La crisis de un arte posible

Por Pablo Carvallo

La más joven de todas las artes parece tocar ya los umbrales de su extinción. La industrialización del cine ha cerrado el camino para la aparición de un arte posible. Nacido de una invención mecánica, su breve historia parece agotarse en el abismo de la producción en masa, rechazando así la contribución más esencial de sus orígenes; el cine surgió como el modo de expresión aportado por el siglo XX, pero no solo como una generalización y resumen de las artes conocidas sino por la insinuación de un estilo nuevo de comunicación estética, una instrumentación sinfónica y penetrante de la imagen, el sonido, el color y el relieve en movimiento. La fantasía encontraba allí un campo ilimitado y desconocido, todas las tendencias expresivas cobraban derechos de ciudadanía en la pantalla, la vida real y las otras vidas reflejaban sus rostros, con una densidad, una mutabilidad y una fuerza nuevas. Pero si en las artes anteriores y bajo todos los regímenes sociales, lo que llamamos humanidad había estado al margen de su disfrute, el cine se caracterizó desde sus comienzos por abarcar a las grandes masas. Era, al fin y al cabo, la manifestación de la internacionalización del capitalismo moderno: el público era el mercado. Si un príncipe fue el único cliente de Mozart, millones de espectadores ya eran la clientela de Goldwyn.
Esta relación directa entre el primer arte de masas y la economía mundial del imperialismo, neutralizó inmediatamente su desarrollo como arte. El cine estaba destinado espontáneamente a la multitud, por sus características de expresión, por su simplicidad, eficacia y seducción misteriosas. Si sus experiencias iniciales se realizaron en Francia, en Estados Unidos encontró rápidamente el ámbito natural. De los ejercicios artesanales se pasó a la gran industria casi sin transición aparente: la velocidad no sólo era una de las leyes íntimas del cine, sino también el estilo de un proceso industrial.
La nación norteamericana había salido de los salones bostonianos donde se recitaba a Longfellow para encontrar en Whitman al poderoso cantor de la locomotora y de la supremacía blanca. La marcha hacia el oeste había concluido, los tiroteos resonaban aún en los bares de pino con espejos, cuando una red de bancos se extendió por el inmenso territorio para fijar la estructura de un nuevo poder. Ni la pintura, ni la música, ni la escultura tuvieron tiempo de aparecer en esta atmósfera de campamento minero. Foster se encontró con que el folklore norteamericano no podía buscarse en los gritos de guerra de los pieles rojas. Debió conformarse con el rico venero melódico de los esclavos africanos. Las canciones de Foster fueron una lívida e innocua estilización de esos ritmos melancólicos y ardientes. Así nació la “tradición” musical norteamericana. Como se ve, no sólo los plantadores algodoneros aprovecharon a los esclavos.
Nueva York había suplantado sus casas de madera, talladas con cornisas pomposas, por los edificios de cemento. Edison manipulaba en sus laboratorios hilos incandescentes, la explosión de un modelo nuevo y vigoroso de capitalismo surgía en tierra norteamericana. El proletariado de las ciudades veía disiparse en el humo de los altos hornos las ilusiones de una prosperidad para todos; el paraíso de las oportunidades se reducía a la cúspide de la pirámide social. El cine surgió en ese momento como el arte monstruoso de una sociedad que requería ilusiones para vivir, puesto que la realidad no dejaba lugar para ninguna. Hacía falta imitar aquel circuito que los británicos inventaron para China en el siglo XIX: los chinos no necesitaban ninguna mercadería de Occidente, pero era necesario a los comerciantes de Londres crear un mercado. Entonces exportaron opio, realizando así una operación de doble efecto, la de aletargar la voluntad de gran parte de la población y habilitar un mercado. El imperialismo norteamericano reinventó el opio cinematográfico y ganó dinero y poder. Las farsas mudas de Mack Sennet, imbuidas de comicidad teatral, y de recursos simples (recuérdese la introducción de la torta de crema), fueron una mezcla de circo y de teatro de polichinelas más la noción de la velocidad. El secreto del cine fue la velocidad, el vértigo y la embriaguez por el vértigo, el desafío al nervio óptico y el descubrimiento de un nuevo alcohol. Los films cómicos, en manos de industriales sagaces y ejecutivos, introdujeron porciones de erotismo, que aumentaron el interés público. El celuloide era barato, los actores abundantes, el mercado inicial abarcaba dos océanos. La construcción de salas de proyección fue simétrica con la aparición de múltiples estudios. Rápidamente surgieron en California yacimientos de oro que no requerían picos sino cámaras. Una infracción a las leyes de la industria y a toda la historia posterior del cine norteamericano fue Charles Chaplin. Para decirlo mejor, Chaplin fue el rebelde tolerado (también rindió su tributo de guerra, con o sin objeción de conciencia). Como correspondía a un proceso de comercialización tan despiadado, Chaplin fue la insurrección romántica, el crítico utópico, el único poeta trágico de la sociedad norteamericana. La ingenuidad deliberada de su visión resultó implacable. Con Chaplin no sólo se crea un modo inédito de arte dramático, sino que se manifiesta el gran satírico de nuestro tiempo. Pero se trata de un caso único. Los trusts eran tan fuertes que podían permitirse ese lujo. La transformación del cine en industria fue simultánea con la intervención de los bancos en las empresas productoras y la subordinación consiguiente del nuevo arte a la política general del imperialismo. La formación de las comisiones de censura cinematográficas constituyó el símbolo de la importancia que la clase dominante asignó al cine como instrumento de adulteración de la vida, de consolador cotidiano y de terrorismo ideológico. Su enorme fuerza persuasiva, su eficacia didáctica fue comprendida desde el primer momento por la alta banca. Giannini, presidente del Banco de América, abrió el camino de las financiaciones (y de los controles invisibles) y tras él siguió todo Wall Street. Este fenómeno se manifestó sobre todo en Estados Unidos, cuya gigantesca fuerza expresiva exigía desde todos los ángulos la conjugación de las artes, del periodismo y de la cultura oficial para sofocar el pensamiento crítico de las masas. A diferencia de Europa, donde los estadistas poseen la delegación política de los asuntos de la gran industria, en Estados Unidos son los capitalistas privados quienes ejercen directamente su poder en todas las esferas. Los banqueros hicieron y dirigen el cine norteamericano. En Alemania, por ejemplo, la aparición del cine coincidió con la agonía del Imperio y el intermedio tragicómico de la república de Weimar. La gran crisis nacional, con la destrucción de los sueños, la ruina de la pequeña burguesía y el poderoso realismo que impregnaba toda la vida, permitió que el cine asimilara las experiencias expresionistas del teatro de vanguardia y realizaron obras dignas de perdurar. Este periodo concluye en 1933: el régimen nazi esteriliza el cine alemán y lleva a cabo sin sutilezas y de un solo golpe la misma tarea que el cine norteamericano realiza en pequeñas dosis. Las necesidades políticas del día son filmadas, el arte permanece ausente en este ciclo. Por su parte, el cine soviético realiza con Eisenstein y Pudovkin su entrada triunfal: estos demuestran que el cine pertenece a las artes. “Acorazado Potemkin” y “Tempestad sobre Asia” traen la modernidad a la pantalla -una lección de luz, de vigor y de simplicidad-en el mismo momento en que Rodolfo Valentino y los banqueros del Oeste distribuyen sus lágrimas falsificadas y su operística letal a los necesitados de olvido. El cine soviético, sin embargo, corre la suerte de las otras artes de ese país., Por el mismo motivo que poetas como Maiacovsky y Essenin se suicidan, o Alejandro Block y Pasternak enmudecen, los mejores realizadores del cine soviético se burocratizan, que es al arte la forma peor de la muerte. Las últimas obras de Eisenstein constituyen una muestra de sofisticación histórica, insalvables a pesar de su potencia…: “Alejandro Nevsky” e “Iván el Terrible” poseen más violencia que fuerza, más teatro que cine, más espíritu de compromiso que impulso épico.
La agonía del cine soviético, no obstante, es una agonía. El cine norteamericano, en cambio, ya nace como un fracaso colosal. Solo perdurará una obra –“El ciudadano”-, primera y última tentativa individual de fundir el arte con el cine. A la manera de Chaplin, Orson Welles es el otro caso aislado de los Estados Unidos. Pero a diferencia de Chaplin, que partía de lo cómico para llegar a la tragedia individualista, Welles desenvuelve un tema trágico para revelar una sátira de lo colectivo. Por vez primera, la crueldad y el rigor de la crueldad dominan la pantalla, vale decir, allí vive el espíritu de nuestra época. Los climas idílicos son desterrados, nada es dejado al azar y las pasiones humanas alcanzan una temperatura demoníaca y mezquina a la vez. Toda la sordidez y el sentimiento de poder del hombre de la plutocracia yanqui retratado en el film, quedarán no solo como la realización suprema del cine de Estados Unidos, sino como el testimonio despiadado de una clase todopoderosa y vacía.
Orson Welles paga ese pecado de lucidez excepcional con su actual destierro europeo. La obra de este exilio voluntario demuestra que un artista despojado de su medio histórico se encuentra impotente para realizarse. Un Orson Welles filmando “Macbeth” u “Otello” se desploma en un virtuosismo banal. He ahí su tragedia íntima. Como toda su personalidad se formó y aún se derivó de la atmósfera del capitalismo norteamericano, el drama se planteó entre su potencia satírica que tendía a refractar artísticamente su medio social y la imposibilidad virtual de la ejecución. La alienación de Welles en el espacio y en el tiempo -en Europa y en fuga hacia los clásicos – expresa con rasgos patéticos su inevitable frustración y la ausencia de visibilidad del cine en las condiciones de dominación mundial del imperialismo.
Si esto le ha ocurrido al más grande de los hombres de cine norteamericanos, es fácil inspirar el destino de los otros. Ningún tema ha permanecido al margen de la atención de esta industria y ningún film ha escapado a la falsificación. La cuestión negra es uno de los problemas esenciales de esa nación. Los films sobre negros han sido y son obras blancas, generalmente presentados bajo la visión de “blancos comprensivos”. Los negros aparecen como criaturas un poco tontas, virginales, pero con frecuencia honestas. El negro es casi siempre camarero de tren y la negra es una cocinera piadosa. El blanco que cree que los negros tienen derecho a no ser golpeados en la calle triunfa sobre el blanco sectario que afirma la criminalidad intrínseca del negro. Tal es el sentido general, muy edificante. Los admiradores de la democracia norteamericana se conmueven al ver en la pantalla estas visiones beatíficas. La cuestión negra se manifiesta en el cine con el mismo carácter evasivo que en los films sobre la crisis agraria, la desocupación, la guerra o el amor. Con las epopeyas del dinero alternaron las películas de impudicia histórica: las obras sobre la revolución francesa se presentaron siempre bajo el ángulo de los intereses británicos de la época de Pitt, asumiendo la defensa de la aristocracia corrompida (cuyos nobles integrantes eran invariablemente nobles); en el mejor de los casos los girondinos eran los varones prudentes; todos los films de este género condenaban los excesos de la plebe, del mismo modo que los terratenientes parasitarios del Sur en la guerra de Secesión desfilaron por los estudios de Hollywood como la encarnación de las virtudes caballerescas, pese al esclavismo los films sobre la India rindieron tributo a la amistad anglosajona: el heroísmo de los lanceros británicos, luchando por imponer la civilización a los hindúes, asesinos y barbudos, fue presentado por los films norteamericanos como la expresión más pura de las abnegadas empresas colonizadoras. Los villanos de las historietas de “cow-boys” del Oeste fueron siempre mejicanos. En el hampa urbana de los films de pistoleros, los “gangsters” asumieron apellidos italianos. Los millonarios eran persuadidos por el Evangelio, los espías se rendían al embrujo del amor, la dactilógrafa se casaba con el gerente, el huelguista era un mal obrero (pero se reformaba), la miseria era un descuido subsanable, el periodista venal terminaba con remordimientos. Fue la glorificación del éxito y la infamia dulcificada, la verdad triunfante y la Medusa vencida: fue el Cine.
Sobre el empirismo vulgar domina la vida filosófica norteamericana, el pudor más estricto vigila para que el cine no manifieste el rostro real y los conflictos internos de la nación. En Estados Unidos puede aparecer todavía algún libro valeroso, asumiendo el riesgo de quedar empaquetado en los depósitos, por el boicot de las grandes distribuidoras. Pero aún en ese caso, y por su misma naturaleza, un libro obtiene un ámbito reducido. El cine, en cambio, apela directamente a la conciencia y a la inconsciencia de las grandes masas, es una droga o un violento alerta. Obviamente, la censura se ejerce sobre el cine de manera estricta, mediante un código no escrito que posee fuerza de ley. Si sobre la base de la desintegración orgánica de las viejas plutocracias europeas aún puede concebirse un cine “neorrealista” como el italiano (por otra parte reducida a concepciones un tanto nihilistas) o a sátiras superficiales en las que son maestros los franceses, en el cine norteamericano la critica social está prohibida. La democracia norteamericana se destaca en el resplandor crepuscular del cine moderno como una gigantesca farsa en tecnicolor. La fuerza y la gracia del cine han sido despilfarrados en la producción en masa y en la completa subyugación a los monopolios financieros que lo dirigen. El cine permanece como un universo inédito, como la gran sospecha de un arte inconcluso. Resumen espléndido de todas las artes, las películas están en contradicción con las necesidades estéticas de la humanidad, pero ninguna contradicción parcial se resuelve por sí misma. El arma técnica forjada por los investigadores está en manos de los mercaderes. Su crisis coincide con la crisis general del capitalismo. Nada podrá salvarlo. Las generaciones sucesivas rescatarán su potencia mágica: el contenido misterio de las luces y las sombras quedará relevado. Un nuevo mundo estético más rico que la vida, pero que se nutrirá de ella, tendrá comienzo.

La Prensa, 6 de julio de 1952


Ramos y el cine

Escasas son las páginas que Jorge Abelardo Ramos dedicara al cine. Recordamos una crítica (laudatoria) de “Miss Mary”, la película de María Luisa Bemberg, en los años ‘80 y muy poco más. Tal vez la explicación se halle en este artículo de juventud, crítica aguda y sagaz -que no ha perdido actualidad-al cine de Hollywood y, por extensión, a los medios de difusión que el imperialismo convierte en vehículo de propaganda de su política de dominación mundial. El arte cinematográfico –dice el joven Ramos-, convertido en manos del imperialismo y el gran capital en un “arte monstruoso”, oculta un esencial objetivo: “sofocar el pensamiento critico de las masas”. Excepciones: el expresionismo alemán, Eisenstein, Charles Chaplin -héroe romántico y utópico que también paga su tributo a la propaganda de guerra-, y el Orson Welles de “El ciudadano”, esterilizado más tarde al evadirse más o menos voluntariamente hacia otro medio histórico y hacia otra geografía. La crítica “apocalíptica” de Carvallo-Ramos no se centra, sin embargo, en el cine como posibilidad técnica y artística sino a la manipulación que ha hecho de ella la gran industria. “El arma técnica forjada por los investigadores está en manos de los mercaderes” –constata Ramos. Y de inmediato se entusiasma: “Las generaciones sucesivas rescatarán su potencia mágica”.

Por Juan Carlos Jara

Responsable del hallazgo y digitalización



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