: ¿cómo desinteresarse de la política si las bombas han destruido su ciudad, si su familia ha perecido, si su pasaporte es maldito o si el pan está racionado y las alambradas (reales o simbólicas) lo circundan todo? La tempestad no sólo asoma en estos hechos perceptibles. En notas anteriores hemos estudiado esa otra devastación espiritual del ser de nuestro tiempo, que ha perdido sus viejas creencias sin encontrar otras nuevas o, en los casos peores, que ha visto desaparecer sus convicciones revolucionarias a medida que avanzaba la erosión burocrática en la sociedad soviética. En este cortejo de fantasmas reina el pánico. Pero el temor no enriquece la vida y, muy posiblemente, no añade variedad al arte. El mundo de hoy es el reino del miedo; el escritor ya no camina como un semidiós del ayer, sino como un hombre aterido que lleva una pluma en la mano y que no sabe en qué flanco hundirla.
Solicitado alternativamente por dos bandos colosales, el hombre que escribe ambula por nuestro planeta sin visado a la espera de un milagro ¡Un milagro! Las conversiones hacia la religión son miradas con simpatía, pero no bastan. El complemento insustituible es la delación policíaca o la adhesión sin condiciones. Los demócratas del norte acogen con placer a los intelectuales que someten a las comisiones senatoriales sus confidencias y recuerdos de antaño. Los burócratas del este otorgan su confianza a aquéllos que, cualquiera sea su signo confesional, alaban al número uno: en las iglesias reabiertas resuenan las voces graves de los patriarcas que ruegan por la salud del jefe.
El escritor inclina la cabeza. Extrañas fuerzas gravitan sobre él. ¿Qué hacer? Si Luis Aragón, olvidando su pasado o mejor dicho, perfeccionándolo, es el cómico dictador de los intelectuales stalinistas de Francia y lanza condenaciones estéticas en su torno, “los otros” también poseen su conclave. Congresos como el titulado “Obra del siglo XX” realizado en París y presidido por el signo de la “libertad del espíritu”, disponen de otras modalidades. Las exigencias de una democracia tan rica como la norteamericana hacen compatible su defensa con el empleo de la palabra “revolución”. La burocracia soviética no puede permitirse ese juego; conoce la materia y teme el manipuleo. La química está emparentada con la política y sus relaciones son interesantes, aunque temibles. Las palabras prefiguran, en cierto modo, actos. Por ese motivo, el reciente congreso “Por la libertad de la cultura”ofrece al observador un repertorio más variado que el de la uniformidad administrativa de los amigos de Aragón. El rasgo que caracteriza a ambos, sin embargo, es la pobreza. ¿Cómo asombrarse? De todos los valores sacudidos por la crisis actual, las artes y las letras son las más dañadas. Vivimos una suerte de guerra o de paz armada. Nada es más hostil al arte que esta escena.
André Malraux, que pasó de la arqueología a la revolución china y de la guerra española a la psicología, tenía autoridad para hablar en nombre de los intelectuales desencantados de su generación. Sus palabras son aclaratorias de todo lo dicho y sustituyen el epicureismo pasatista de Valery por el acento patético. Este heroísmo verbal no se debe tan solo a la formación de Malraux, que no ha podido olvidar el rugir de los aviones, las noches de Praga y los documentos falsos, sino ante todo a esa necesidad marcial de una clase que no se resigna a desaparecer y que reclama (por lo menos a través de sus intelectuales) la voluntad de permanecer, como aquel soldado romano que recuerda Spengler. Dijo Malraux: “No existe América: América es un pedazo de Europa. Los herederos de la cultura somos nosotros, que, ante la muerte de las religiones, hemos hecho del hombre otra cosa que un accidente del universo.” Y añadió: “Enfrente de Rusia no están los Estados Unidos, sino Europa. Cuando se habla en Moscú del arte podrido, no se piensa en la escuela de Washington, sino en la de París”. Malraux ha resumido de manera acusada los datos del problema. Se trataba de demostrar que Occidente no atraviesa una crisis y que toda la tradición cultural le pertenece. Los griegos no fueron tan orgullosos. De todos modos perecieron. A pesar de que la libertad fue la música de fondo del Congreso, Malraux permaneció esclavizado de normas mentales realmente prehistóricas, materia que parece dominar más a fondo que la historia.
Un examen del mundo actual demostraría, por lo menos, que Estados Unidos no es un pedazo de Europa, sino que precisamente Europa ha llegado a ser bajo cierta forma una provincia norteamericana, provincia en el sentido atribuido al vocablo por los antiguos romanos, vale decir, una zona tributaria. En el orden económico o político esta afirmación casi no requiere nuevas pruebas. En el orden específicamente espiritual, Europa sigue produciendo libros e ideas de la misma manera que a un muerto le crecen por un tiempo las uñas. El estatismo y la desesperación decoran el panorama del viejo continente. Sus privilegios duraron varios siglos, pero el capital está agotado. Atenas no fue menos culta: solo los especialistas leen hoy las inscripciones de sus piedras solitarias. Por las ruinas del brillante foro romano ambulan los turistas filisteos y en sus pedestales bañados por la luna duermen los vagabundos.
Esa Europa actual, ahíta y erudita, de que habla Malraux no dispondrá de una mayor porción de eternidad. Debe nacer de nuevo o confirmar su muerte. El capitalismo moderno se ha manifestado incapaz de consumar la unificación europea para reencontrar su salud económica y alimentar sus vertientes culturales. Ningún ejército podrá realizar ese rejuvenecimiento, sea del este o del oeste. Únicamente las masas trabajadoras, liberadas de los fetiches monstruosos de los partidos actuales, tendrán a su cargo esa gigantesca misión. Así podrá ser salvada la cultura clásica, para ponerla al servicio de la humanidad toda y no solamente de las exclusivas minorías de las que fue posesión en toda época. La vigencia de la profecía de Goethe, “solo entre los hombres se forma lo humano”, habrá comenzado. ¿Qué hay de común entre esta perspectiva histórica y las palabras vacías de Malraux?
Es rigurosamente cierto, por otra parte, que en Moscú se habla del “arte podrido” de Occidente. Si esta enunciación de burócratas mereciera algún análisis, sería preciso declarar que al fin de cuentas ese arte es la “summa” de toda la cultura y aunque los productos actuales posean un signo nihilista, no podrá soslayarse su aporte y sus raíces para desarrollar en el futuro un arte digno de los hombres liberados. El arte occidental de nuestros días no es propiedad de los banqueros que defiende en último análisis Malraux, tendencia alambicada que se puede advertir también en los nombres de la época stalinista, sino que es la evolucionada sustancia creada por los oscuros artesanos que construyeron las catedrales góticas, las murallas romanas o los frisos etruscos. Es patrimonio de los panaderos que amasaron el pan para que comiera Boticcelli mientras pintaba sus vírgenes, o de los campesinos que labraron la tierra para alimentar el cuerpo y la imaginación de Leonardo. Pertenece, en fin, a los genios visibles y a los obreros invisibles que permitieron a los distintos regímenes sociales no solo vivir y soñar sino también desarrollarse. Es una demostración más de la influencia que tiene la base material y corriente de la vida sobre las manifestaciones aparentemente ajenas a ella. Todo el género humano puede y debe reclamar derechos de potestad sobre el arte y su destino.
Esa vanidad del intelectual, ese espíritu de “clero”, presente en Malraux y en los de su género, hace de la cultura y del arte un goce de elegidos. Pero Malraux no solo conoce la historia peor que la prehistoria, sino que parece penetrar menos las leyes de la política. Su altiva afirmación de que “frente a Rusia no están los Estados Unidos sino Europa”, será escuchada con alivio en Estados Unidos y con sobresalto en Europa: la explicación es obvia. El fondo de esa jactancia es otro. Como todos los intelectuales que se ocupan de política con preocupaciones artísticas, Malraux sucumbe a la magia de sus palabras. Su propósito verdadero no era enfrentar a las divisiones motorizadas, sino refirmar la supremacía de los artistas de París ante los “marchands” que comercian telas burguesas en Estados Unidos. Es un despecho explicable: las telas que se pintan en Francia ocupan su lugar generalmente en los museos privados y públicos de la nación norteamericana, donde si bien hay ciertas imposibilidades históricas inmediatas para crear una pintura, están en condiciones de comprarla. Moscú no se inquieta con ese comercio, pues los pintores soviéticos comparten la inquietud de su destino personal con los afanes de la fotografía.
Malraux arguye correctamente que “si se levantaran las etiquetas de los famosos cuadros del realismo socialista se los confundiría con las obras del academismo burgués. El realismo pregonado por los stalinistas no es otra cosa que el triunfo de la pintura burguesa”. El juicio es justo, las conclusiones son falsas.
La burocracia no solo ha logrado asfixiar la revolución, con la modesta participación de Malraux en una época, sino que ha obligado a sus artistas a volver a las primeras experiencias estéticas, ya superadas por Occidente. Esta penuria artística no posee raíces propias: deriva al terreno de las formas procesos correlativos de la economía y la política. El arte no existe sin imaginación creadora, sin la aventura y el desorden más desplegado.
Resulta evidente que el arte soviético no podía aparecer más que bajo esa máscara naturalista del carácter más primitivo, destinada esencialmente a construir artículos iconográficos. Pero así como la burguesía ha dispuesto de siglos para crear un estilo y hasta ha permitido en sus horas de bonanza rebeliones artísticas (fecundas tanto para el arte como para los negocios), el arte soviético nace de una revolución inconclusa. Es un arte de propaganda, vale decir, completamente estéril y circunstanciado.
Bajo el actual régimen político, el arte soviético continuará ocultando y desfigurando su vitalidad. Pero resulta igualmente indiscutible que Malraux y sus atemorizados amigos no salvarán al arte soviético ni a ningún otro. No son portavoces del futuro, sino sombríos profetas del pasado. La crisis histórica que asola a Europa ha establecido el límite final a las fuerzas creadoras de su arte. De una manera aforística, el escritor italiano Césare Pavese ha definido la situación:”los que saben escribir no tienen nada que decir y los que tienen algo que decir no saben escribir”. Difícilmente Malraux podría encontrar una respuesta más adecuada.
La unidad necesaria entre Oriente y Occidente deberá realizarse. Las leyes de esa unificación pertenecen a la ciencia política. A la crítica artística incumben por su parte, las conjeturas de una suprema unidad espiritual capaz de asimilar las riquezas artísticas del pasado, más allá de la bárbara prehistoria que vivimos. A la clase trabajadora le corresponderá, por vez primera, la primogenitura de esa herencia.
Especial para La Prensa
22 de junio de 1952
Crítica de Ramos a las letras de su tiempo
Presentamos un nuevo texto, inédito en Internet, del joven intelectual trotskysta Pablo Carvallo (léase: Jorge Abelardo Ramos). Como en casi todos los anteriores, se trata de una reflexión sobre la situación de crisis de las letras y las artes europeas de su tiempo, vale decir los años de la segunda posguerra. En este caso la indagación de Carvallo se centra en el burocratizado arte stalinista, cuya indigencia estética “deriva al terreno de las formas procesos correlativos de la economía y la política”, y en el pensamiento no menos decadente de la intelectualidad burguesa europea, encarnada en la figura prototípica del escritor André Malraux (1901-1976). Este arqueólogo aficionado, aventurero, novelista y funcionario público francés, ya no tan leído entre nosotros, ostentaba por entonces una aureola prestigiosa de abnegado luchador por la “libertad del espíritu”. La crítica de Carvallo por momentos se torna regocijante. A la arrogancia europea de Malraux, que en un congreso de escritores había afirmado que en materia cultural “América es un apéndice de Europa”, nuestro crítico responde: “Europa sigue produciendo libros e ideas de la misma manera que a un muerto le crecen por un tiempo las uñas”. Y concluye, profético: “Atenas no fue menos culta: solo los especialistas leen hoy las inscripciones de sus piedras solitarias. Por las ruinas del brillante foro romano ambulan los turistas filisteos y en sus pedestales bañados por la luna duermen los vagabundos”.
Juan Carlos Jara
Responsable del Hallazgo y Digitalización