Juventud y agonía del surrealismo
por Pablo Carvallo
Se supone que una guerra es un acto independiente de la historia humana, un minuto negro, un bautismo escarlata y un asunto de los políticos profesionales. Esta disociación deliberada de un proceso tan múltiple ha contribuido a cortar las raíces que unen al arte con los acontecimientos de la realidad visible. Un examen más reflexivo de la cuestión conduciría, sin embargo, a filiar ciertos movimientos artísticos con la crisis de la civilización actual, identidad no siempre legítima, pero que en nuestro siglo deviene insustituible para dilucidar los secretos últimos de la desesperación ética y estética de que somos testigos.
La primera guerra fue “una guerra para acabar con todas las guerras”; los últimos treinta años han probado fehacientemente que un nuevo conflicto será suficiente para acabar con todos los hombres. Fue precisamente en 1916, cuando los ejércitos europeos completan sus tareas de exterminio recíproco y los pastores de almas a lo Bertrand Rusell o Romain Rolland invocaban el sentido común para sellar la paz, que Tristán Tzará, un poeta rumano, fundaba en Suiza el movimiento “Dadá”
El dadaísmo constituyó una revelación mágica para la joven generación intelectual, hundida en el barro de las trincheras. Se trataba de una respuesta irracional, espontánea y aparentemente absurda, al caos del mundo. Los poetas de veinte años proclamaron con inaudita violencia verbal su derecho a la rebelión artística, a la destrucción de los viejos valores, la burla trágica contra la falsa seriedad académica, el “porque sí” contra la pompa. Tzarà compone poemas químicos o estáticos, afirma que “el pensamiento nace en la boca”, sus amigos depositan ramos de flores a los pies de un maniquí y despliegan una técnica de espectacular provocación en las atónitas calles de Zurich o París, promoviendo escándalos en los teatros, en las exposiciones o en los cafés.
Era una exploración típicamente romántica contra una sociedad que los ahogaba: al manicomio del capitalismo los artistas oponían su propio manicomio, a la hipócrita sociedad del mundo oficial se contestaba con una seriedad dramática, escondida bajo la máscara poética. El dadaísmo rechazaba paradójicamente al arte y adoraba los productos humildes de uso común, inventaba máquinas inverosímiles y poemas de una asombrosa alquimia. La desesperación había llevado a la búsqueda de lo imposible; se había trocado en una esperanza sin límites, en un júbilo físico por lo nuevo, en una execración de lo viejo, lo vano y lo falso.
Mientras los vencedores de la primera guerra se repartían el mundo colonial y las posesiones asiáticas y africanas, probando que el objetivo de la guerra era un grandioso fraude, el dadaísmo se convertía en el eje de toda la nueva generación europea de intelectuales, harta del fraude y de las formas caducas. Un periodista de la época describe en estos términos las farsas iniciales de un acto público del dadaísmo: “Con el mal gusto que los caracteriza, los dadaístas esta vez han apelado al resorte de lo terrorífico. La escena se desarrolló en un sótano y todas las luces estaban apagadas en el interior del local. Por una trampa subían gemidos. Un gracioso, escondido tras un armario, injuriaba a las personalidades presentes… Los dadaístas, sin corbata y con guantes blancos, iban y venían de un lado al otro… Andrés Bretón masticaba fósforos, Ribemont-Dessaignes gritaba a cada momento: ‘Llueve sobre una calavera’. Aragón maullaba. Philippe Soupault jugaba a la escondida con Tzará, en tanto que Benjamín Peret y Chouchoune se daban la mano continuamente. En el umbral, Jacques Rigaut contaba en voz alta los automóviles y las perlas de los concurrentes…”
El dadaísmo estaba poseído de un nihilismo de alta tensión, corrosivo, acústico, grotesco. Era una liberación de la represiva atmósfera de guerra y del estancamiento general del arte. Pero no tenía fines creadores. La necesidad de un movimiento que cristalizara las victorias de esa rebelión originó la divergencia entre Andrés Bretón y Tristán Tzará. Al programa de “Dadá”: “Nada, Nada, Nada”, se opuso la afirmación apasionada de Bretón: “Sólo lo maravilloso es bello”. El surrealismo nacía en 1922 con esa ruptura, pero sólo tomaba de “Dadá” algunas gotas de ácido nítrico; el resto de su doctrina debía buscarse en las investigaciones de Freud y en el hastío de la sociedad capitalista, que sublevó a los poetas surrealistas como el “bourgeois” del otro siglo indignaba a Gerard de Nerval.
Bretón y sus amigos se sumergieron en el psicoanálisis como en un misterioso océano: postularon la “escritura automática”, el relato de los sueños cotidianos vertidos sin esfuerzo en el papel o la tela, la indagación frenética del destino humano. Se enteraron de la concepción de Einstein sobre la naturaleza del universo y juzgaron que algo realmente “nuevo” se insinuaba en el mundo. La revolución rusa contribuyó poderosamente a inyectar energía al surrealismo, que a pesar de rehusar confundirse con esa tendencia política, se expresó de la revolución como si fuera la suya: si en la primera etapa el órgano del grupo de Bretón se titulaba “La revolution surrealiste”, en la segunda apareció ya como “Le surrealisme au service de la revolution”.
Esta aparente amalgama entre el instinto y la razón, el subconsciente y la máquina, Isidoro Ducasse y Lenin, entre el nihilismo hacia la cultura y un arte nihilista, entre el surrealismo y el comunismo, fue uno de los rasgos más característicos de ese movimiento que como toda escuela romántica reunía el candor con el calor, la furia con la debilidad. El surrealismo, aún en sus mejores momentos, no expresó otra cosa que la irritación de algunos poetas frente a la quiebra de la tradición occidental. Freud no es responsable de un malón estético semejante que, sin embargo, ha influido en el estilo posterior de la literatura. “Una confesión que usted debe recibir con tolerancia –escribía en 1932 Freud a Bretón-: a pesar de que he recibido tantos testimonios de interés de usted y sus amigos hacia mis investigaciones, no estoy en situación de entender claramente lo que es y lo que quiere el surrealismo. Puede ser que yo no sea hecho para comprenderlo, ya que estoy tan alejado del arte”.
El surrealismo pretendía implicar toda una concepción del mundo y de la vida, un modo activo de ser y de creer, despojado de los hábitos y de los mitos tradicionales. Volviéndose hacia los tótems de la selva, asumiendo los surrealistas mismos gestos selváticos, apedreando las academias en un sentido literal de la palabra, abominando del trabajo y exigiendo un febril ocio consagrado a los placeres y a la búsqueda de lo milagroso en estado bruto, el surrealismo vivió como un capítulo singularmente ruidoso durante el periodo comprendido entre las dos grandes guerras. La mayor parte de sus adherentes en las primeras horas se–como Luis Aragón, Paul Eluard e incluso el precursor Tristán Tzará.
Rechazando toda relación con la literatura (Bretón escribía: “nada tenemos que ver con ella”) los surrealistas querían la “total liberación del espíritu” y unir “la palabra surrealismo a la palabra revolución, únicamente, para mostrar el carácter desinteresado, desvinculado y hasta absolutamente desesperado de esta revolución”. Extraña coincidencia entre aquellos jóvenes literatos –a pesar suyo- de 1922, que abrían encuestas tituladas: “¿Es una solución el suicidio?” y los modernos existencialistas de Sartre, en quienes la palabra “desesperanza” aparece como un “leiv- motiv”. Si la primera posguerra originó la triunfal irrupción del surrealismo orgulloso de su juventud y tocando los tambores de un nuevo verbo, la segunda posguerra cobijó al existencialismo: un discursivo movimiento fúnebre que refleja la crisis pero no la contraría, pues es la conciencia razonante de que no existe salida terrestre. Con un método filosófico, Sartre vuelve a encontrarse con la misma conclusión obtenida por Tristán Tzará con medios instintivos: Nada, Nada, Nada.
El surrealismo, reducido a Bretón y a un núcleo sobreviviente, ha agotado ya sus posibilidades creadoras. Si la crisis de 1920 lo lanzó a la vida, la crisis de 1952 lo ha devuelto al vacío definitivo, es decir, pertenece ya a la historia de la literatura, esa especie de muerte civil que hubiera aterrado al Bretón de otros tiempos. La lección del surrealismo es, quizás, que una gran aventura estética no puede triunfar por sí misma. Cumplió su función de acelerar el crepúsculo de los mitos: ahora el propio surrealismo es otro mito sepultado.
LA PRENSA, Suplemento Cultural.
Domingo 27 ABRIL de 1952
Presentamos nuestra tercera entrega de los escritos de crítica literaria de “Pablo Carvallo”, seudónimo juvenil de Jorge Abelardo Ramos. En esta ocasión su tema es el movimiento surrealista. Nos interesa destacar dos aspectos laterales en este artículo de 1952. Primero, el uso del humor mordaz y corrosivo que fue una de las características relevantes del Ramos posterior; por ejemplo cuando habla de los autores volcados “a las musas mejor retribuidas del stalinismo” o cuando expresa: “la primera guerra fue ‘una guerra para acabar con todas las guerras’; los últimos treinta años han probado fehacientemente que un nuevo conflicto será suficiente para acabar con todos los hombres”. En segundo término, su clara perspectiva acerca de la relación entre el hecho literario y “los acontecimientos de la realidad visible”. La metodología esbozada en los primeros párrafos del texto le servirá para enmarcar un lustro más tarde las penetrantes indagaciones de “Crisis y resurrección de la literatura argentina”, libro tan imprescindible como largamente silenciado. Él constituye, a nuestro juicio, una suerte de colofón, en clave nacional, de la serie de artículos del diario “La Prensa” que venimos rescatando en esta sección.
Juan Carlos Jara
responsable del hallazgo y digitalización
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de la Izquierda Nacional