Tupac Amarú y la revolución social en Nuestra América
Por Elio Noé Salcedo
En el capítulo dedicado a “la revolución de Tupac Amarú” de su libro “La rebelión permanente. Las revoluciones sociales en América Latina” (2011), el chileno Fernando Mires explica -sin ubicar en ese esquema a los sectores criollos “no propietarios”- que había dos vertientes principales de rebeldía en Hispanoamérica: la de las clases propietarias criollas (agrarias y/o mineras), amenazadas por los españoles en sus intereses inmediatos, y la de los sectores indígenas, que protestaban por muchas y variadas razones: las arbitrariedades de los Corregidores, los injustos y desmedidos tributos-impuestos (punto de coincidencia con los criollos), los repartos de indios varones y mujeres, los distintos sistemas de servidumbre, las condiciones indignas en los obrajes y hasta el incumplimiento de las Leyes de Indias, aparte de persistir “en recuperar parte de aquel pasado del que fueron tan violentamente desposeídos”.
La primera revolución social de Nuestra América
Al menos en el momento inicial, sostiene Mires, “esas dos vertientes” -en realidad tres, como hemos advertido-, confluyeron en la revolución tupamarista que, bajo la dirección del caudillo inca, hizo confluir en una sola dirección política a dichas corrientes, más allá de que tuvieran intereses sociales y económicos diferentes.
La imposibilidad de encontrar un lugar común en la lucha, como de una u otra manera les brindaría después la revolución independentista, terminó por quitarle al movimiento su empuje inicial. Cabe aclarar aquí que, si bien las “clases propietarias criollas” dirigirían luego la revolución, había ya a esa altura una clase criolla desposeída o “no propietaria” en todo el territorio americano, que sufría el absolutismo español y no participaba tampoco de los negocios de la oligarquía criolla.
Sin embargo, como bien dice Mires, la rebelión tupamarista se transformó en una verdadera revolución social: “la primera revolución social hispanoamericana” –y la más grande-, “punto de articulación de un descontento generalizado de vastos sectores de la población indo-hispano-americana durante el período colonial”.
El gran alzamiento indígena-criollo tuvo su epicentro en un área delimitada por las ciudades del Cuzco y Potosí hasta Jujuy -corazón hasta entonces de la economía virreinal peruana- “zona rica en yacimientos de plata y en donde tuvieron lugar las formas más espantosas de explotación de la fuerza de trabajo indiana”.
La revolución de Tupac Amarú
Para Mires, el movimiento de José Gabriel Condorcanqui -Tupac Amarú– “fue punto de culminación de muchos intentos aislados de resistencia y a la vez punto inicial o precursor de la independencia de América”, situado “en el justo medio entre dos procesos (no necesariamente relacionados directamente entre sí): uno, el de la resistencia indígena tardía frente a la colonización hispana; el otro, el de la independencia política de las naciones hispanoamericanas”.
El movimiento tupamarista -más allá de su fracaso final-, hizo germinar el espíritu libertario de los americanos, puesto de manifiesto definitivamente en la luego triunfante Revolución de la Independencia. Aclaremos que, por entonces, ni criollos ni indígenas ni negros, mulatos y mestizos que formaban parte del movimiento, cuestionaban la legitimidad del poder de la Corona (Tupac Amarú lo haría recién al final, en el momento de mayor debilidad), de allí que en su primer edicto, después de ejecutar al Corregidor Juan Antonio de Arriaga y destruir los obrajes de Pomacanchi y Quipucocha en su marcha hacia el Cuzco, el líder indígena dejaría escrito: “Por cuanto el Rey me tiene ordenado proceda contra varios corregidores…”.
Es más, tratando de mantener su buena relación con las autoridades eclesiásticas y no contradecir la fe que profesaba, manifestaría: “El ejemplar ejecutado en el corregidor de la provincia de Tinta lo motivó asegurarme que iba contra la Iglesia, y para contener a los demás corregidores fue indispensable aquella justicia… de mi orden ninguno ha muerto sino el corregidor de Tinta a quien, para ejemplar de muchos que van contra la Iglesia, lo mandé colgar”.
Del mismo modo, en el “Bando de la Libertad de los Esclavos” del 16 de noviembre de 1780, al constituir una especie de “frente social antieuropeo” sin distinción de razas, clases ni ocupaciones, aquel “Indio de la Sangre Real de los Incas y Tronco Principal” haría saber “a los peruanos vecinos estantes y habitantes de la ciudad del Cuzco, Paysanaje de Españoles y Mestizos, Religiosos de todos los que contiene dicha ciudad, Clérigos y demás personas distinguidas que hayan contraído amistad con la Gente Peruana, concurran en la misma empresa que hago favorable al bien común de este Reyno por constatarme las hostilidades y vejámenes que se experimente de toda Gente Europea, quienes sin temor a la Magestad Divina ni menos obedecer a las Reales Cédulas que Nuestro Natural Señor (el Rey) enteramente han preparado sobrepasando los límites de la Paz y quietud de nuestras tierras haciendo vejamen y agravios, aprovechándose del bien común, dejando aun perecer a los nativos. Y como cada de por sí tiene experimentado el riguroso trato europeo; en esta virtud han de concurrir con excepción de personas a fortalecer la mía, desamparando totalmente a los chapetones (españoles) y aun que sean Esclavos, a sus amos, con aditamentos de que quedarán libres de la servidumbre, y faltando a la ejecución de lo que aquí se promulga, experimentarán los contraventores, el rigor más severo que en mí reservo a causa de la desidia, indefectiblemente sean Clérigos, Frailes o de otra cualquiera calidad y carácter”.
Tupac Amarú ganó batallas y siguió su marcha hacia el Cuzco liberando pueblos. Pero los criollos y eclesiásticos, que al principio lo habían apoyado -asustados por la radicalidad que adquiría el movimiento y debido a sus propios intereses y objetivos-, comenzaron a abandonar al conductor y el movimiento comenzó una etapa vacilante. No obstante, Tupac Amarú trataría de agotar todas las posibilidades a fin de no romper el bloque indígena-criollo.
Aún contra la opinión de su esposa –Micaela Bastidas-, que tuvo gran protagonismo en la gesta, como muchas otras mujeres, “el caudillo esperó hasta el último momento concertar alguna relación de compromiso, pues sabía que, de no ser así, el movimiento estaba perdido”. Y así fue.
El abandono de sus aliados criollos y eclesiásticos, la traición de muchos de su sangre (traicionado nada menos que por veinticuatro caciques), los errores del propio Tupac Amarú, que dejó rearmarse al enemigo en lugar de atacarlo, y la gran concentración de fuerzas a la que apeló el bando realista, selló el destino de aquella revolución: Tupac Amarú fue ejecutado y descuartizado junto a su esposa, sus hijos, parientes y amigos.
“Habiéndose aislado la revolución tupamarista del bando criollo -concluye Mires-, tuvo lugar una polarización de la sociedad colonial peruana en dos frentes: uno, el de la clase colonial (que integraban en esa coyuntura también los criollos); el otro, formado por los indios, además de negros, mestizos y mulatos. Pero en esas condiciones el movimiento no tenía la menor posibilidad de triunfo”.
Cabe a nosotros reflexionar en pleno siglo XXI sobre la imposibilidad de avanzar en el rescate y recreación de nuestros derechos políticos, económicos, sociales y culturales sin una conjunción de esfuerzos y la reunión de la mayoría de los latinoamericanos en un frente y un proyecto común que resuelva todos nuestros problemas nacionales pendientes. De eso se trata la “cuestión nacional” común no resuelta, y no la reivindicación de Estados plurinacionales o de agregar nuevas naciones a nuestra ya dividida y debilitada Patria Grande.
La segunda revolución tupamarista
Así como las injusticias contra las que luchaba José Gabriel Tupac Amarú y su movimiento social no desaparecerían con la muerte del caudillo popular, tampoco la revolución que él había comenzado dejaría de tener vigencia. Resulta un acto de estricta justicia reivindicar también a los héroes de la llamada “segunda revolución tupamarista” que, como en la primera, lucharon por la liberación del oprobio al que habían sido sometidas las “castas infames” (indios, negros, mulatos y mestizos) y por la implantación de la justicia social en el Bajo y en el Alto Perú.
Casi al mismo tiempo que Tupac Amarú comenzaba su gran revuelta social (o quizá como consecuencia de ella), estallaba en el Alto Perú “un movimiento revolucionario indígena de proporciones similares”. La encabezaba Tupac Catari -cuyo nombre originario era Julio Apaza– descendiente de Tomás Catari, legendario caudillo inca que había muerto luchando contra los corregidores españoles tras sucesivas revueltas.
Tal era la conciencia adquirida durante la revolución de Tupac Amarú que, a pesar de la derrota, ella produjo nuevos caudillos carismáticos. Tupac Catari pertenecía a la clase de los “forasteros”, “enorme población indígena errática conformada tanto por aquellos indios cuyos sistemas de producción originarios habían sido destruidos y no habían sido incorporados (a los sistemas serviles o esclavos de explotación colonial), como por aquellos que habían logrado escapar de los sistemas de explotación imperantes”. Los indios “forasteros” eran errabundos y a veces eran empleados en trabajos de tipo ocasional o en los “obrajes”, “verdaderas industrias primitivas (sobre todo textiles) donde los indios trabajaban a cambio de salarios miserables” y “pésimas condiciones de trabajo”. Pero por lo general “eran verdaderos parias: ni registrados por censo alguno, ni empadronados por ninguna autoridad, sin tierras, sin jefes, sin ley”.
Debido a su condición nómada, “los forasteros eran por lo general excelentes guerreros, y como los caracterizaba un odio sin límites hacia los españoles, podían ser reclutados fácilmente por los jefes indios rebeldes”, por lo que “el considerable número de indios forasteros (en algunas partes llegaba al 40% de la población indígena) era un permanente potencial de rebeliones y revueltas de todo tipo”.
No es casual -señala Fernando Mires- que en las zonas donde hubo mayor número de rebeliones, como Cochabamba, Oruro y el Cuzco, el número de indios forasteros también fuera mayor. Ni curaca (cacique), ni siervo, ni esclavo, a esa clase de indios que no tenía nada que perder y mucho que ganar pertenecía Tupac Catari, que, igual que Tupac Amarú, contaba entre sus soldados a su esposa –Bartolina Sisa– y a su hermana –Gregoria Apasa-.
En esta segunda revolución, “las manifestaciones indigenistas del movimiento se sobrepusieron a todas las demás”. La autonomización del movimiento indígena de Catari, desvinculado de cualquier lazo con los criollos, “aumentó en fuerza y extensión” en las poblaciones de gran concentración indígena.
A ellos recurriría Diego Cristóbal Tupac Amarú –primo hermano y lugarteniente de José Gabriel-, que ante el apresamiento del caudillo tomó la conducción del movimiento derrotado y, después de sus infructuosos esfuerzos por liberar a Tupac Amarú, concentró sus fuerzas en el Alto Perú, desde donde intentó establecer conexiones con los contingentes comandados por Tupac Catari.
“La articulación de ambas rebeliones -señala Mires- permitió que durante un breve período se formara en el Alto Perú una suerte de “territorio libre indígena” con un gobierno central residente en la ciudad de Anzángaro y al mando de Diego Cristóbal Tupac Amarú”. Allí encontraron acogida, además de los indios forasteros, indios de las mitas y de los obrajes, gran cantidad de negros, mestizos, cholos, zambos y hasta algunos criollos. No obstante, así como había fracasado el sitio del Cuzco por las fuerzas de Tupac Amarú, fracasó también el sitio de la ciudad de La Paz por parte de las fuerzas de Tupac Catari.
Dos razones -entiende Mires- explican la derrota de esta segunda revolución. La primera fue “la enorme concentración de fuerzas a que se recurrió, pues prácticamente todas las milicias del virreinato fueron puestas en actividad”. La segunda razón, “fue un hábil cambio de estrategia de parte de las autoridades españolas que, avistando que entre los indios también había disensiones, buscaron dividir el movimiento”. A través del llamado “Decreto del Perdón”, el 12 de septiembre de 1781, el virrey Jáuregui no solo ofreció respetar la vida de aquellos que se rindieren, sino que además “prometía una serie de concesiones referentes a limitaciones de los corregimientos y repartos, mejores condiciones de trabajo y una mayor autonomía para los caciques”.
El Decreto cumplió su cometido y, frente a tales ofrecimientos, “se atizaron las diferencias entre los indios. Muchos caciques, por ejemplo, vieron que en ese instante se abría una posibilidad para reafirmar sus posiciones y se mostraron dispuestos a pactar”. El mismísimo Diego Cristóbal -descendiente de emperadores incas-, “comprendiendo que el proceso no podía durar demasiado sobre la base de un movimiento dividido, se vio en la obligación, a fin de evitar derrotas catastróficas, de aceptar el ofrecimiento del virrey”.
Fernando Mires justifica la aceptación del indulto por parte de Diego Cristóbal, interpretando que su informe de capitulación “no tiene nada de claudicante”, pues allí “se ataca sin miramiento a repartos y corregidores y se aboga por los indios mitayos y los de los obrajes”, pretendiendo así una suerte de reciprocidad en el trato a sus hermanos de sangre a cambio de su renuncia a la lucha.
El abandono de la lucha activa por parte de Diego Cristóbal fue rechazado por las fracciones más radicales del movimiento catarista, “que continuaron una lucha feroz y suicida dirigida por (el cacique) Apaza, Catari y, después, por cualquier otro jefe…”, que no tardó en aparecer.
Finalmente, cuando Diego Cristóbal comprendió que no todas las reivindicaciones indígenas iban a ser cumplidas por la administración colonial, “intentó plegarse a los insurrectos, razón por la cual, como la mayoría de los jefes rebeldes, también fue ejecutado”.
Aunque aquellas revoluciones habían logrado poner en primera línea los intereses de los más pobres y humillados de la sociedad, al no poder concitar el apoyo de todas las clases oprimidas bajo el absolutismo español (negros, indios, criollos pobres y mestizos sin recursos) e incluso de los propietarios de minas y campos cuyas rentas como casta opresora resultaban recortadas por el dominio español metropolitano, la revolución indigenista fracasó.
Recién la Revolución de la Independencia concitaría al final el casi unánime apoyo, entusiasta en las “clases infames”, incluidos los criollos “no propietarios”, y tibio o fingido en la aristocracia de Lima y de la Sierra. Esa sería la clave de su éxito, aunque sin embargo quedarían pendientes, hasta hoy, la resolución de dos cuestiones fundamentales de fondo: la cuestión nacional (unidad nacional de Nuestra América y autonomía y desarrollo económico integral) y la cuestión social (igualdad y justicia social).
El Decreto del Cuzco y los derechos indígenas
El 4 de julio de 1825, Bolívar, Encargado del Supremo Mando, proclamaba en el Cuzco los derechos del indio como ciudadano y prohibía las prácticas de explotación a las que se lo tenía sometido desde los siglos anteriores. El decreto tenía vital importancia y magnitud si entendemos que, incluso, se llegó a temer por la extinción de la población indígena, sujeta a servidumbre en las minas por parte de las clases parasitarias del Alto y Bajo Perú, que habían gobernado hasta entonces. De haberse logrado hacer cumplir este decreto, se hubiera dado un paso fundamental en la revolución social.
Pero lejos se estaba de resolver la cuestión social si no se podía resolver la cuestión nacional –unidad nacional, revolución industrial y revolución democrática– que liberaría a la sociedad colonial de su atraso productivo y de sus desigualdades civiles en general.
Como el propio plan de unidad y federación, aquel decreto socialmente revolucionario no se podría efectivizar en una sociedad atrasada desde todo punto de vista, sin desalojar antes a las oligarquías enquistadas en el poder real. No era que en tantas centenas de años no pasara nada, sino que la relación de fuerzas -con fuerzas divididas por el enemigo a nivel interno y externo– no permitió en tantos años, hasta hoy, vencer el poder de los sectores dominantes, contrarios a la realización nacional y social de América Latina y de los latinoamericanos.
Dicho decreto consideraba: 1º Que la igualdad entre todos los ciudadanos es la base de la Constitución de la República; 2º Que esta igualdad es incompatible con el servicio personal que se ha exigido por fuerza a los naturales indígenas, y con las exacciones y malos tratamientos que por su estado miserable han sufrido estos en todos tiempos por parte de los jefes civiles, curas, caciques y hacendados; 3º Que en la distribución de algunas pensiones y servicios públicos han sido injustamente recargados los indígenas; 4º Que el precio del trabajo a que ellos han sido dedicados de grado o por fuerza, así en la explotación de minas como en la de tierras y obrajes han sido defraudados de varios modos; 5º Que una de las pensiones más gravosas a su existencia es el pago de los derechos excesivos y arbitrarios que conmúnmente suele cobrárseles por la administración de los Sacramentos.
Dadas las mencionadas consideraciones, se decretaba: 1º Que ningún individuo del Estado exija directa o indirectamente el servicio personal de los peruanos indígenas, sin que preceda un contrato libre del precio de su trabajo. 2º Se prohíbe a los prefectos de los departamentos, intendentes, gobernadores y jueces, a los prelados eclesiásticos, curas y sus tenientes, hacendados, dueños de minas y obrajes que puedan emplear a los indígenas contra su voluntad en faenas, séptimas, mitas, pongueajes y otras clases de servicios domésticos y usuales. 3º Que para las obras públicas de común utilidad que el Gobierno ordenare no sean pensionados únicamente los indígenas como hasta aquí, debiendo concurrir todo ciudadano proporcionalmente según su número y facultades. 4º Las autoridades políticas, por medio de los alcaldes o municipalidades de los pueblos, harán el repartimiento de bagajes, víveres y demás auxilios para las tropas o cualquiera otro objeto de interés, sin gravar más a los indígenas que a los demás ciudadanos. 5º Los jornales de los trabajadores en minas, obrajes y haciendas deberán satisfacerse según el precio que contrataren en dinero contante, sin obligarles a recibir especies contra su voluntad y a precios que no sean corrientes de plaza. 6º El exacto cumplimiento del artículo anterior queda encargado a la vigilancia y celo de los intendentes, gobernadores y diputados territoriales de minería. 7º Que los indígenas no deberán pagar más cantidad por derechos parroquiales que las que designen los aranceles existentes o los que se dieren en adelante. 8º Que los párrocos y sus tenientes no puedan concertar estos derechos con los indígenas sin la intervención del intendente o gobernador del pueblo. 9º Cualquiera falta u omisión en el cumplimiento de los anteriores artículos producirá acción popular y será capítulo expreso de que ha de hacer cargo en residencia. 10º El Secretario General interino queda encargado de la ejecución y cumplimiento de este decreto. Imprímase, publíquese y circúlese, Dado en el Cuzco, a 4 de julio de 1825.
Otros proyectos similares
El Decreto del Cuzco era similar y complementario a aquel de Cúcuta (Colombia) del 20 de mayo de 1820, en el que el mismo Libertador, por considerar que “esta parte de la población de la República merece las más paternales atenciones del gobierno por haber sido la más vejada, oprimida y degradada durante el despotismo español”, dictaba la norma para restablecerle todos sus derechos civiles y fomentar su progreso económico y educación. Pero la realidad y los poderes fácticos, entonces como hoy, se llevaban por delante las buenas intenciones, como sigue sucediendo con muchos derechos formalmente vigentes –incluso la Constitución Nacional– pero muchas veces en nuestra historia conculcados de hecho.
El decreto de Cúcuta, en su artículo 1º declaraba: “Se devolverá a los naturales, como propietarios legítimos, todas las tierras que formaban los resguardos según sus títulos, cualquiera que sea el que aleguen para poseerlas los actuales tenedores”. Y en su artículo 15º decía: “Los naturales, como todos los demás hombres libres de la República, pueden ir y venir con sus pasaportes, comerciar sus frutos y efectos, llevarlos al mercado o feria que quieran, y ejercer su industria y talentos libremente, del modo que ellos exijan sin que se les impida”.
Entre 1812 y 1814 en México, el cura José María Morelos, continuador del cura Miguel Hidalgo, y ambos considerados libertadores de México, en los “Sentimientos de la Nación” -documento revolucionario para la época-, proclamaba junto a la idea de soberanía, la abolición de la esclavitud, la eliminación de la tortura y de las castas, al mismo tiempo que la igualdad de los americanos. “Que como la buena Ley es Superior a todo hombre -señalaba-, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el Jornal del pobre…”.
En 1815, el comandante Artigas, en el Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de la Campaña y Seguridad de sus hacendados, también llamado “Reglamento de tierras”, había entregado tierras a los indios. “Los más infelices –decía la resolución-serán los más privilegiados. En consecuencia, los negros libres, los zambos de igual clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suertes de estancia si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad y a la de la Provincia. Serán igualmente agraciadas las viudas pobres si tuvieren hijos y serán igualmente preferidos los casados a los americanos solteros y estos a cualquier extranjero”. La invasión portuguesa, con la connivencia y/o indiferencia del Directorio porteño, frustraría aquella iniciativa.
En el Bajo Perú, en 1824, como hemos dicho ya, Monteagudo, en consuno con el Gral. San Martín, su jefe en el Perú, había hecho dictar leyes que liberaron a los indios y a los negros de su servidumbre secular y se mandó “que en adelante se llamen peruanos”.
En todos los casos, en una sociedad preindustrial, con poco o nulo desarrollo del mercado interno y de las fuerzas productivas, los intereses de una minoría de grandes propietarios que vieron en ello una amenaza, y, en definitiva, el fracaso de la revolución nacional y social, impidieron consolidar todas esas iniciativas y relegaron nuevamente a los sectores indígenas y mestizos al último escalón de la estructura social.
Como se ve, no se trataba de voluntarismo sino de las condiciones económicas en que se desenvolvían, y de las posibilidades que tenían los sectores sociales en su conjunto dentro de aquella comunidad nacional particular, de volcar a su favor la correlación de fuerzas en pugna.
En ese sentido, hoy como ayer, ninguna reivindicación sectorial puede estar aislada, separada ni mucho menos enfrentada a las grandes reivindicaciones nacionales pendientes, so pena de debilitar y frustrar, una vez más, la realización de todos y de cada uno de los sectores y miembros constituyentes de la Nación Latinoamericana, lo que quiere decir que ello debe constituir en su conjunto un solo, mismo y gran proyecto de Nación y Sociedad.