Malinche: la Eva americana

Por Elio Noé Salcedo

Malinche, Malinalli o, definitivamente doña Marina, es por la fecha y las circunstancias de su vida y de su protagonismo en la historia americana, la predecesora y a la vez progenitora de la raza cósmica o latinoamericana, si entendemos por raza cósmica la consecuencia de la fusión genética, cultural, y en definitiva histórica, entre las razas originarias y la raza española.

Su historia, como en general la de muchas mujeres, dada la “falta de registro histórico” de los hechos que protagonizó y los sucesos históricos que generó, descansa en la comodidad de la “leyenda”, esa mezcla de ficción y realidad que huye del reconocimiento histórico.

¿Es casual que las “leyendas” gocen del protagonismo femenino -no así la historia en general- y las historias de mujeres sufran el traslado a un lugar secundario, marginal o solo de mito histórico? O, acaso, ¿es la leyenda y el mito una suerte de reivindicación feminista, que a través de esa expresión resiste la marginación de la mujer en la historia?

Doña Marina fue la madre de Martín, hijo de esta tierra, concebido con Hernán Cortés, y madre de María, la que concibió con su esposo legítimo Juan Jaramillo, después de obtener definitivamente la libertad que le había sido negada desde su pubertad, cuando fue entregada como esclava a los pochtecas.

Amerindia de elevado linaje, hija de un cacique y heredera del trono de Paynala, “sin ella -se asegura- los españoles no hubieran podido conquistar México”.

Jane Lewis Brandt, autora de origen norteamericano, que abreva necesariamente en los biógrafos mexicanos de semejante personaje histórico, en su novela épica acerca de los aztecas y del descubrimiento y conquista de México, presenta la historia de Malinche como la “asombrosa historia de esta brillante muchacha india, que se convirtió en la intérprete, consejera, confidente y concubina de Cortés”. De alguna manera también, Jane Lewis Brandt nos introduce “en la rica historia de México antes de que este país fuera conocido por tal nombre” con la llegada de Hernán Cortés a tierras mexicas.

Así se presenta ella misma en el personaje de la novela épica de Lewis Brand: “Algunos me llaman La Chingada y dicen que fui una ramera. Mienten. La ramera vende su cuerpo; en cambio, yo di el mío, y di mi corazón y mi mente hasta el fin y sin reparar en amarguras. Otros me llaman traidora. Son unos embusteros. Yo no traicioné a nadie. Fui traicionada. Monstruosamente, cruelmente traicionada. Pero es que, desde la hora misma de mi nacimiento, parecí marcada por un extraño destino”.

Por su parte, Laura Esquivel, en su propia novela histórica, la presenta con las palabras proféticas de bienvenida de su padre en el momento de bautizarla después de nacer en aquella región rodeada de lagos y ríos, y muy cercana al mar, entre el Golfo de México y el Océano Pacífico: “Hija mía, vienes del agua, y el agua habla. Vienes del tiempo y estarás en el tiempo, y tu palabra estará en el viento y será sembrada en la tierra. Tu palabra será el fuego que transforma todas las cosas. Tu palabra estará en el agua y será espejo de la lengua. Tu palabra tendrá ojos y mirará, tendrá oídos y escuchará, tendrá tacto para mentir con la verdad y dirá verdades que parecerán mentiras. Y con tu palabra podrás regresar a la quietud, al principio donde nada es, donde nada está, donde todo lo creado vuelve al silencio, pero tu palabra lo despertará y habrás de nombrar a los dioses y habrás de darle voces a los árboles, y harás que la naturaleza tenga lengua y hablará por ti lo invisible y se volverá visible en tu palabra. Y tu lengua será palabra de luz y tu palabra, pincel de flores, palabra de colores que con tu voz permitirá nuevos códices”.

En realidad, de no haber sido por las divisiones que existían dentro de los imperios que imperaban en la región a la llegada de los españoles (sobre todo el Azteca y el Inca) y la sumisión y esclavitud que padecían algunos pueblos de parte de las jerarquías imperiales que regían en los territorios luego “descubiertos” por los españoles, otra podría haber sido la historia. Pero no fue.

La historia de Malinche o Malinalli cambió abruptamente cuando apenas tenía trece años después de la muerte de su padre y de su abuela: Mi madre me había dado una droga. Me había vendido a los pochtecas”.

Los pochtecas eran un gremio de comerciantes de elite, una sociedad de alto prestigio que se distinguía de los mercaderes comunes y que no eran solo comerciante sino también espías de Moctezuma. Vivían en sus propios barrios en ciudades como Texcoco y otras urbes del imperio o Estado azteca. No solo eran viajeros sino eximios comerciantes que distribuían sus productos en toda Mesoamérica y formaban parte de su área de influencia, desde Tlaltelolco y la gran Tenochtitlan (actual ciudad de México) hasta Nicaragua y el norte de México.

Los conquistadores aztecas

En verdad, de acuerdo con las propias tradiciones históricas -refiere Salvador Canals Frau-, en 1168, procedentes del norte u oeste del país, donde residían Toltecasy Totonacos, “los Aztecas o Mexicas comenzaron su gran migración, que les iba a llevar al Valle de México”. Fue así que, en el año 1267, “muy posiblemente con el permiso de los Tepanecas de Azcopotzalco” que residían allí, se asentaron en Chapultepec, sobre la orilla occidental del lago Tetzcoco, suceso que podemos considerar como el “encuentro pacífico”, con sus nuevos vecinos. Sin embargo, comenta Canals Frau, “sobrevinieron conflictos con los vecinos”, nada más ni nada menos “porque los jóvenes aztecas tenían la costumbre de ir a robar mujeres en las comunidades vecinas –“fusión obligada”-, y esto produjo el enojo de los perjudicados”. Todos los perjudicados por los intrusos terminaron uniéndose, “y hacia 1298, batieron a los Mexicas”.

Declarada la guerra entre los antiguos habitantes del lugar y los recién llegados, comenzó un proceso que llevó a los Aztecas a establecer en 1325 su propia “comunidad urbana” (Ciudad y/o Estado) que fue llamada México-Tenochtitlán (ciudad de los Mexicas de Tenoch, uno de sus grandes jefes). Lejos estaban esas etnias y esas ciudades-estado de constituir naciones. 

Unos 13 años después, una escisión en el interior de la misma etnia, hizo surgir la ciudad (o Estado) rival de México-Tlaltelolco, que conservó su independencia hasta muy cerca de la conquista española. Sin embargo, en lugar de aquietarse las aguas, en 1427, a menos de 60 años de la llegada de los españoles, se estableció una unión entre las Ciudades de Tetzcoco, Tlacopán y Tenochtitlan -conocida como Triple Alianza-, cuya doble finalidad era “abatir a Azcoptzalco (los primitivos habitantes Tepanecas)” que todavía seguían detentando la supremacía en aquel territorio, e “independizarse de esa ciudad” definitivamente.

De aquella guerra entre tribus, etnias y ciudades resultó que los Mexicasno solo lograron su definitiva independencia política, sino que hasta ganaron territorios en tierra firme y un ingente botín, lo cual dio la primera base a su imperio”, no sin despertar el recelo de las etnias y tribus dominadas. A partir de allí, los Aztecas impulsaron la civilización que lleva su nombre y que, como señala el etnólogo que citamos, “no fue otra cosa que un sincretismo de culturas anteriores”, en particular la cultura Tolteca, que, a diferencia de los Aztecas, no practicaba sacrificios humanos. Para Canals Frau, esta práctica “parece ser específicamente azteca” en esta amplia región habitada también por Mixtecas, (Tepeyac, Cholula, Tlascala), Olmecas (Paynala) y Zapotecas (Oaxaca), separados al oeste de la antigua civilización Maya (Guatemala) por la ciudad de Tabasco. Fue en esas circunstancias del dominio Azteca que llegaron a la región de Paynala los enviados de Moctezuma.

De cómo Malinche se convirtió en esclava dos veces y fue liberada por los españoles

Paynala era gobernada por Taxumal, el Señor de Paynala, padre de Malinche, su heredera al trono. El jefe de Paynala, dadas las circunstancias apuntadas, se había convertido en vasallo de Moctezuma, y “desde aquel día hasta el fin de los tiempos -cuenta Jane Lewis Brandt-Paynala sería visitada cada año por los recaudadores de impuestos de Moctezuma, a quienes daría las partes de maíz, nueces de coco, mantos de algodón y otros productos locales que aquellos exigiesen”. Y si no lo hicieren, “esto significaría el exterminio de todos los paynalanos”.

Para Malinche o Malinalli (como la nombra Laura Esquivel en su novela histórica), que ya no sería la reina de aquel lugar y vería morir a su padre y a su protectora, su abuela Ix Chan, sería aún peor. Su madre se casaría con uno de sus tíos y la abandonaría a su suerte: a los trece años la entregaría o vendería a los pochtecas, comenzando así una vida de sumisión y esclavitud siendo aún una niña. En esas circunstancias de esclava, después de haber sido vendida a su vez por los potchecas a los tabascanos de Xicalanco, la conocerían los españoles.

La coincidencia en las respectivas versiones de las novelas históricas de la escritora norteamericana Jane Lewis Brandt y la escritora mexicana Laura Esquivel supone un acercamiento a la verosimilitud de lo que cuentan.

Me drogaron y me vendieron como esclava”, le había dicho Malinche a su ama de Tabasco, cuando ella le confesó a su vez, poniendo en evidencia que aquella era una situación bastante frecuente para la época: “Tampoco yo soy de aquí. Me capturaron después de un combate con una ciudad lejana del Oeste. Al principio solo fui una concubina; pero cuando murió la esposa del cacique al dar a luz, ocupé su puesto de primera esposa”.

El encuentro con los españoles

Siendo esclava de los tabascanos (al sureste de la capital mexica), fue que llegaron a esas tierras aquellos extranjeros –“un grupito de marineros barbudos y de piel pálida” que “habían desembarcado en la costa, cerca de la desembocadura del río Tabasco”. Desde aquellos grandes barcos, “quinientos guerreros fueron enviados a la orilla del río, y otros mil cubrieron la playa de la laguna Pom”. Los intentos de disuadir a los extranjeros de entrar en Xilanco o Xicalanco, capital de Tabasco, “resultaron fútiles” para sorpresa del viejo cacique que gobernaba la ciudad.

Cuando el viejo Nan Chan, aturdido y humillado, reunió el séquito que había de acompañarle en la ceremonia de su rendición a los dioses que habían conquistado su ciudad y su tierra -dice Lewis Brandt representando en primera persona a Malinche-, yo me encontré entre las veinte esclavas y concubinas elegidas para caminar detrás de su litera”. Tenía tan solo diecisiete años.

Después de que el viejo cacique bajara de su litera, “las mujeres recibimos la orden de acercarnos al sitio donde se hallaba”, y “oí decir al viejo amo”: “En prueba de nuestra humilde rendición, os ofrecemos estas veinte esclavas como rehenes”. Pero, “¿eran dioses u hombres?”.

Aquella circunstancia terminaría poniendo a Malinche frente a Cortés. Después de viajar hacia el Norte y hacia el Oeste, había anclado junto a sus hombres en la desembocadura del río Tabasco y había ordenado que “remontasen el río con él, en botes de las naves”. Alli en Tabasco, Cortés recibió información sobre la capital del imperio azteca y resolvió enfilar sus naves hacia el Noroeste. Al anclar frente a una de las islas que encontró en su recorrido y acercarse a la nave una canoa cargada de nativos y regalos para homenajear a los extraños, Cortés vio la oportunidad de preguntar más sobre la tierra y los tesoros que perseguía.

Traed a las mujeres indias -dijo Cortés-. Quizás alguna de ellas pueda hablar con esos hombres”. Así fue como Cortés conoció a quien sería su intérprete. Volvió su atención a Malinche y la observó fijamente, preguntándole a su edecán cuál era el nombre de la india.

No oyó bien el nombre o éste no debió gustarle”, refiere Jane Lewis Brandt.

  • Os doy las gracias, doña Marina, por vuestra ayuda. Quizás acuda a vos en el futuro para que me sirváis de intérprete, si os place hacerlo”.
  • Discúlpeme Cortés. Pero se llama Malinche (le aclaró su ayudante).
  • Ahora se llama doña Marina, señora de la costa.

La estrategia de Cortés y las prioridades de Malinche

Según señala Laura Esquivel, y coincidimos, “Cortés sabía que no le bastarían los caballos, la artillería y los arcabuces para lograr el dominio de aquellas tierras”, pues “lo ideal era lograr alianzas, negociar, prometer, convencer”, instrumentos de conquista y dominio utilizado por todos los pueblos desde el principio de la humanidad, incluso por los Aztecas y sobre todo por los Incas, “y todo esto solo podía lograrse por medio del diálogo, del cual se veía privado desde el principio”.

Ciertamente, “sin el dominio del lenguaje, de poco le servirían sus armas” y “sabía que de otra forma le sería imposible lograr sus propósitos”. “Sin palabras, sin lengua, sin discurso -eso también lo había aprendido de la historia- no habría empresa, y sin empresa, no había conquista”.

A los ojos de Malinche, por su parte, sobre todo al principio de su relación con los españoles, “ese dios misericordioso” del que hablaban aquellos llegados del mar “no podía ser otro que el señor Quetzalcóatl -creencia que compartía con los Aztecas- que con esos ropajes nuevos regresaba a estas tierras -como había prometido al irse- para reinstaurar su reino de armonía con el cosmos. Le urgía darle la bienvenida, hablar con él”. Tanto, que le pidió al fraile que le enseñara a pronunciar el nombre de su dios. Así comenzó -inteligente y culta como era- a aprender rápidamente el lenguaje de los españoles, y “la segunda palabra que Malinalli aprendió a pronunciar, después de dios, fue caballo”.

En efecto, “el regreso de Quetzalcóatl, modificaría por completo el rumbo de todos los pueblos que los mexicas tenían sojuzgados”. Como esclava, separada desde niña de su familia y de su pueblo, ella era una muestra viviente de esa condición de sojuzgada. Por otra parte, “sabía que la época más gloriosa de sus antepasados se había dado en el tiempo del señor Quetzalcóatl y por eso mismo ella anhelaba tanto su retorno”. Tanta era su necesidad de creencia en ese sentido, que hasta “estaba dispuesta a creer que su dios tutelar había elegido el cuerpo de los recién llegados”; y tenía la plena convicción -religiosa y auténtica como era- “de que el cuerpo de los hombres era el vehículo de los dioses”. Definitivamente, “esos hombres extranjeros y ellos, los indígenas, eran lo mismo”.

Pero, además, “si ellos venían a instaurar de nuevo la época de gloria de sus antepasados, era que Malinalli tenía salvación. Si no, seguiría siendo una simple esclava a disposición de sus dueños y señores”. Y decidió aceptarlos y colaborar con ellos. Asimismo, por cómo había sido educada por su padre -señor de Paynala- y por su abuela, ya en su larga e insoportable experiencia como esclava, “no había nada que la molestara más que sentirse excluida”. 

De acuerdo a la versión de Laura Esquivel, “Malinalli sintió que ese hombre la podría proteger”, y “Cortés, que esa mujer podía ayudarlo como sólo una madre podía hacerlo: incondicionalmente”, aunque “ninguno de los dos supo de dónde surgió ese sentimiento, pero así lo sintieron y así lo aceptaron”.

Sin embargo, “para evitar tentaciones”, porque “su atracción por las mujeres era irrefrenable”, Cortés “decidió destinar a esa india al servicio de Alonso Hernández Portocarrero, noble que lo había acompañado desde Cuba y con quien quería quedar bien”.

Sin embargo, a Malinalli “le hubiera encantado quedar bajo el servicio directo de Cortés, el señor principal”, pero “había causado una buena impresión”, y “en su experiencia de esclava, sabía que eso era primordial para llevar una vida lo más digna posible”.

Pronto se sintió “agradecida y convencida de que estaba en buenas manos y de que los nuevos dioses habían venido a acabar con los sacrificios humanos”, con su esclavitud y con la dominación azteca.

De intérprete a progenitora de una nueva raza

Su abuela se lo había dicho: “La vida siempre nos ofrece dos posibilidades: el día y la noche, el águila o la serpiente, la construcción o la destrucción, el castigo o el perdón, pero siempre hay una tercera posibilidad oculta que unifica a las dos: descúbrela”.

Hasta no hacía mucho había estado sirviendo a Portocarrero, su señor, y ahora Cortés la había nombrado “la lengua”, la que traducía lo que él decía al idioma nahuatl y lo que los enviados de Moctezuma hablaban del nahuatl al español. Sin duda, ser “la lengua” era una enorme responsabilidad. “Ella sentía -traduce a su vez Laura Esquivel- que cada vez que pronunciaba una palabra uno viajaba en la memoria cientos de generaciones atrás. Cuando uno nombraba a Ometéotl, el creador de la dualidad Ometecihtli y Omecíhualt, el principio masculino y femenino, uno se instalaba en el momento mismo de la Creación. Ése era el poder de la palabra hablada”. Verdaderamente aquello era un viaje en el tiempo y en la historia de sus protagonistas y una misión a la vez universal.

Pronto aprendió también “que aquel que maneja la información, los significados, adquiere poder, y descubrió que al traducir, ella dominaba la situación y no sólo eso, sino que la palabra podía ser su arma. La mejor de las armas”. Su tercera oportunidad.

Después de haber sido esclava y sentir por años lo que significaba “vivir sin voz, sin ser tomada en cuenta e impedida para cualquier toma de decisiones”, en este nuevo rol descubrió “que solo había dos posibilidades, unión o separación, creación o destrucción, amor u odio, y que el resultado estaba determinado por “la lengua”, o sea por ella misma”.

Después de la “Noche Triste”, en que se produjo la derrota de los españoles, sobrevino la represalia y la revancha: “Cortés, derrotado, se refugió en Tlaxcala, donde se recuperó y reunió nuevas fuerzas. Mientras tanto, una epidemia de viruela negra, portada por los esclavos cubanos que venían con los españoles, hizo estragos en la población. Una de las víctimas fue el mismo Cuitlahuac (baluarte de la resistencia azteca), quien falleció por esta causa” y fue sucedido en el mando por Cuauhtémoc.

Cortés logró juntar más de setenta y cinco mil hombres, con guerreros de Cholula, Huexotzingo y Chalco. Al llegar a Tenochtitlan, ordenó que se destruyeran las casas y así se dio inicio a la destrucción de la ciudad, consiguiendo llegar al Templo Mayor, pero los aztecas lograron capturar a más de 50 españoles que fueron sacrificados ese mismo día. Entonces Cortés decidió sitiar la ciudad e hizo destruir los acueductos de Chapultepec, que surtía de agua dulce a Tenochtitlan. Mientras tanto, los tenochcas resistían en Tlatelolco. Fueron tantas muertes a causa de la viruela y el hambre, que los españoles pudieron vencerlos finalmente: “El día de la caída, mataron y aprehendieron a más de cuarenta mil indígenas”, apresando a Cuauhtemoc y finalmente ejecutándolo.

Malinalli se preguntaba “qué era lo que había hecho mal. ¿En qué había fallado? ¿Por qué no se le había otorgado el privilegio de ayudar a su gente? Así como Cortés había sido la respuesta a los miedos de Moctezuma (que creyó en un principio que Cortés venía a ejecutar la venganza de Quetzalcóatl), y el oro obtenido a la ambición de Cortés, a ella le hubiera gustado saber a qué deseo correspondía la destrucción de Tenochtitlán. ¿Al deseo de los Tlaxcaltecas? ¿Al deseo de los dioses? ¿A una necesidad del universo? ¿A un ciclo de vida y muerte? Lo ignoraba por completo. Lo único que tenía claro era que ella no había podido salvar nada”.  Solo si la idea de la muerte no existía, “ella podía comprender la eternidad, y desde ese punto de vista no había actuado mal. Lo único que había pretendido había sido salvar el espíritu de Quetzalcóatl, que los mexicas habían mantenido aprisionado tanto tiempo al realizar sacrificios humanos” y mantener sojuzgados a los pueblos de su alrededor. Acaso ella podía decidir ¿qué era lo que debía vivir y qué era lo que debía morir? En ese sentido, “al menos estaba segura de que, en su interior sí, Quetzalcóatl estaba más vivo que nunca. Los españoles solo habían arrrasado aquello que veían, que tocaban. Lo demás estaba intacto”.

Tampoco quería morir como esclava, y después de servir como intérprete y haber concebido a Martín con Cortés, con quien convivía y a quien “aceptaba como parte de su destino”, le exigió su libertad.

  • Querías dejar de ser esclava, ¿verdad?”, le dijo Cortés. “Pues te voy a dar el gusto, te voy a convertir en señora, pero no en mi señora”. Su esposa había llegado de España. “Tu sangre y mi sangre -agregó Cortés- crearon una nueva sangre que nos pertenece a ambos, pero ahora tu sangre se mezclará con otro…”.

Cortés eligió a Juan Jaramillo para desposar a Malinalli.

Para Jaramillo, “ella era la mujer que había anhelado, desde aquel día lejano, a orillas del río, cuando Cortés la penetrara por vez primera. Esa mujer que ahora le ofrecía era la que infinidad de veces había calentado sus pensamientos, la mujer que siempre había deseado tener desnuda entre sus brazos”.

Todos fueron testigos de la boda de Jaramillo y Malinalli.  

Para Malinche, a partir de esa noche, “su lengua no volvería a ser la misma… No volvería a ser instrumento de ninguna conquista… Su lengua estaba bifurcada y rota, ya no era instrumento de la mente”. Pero la vida continuaba.

Estaba en el mar junto a su esposo, de vuelta a Huiberas, cuando sintió que estaba a punto de ser nuevamente madre.

Sentir una vida dentro de su vida conmovía profundamente a Malinalli”, pues “no solo traía un pedazo de carne en su carne sino que compartía el alma con su alma”. Poco tiempo después nació su hija, que “al igual que ella, provenía del vientre del mar, también era agua de su agua”, y al amamantarla por primera vez “supo que su hija debía llamarse María, María, como la Virgen”. Comprendió, además de sentir que “nacía de nuevo”, que Cortés le había hecho un favor al alejarla de su lado y haberla casado con Jaramillo.

En definitiva, “sus hijos eran producto de diferentes sangres, de diferentes olores, de diferentes aromas, de diferentes colores. Así como la tierra daba maíz de color azul, blanco, rojo y amarillo -pero permitía la mezcla entre ellos-, era posible la creación de una nueva raza sobre la tierra. De una raza que contuviera a todas. De una raza en donde se recrease el dador de la vida, con todos sus diferentes nombres, con todas sus diferentes formas. Ésa era la raza de sus hijos”.

Gracias a Cortés, Malinche se convertiría en leyenda. No podríamos negarlo. Tampoco debería negarla la historia, pues con ella y a través de ella -progenitora de la nueva raza- los latinoamericanos somos lo que somos. Fuimos entregados a un destino que no elegimos, no obstante, somos sus dueños, y de nosotros depende qué hagamos con él, para no volver a ser instrumento de ninguna otra conquista.

Emanciparnos de España fue nuestro primer gran desacato. Hoy, después de quinientos años, dejar de ser lo que ya no somos para ser lo que realmente somos -asumir de una vez por todas nuestra verdadera y única identidad latinoamericana- será nuestro último desacato y la afirmación definitiva de lo que somos y queremos ser en el futuro.

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