Del Imperio al Virreinato: la historia anterior. Por Elio Noé Salcedo
Nos preceden dos Imperios: el Imperio Inca y el Imperio Español. Esta parte del Continente indoamericano -denominación con la que la reconocían el nicaragüense César Sandino y los peruanos Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui– nunca fue un Estado Plurinacional. Primero fue un imperio y después un virreinato, que los intereses disgregantes y degradantes de Nuestra América, finalmente lograron dividir, convirtiendo aquella unidad regional en siete naciones (Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Chile, Argentina y Uruguay), desligándola a la vez del proyecto de nuestros Libertadores San Martín, Bolívar, Artigas, O’Higgins, Morazán y los estadistas y pensadores nacionales latinoamericanos que los sucedieron.
Seguramente esta historia podrá ser conocida en profundidad en los libros que cuentan las respectivas historias anteriores y posteriores. Nuestra intención, en cambio, es plantear una situación que, si no la conociéramos, nos impediría entender esas historias y lo que es crucial: comprender nuestra propia historia, que es comprender el presente y a nosotros mismos.
Nunca esta región de Indo América -y tampoco alguna parte de ella- se acercó acaso a ser un Estado Plurinacional: por el contrario, después de ser un Imperio se convirtió en un Virreinato, parte a su vez de otro gran imperio o reino. Concebirla como una multiplicidad o pluralidad de Naciones sería un verdadero despropósito que, sin duda, ahondaría nuestra tragedia regional y nacional latinoamericana. Así fue como aquel Imperio se trasformó en un Virreinato.
El Imperio Inca
Tanto la prehistoria como la historia antigua, e incluso el comienzo de la edad moderna, como lo demuestra nuestra propia historia latinoamericana, están signadas por un proceso de encuentros, choques y fusiones genéticas y culturales entre los pueblos, producto de las continuas migraciones en busca de mejores condiciones para su existencia. Podemos verificar ese proceso en la historia de las dos principales civilizaciones prehispánicas: la del Imperio Azteca y la del Imperio Inca, realidad esta última a la que nos abocaremos por ser pertinente a nuestra existencia histórica.
En la época preincaica (época de encuentro de distintas etnias, pueblos y culturas), los cronistas pintan “un estado político social en el que solo había jefes temporarios llamados sinchis”, entre los que “estaba inmanente la tendencia a la concreción y unificación (fusión) de grupos en pequeños Estados”. No obstante, señala Canals Frau, al tiempo de la llegada de los primeros migrantes al Valle del Cuzco, “hallaron la comarca ocupada por una población anterior a la que poco a poco fueron sujetando”, pasando progresivamente de una situación de encuentro a la de choque y conquista.
Encuentro, choque y fusión en el Tahuantinsuyu
En cuanto a la fusión genética e incluso cultural, el etnólogo destaca la estirpe Colla de los Incas y su procedencia lingüística Aymara. De allí que a Salvador Canals Frau le parezca casi seguro que “el origen de la dinastía incaica se encuentre efectivamente en una invasión de un grupo de collas que, desde aquende el Vilcanota, migraran hacia el norte y se establecieran sobre la antigua población del Valle del Cuzco a manera de aristocracia conquistadora”.
La tradición oficializada admite una sucesión de ocho monarcas, a partir del siglo XIII, hasta llegar al reinado de Pachacuti, noveno Inca, con quien comienza la época imperial del Estado Incaico (1438).
Dicha época estuvo precedida de invasiones, conquistas, fundación de ciudades, alzamientos y casamiento con las hijas de los jefes vencidos, como así también de expediciones de conquistas fuera del Cuzco y de grandes construcciones, en particular la de los canales de irrigación necesarios para el cultivo de la tierra y de importantes caminos que comunicaban al Imperio.
No obstante, es importante referir que hasta el octavo soberano inca no se pensaba en organizar conquistas como dominio permanente: “se entraba a saco a los pueblos conquistados, a veces se les imponía un tributo; pero no se dejaba en ellos guarniciones militares para asegurar la conquista. De ahí que las peleas entre los pueblos sometidos, y las rebeliones cuando creían favorable el momento, estuviesen a la orden del día”.
A partir del octavo monarca inca, llamado Viracocha, como el propio dios de los Incas, comenzará la conquista de las otras zonas, primero las más cercanas, luego las más alejadas, asegurándose “el dominio efectivo y permanente de los pueblos conquistados”, erigiéndose de esta manera en una potencia militar y entrando en rivalidad con “otras que había en la región central y meridional de la Sierra peruana”, como era el caso de la Confederación Chanca, que ya al comienzo del siglo XV (siglo de la llegada de los españoles) había batido a los Quechuas, expulsándolos de la región de Andahuaillas. De rebote, ese hecho le dio la supremacía entre las naciones quechuas a los Incas.
Fue así que las guerras chancas –después de que el hijo de Viracocha aniquilara a los Chancas- tuvieran la virtud de elevar al poder al príncipe Inca Yupanqui, quien dio impulso y realce al imperio, incorporó a su nombre el título de Pachacuti y se hizo nombrar Inca aun en vida de su padre y contra la voluntad de su progenitor, no sin antes eliminar literal y físicamente a su hermano.
Característica de esta etapa imperial -cuyo comienzo Rowe calcula en 1438 (100 años antes de la conquista española del Cuzco)-, es la incorporación al Imperio de nuevos territorios, entre ellos el ecuatoriano, todo el altiplano boliviano, algunos del actual noroeste argentino (hasta Mendoza) y de Chile (hasta el río Maule).
El río Ancasmayo, en territorio de la actual Colombia, pasó a constituir el límite norte del Imperio, no sin antes tener que reducir numerosos alzamientos.
Huayna Cápac, hijo de Topa Inca, fue el décimo primer Inca, quien murió inesperadamente en Quito, de resultas de una peste (al parecer ya existían antes de los españoles), no habiendo designado todavía sucesor. La guerra civil entre sus hijos, Huáscar y Atahuallpa, coincidió con el desembarco español en las costas del Imperio.
Digamos con Canals Frau que, “pese a la enorme extensión que llegó a tener, y a la multiplicidad de sus componentes originarios, el Imperio Incaico había logrado en sus postrimerías una homogeneidad étnica bastante acentuada”, y “en casi todo su territorio dominaba la misma cultura, la misma lengua y el mismo culto principal” (amplia fusión). No obstante, para llegar a estos resultados en un tiempo tan relativamente corto, “los Incas se sirvieron de una serie de recursos cuya efectividad no podría ser negada”.
El mundo incaico
El Imperio Inca nació en el siglo XIII, tuvo trece emperadores y sucumbió finalmente a mitad del siglo XVI. El sistema de vida incaico fue consolidado en el reinado de Pachacuti (1438 – 1463), el emperador quichua que había elegido cambiar hasta su nombre original: de Inca Yupanqui a Pachacuti.
Treinta años antes de que Cristóbal Colón pisara lo que luego sería América (reconocida como tal en 1507), el gran Pachacuti “había consolidado el reino, extendido las fronteras hacia los cuatro extremos, embellecido el Cusco, implantado el quichua como lengua obligatoria y construido el sistema de comunicaciones de caminos, puentes y postas que nunca (antes) existiera”.
Para el autor de “Historia de la Nación Latinoamericana”, la civilización incaica “constituía, por lo demás, una confederación altamente centralizada de tribus”, en la que se había consolidado “una sociedad estratificada, cuya población agrícola, con sus caciques locales, producía la alimentación fundamental de la comunidad, que era vegetal, pues la carne era prácticamente desconocida como alimento”. Asimismo, “las clases sociales se erigían a partir de las comunidades nucleadas alrededor del ‘ayllu’; la aristocracia, rodeada por los jefes militares, los sabios o ‘amautas’ y los artesanos reales, culminaba en la persona divina del Inca, hijo del sol”.
En realidad, todo comenzaba en el centro de la pirámide: el Inca-dios. Lejos estamos de la sociedad “socialista” o “comunista” vislumbrada por algunos estudiosos del tema, en una sociedad subordinada ciegamente al hijo del Sol y a “su burocrático despotismo”.
Así lo cuenta Daniel Larriqueta en su novela histórica “Atahuallpa. Memoria de un dios” (2014): los emperadores incas heredaban “el carácter divino de su casta y el mandato de adoctrinamiento y conversión para toda la tierra”, y tenían “la misión de extender” el culto de su padre divino, el Sol. Ellos mismos eran considerados dioses, centro del mundo, alrededor del cual giraban los seres vivientes y todas las cosas.
No obstante ser un imperio, se diferenciaba en los hechos de los imperios que advendrían, en la obligación de extender los dones de su dios “a todos los pueblos barbaros de la tierra”, incluso a los que “todavía guerreaban”, “andaban desnudos” o “tenían la repulsiva costumbre de comer carne humana”. Efectivamente, la gobernabilidad inca se basaba en un severo principio de “reciprocidad” con su pueblo y con los pueblos conquistados, permitiéndoles incluso cierto grado de autonomía, aunque para imponer su autoridad primero tuvieran que convencer a esos pueblos por la fuerza.
La concepción religiosa de los incas no era muy diferente a la concepción religiosa del medioevo europeo, salvo por un pequeño detalle: a la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, en el Viejo Mundo comenzaba a dejar de tener preeminencia el poder eclesial absoluto ligado a la nobleza europea -salvo en la nobleza española-, y ya aparecía con su fuerza arrolladora el Capitalismo en su etapa mercantil.
Incipiente por entonces, el Capitalismo podía significar un avance con respecto a muchos aspectos de la Edad Media, pero pronto ese nuevo modo de producción, intercambio y relaciones sociales -desconocido para los pueblos de lo que luego sería América– dejaría a un lado los ideales cristianos de los Reyes Católicos y de los fervorosos evangelizadores, e impondría sus prácticas impiadosas al Nuevo Mundo, contra las propias Leyes de Indias y a contramano de la prédica insobornable del padre Bartolomé de las Casas y otros clérigos.
Como lo denunciara en 1810 el diputado americano Inca Yupanqui en la Junta de Cádiz en momentos en que se propagaba con fuerza el movimiento revolucionario en todo nuestro territorio, la corona española había abandonado América “al cuidado de hombres codiciosos e inmorales”. De allí que, como apunta Jorge Abelardo Ramos, llegara a ser práctica generalizada el aforismo: “Las órdenes del Rey se acatan y no se cumplen”.
Más allá del irrespeto a la ley, coadyuvaron a la instalación y desarrollo de aquel capitalismo colonial tres motivos de alguna manera concurrentes: 1) el atraso español (“la industria española había sido abandonada o arruinada por el descubrimiento de América”); 2) la llegada de muchos aventureros a los nuevos territorios descubiertos, deseosos de enriquecerse rápidamente, que devinieron en propietarios de tierras, titulares de explotaciones mineras y explotaciones de indios; y 3) la prohibición de toda explotación industrial y comercial en América de parte de los pueblos americanos entre sí y con otros países extranjeros (monopolio español), mientras se entregaba el comercio exterior a los proveedores industriales europeos: principalmente Gran Bretaña, que muy pronto se convertiría en dueña del comercio mundial.
Los monopolios de Cádiz eran, en realidad, como dice Ramos, “un sector de la burguesía importadora de España y virtuales agentes comerciales de la industria inglesa, holandesa, francesa e italiana”.
A partir del siglo XVI (o sea en el mismo momento que los españoles llegaban al Perú y descubrían la existencia del mundo incaico), Inglaterra ocupaba el centro del nuevo sistema mundial y España “se convierte en el intermediario ruinoso entre el Nuevo Mundo y el capitalismo pujante de Gran Bretaña, que absorbe, industrializa y distribuye gran parte de las riquezas latinoamericanas, seguido por Holanda y Francia”.
Minerales diversos, el azúcar, el tasajo, el sebo, las astas, los cueros, el tabaco, el trigo, el cacao, el café o el algodón “son extraídos a partir de entonces con la sangre y el sudor del trabajo forzado” realizado por indios, negros y mestizos originales de esas etnias, “y se transforman en capital comercial”. Así se insertaban en el mercado mundial las clases parasitarias locales.
Lo cierto es que, en medio de ese movimiento imparable que significaba el capitalismo en su etapa colonial-comercial, llegaron a tierras del Tahuantinsuyu Pizarro, sus 178 hombres y 37 caballos.
“Si se deja por un momento de lado el nivel de civilización técnica y de utilaje militar que manejaba el feroz Pizarro, y que consagró su inverosímil victoria sobre los Incas –sostiene Ramos-, este gran pueblo americano empleaba para su expansión imperial una inteligencia política que los españoles omitirían en sus métodos de conquista”.
En efecto, cuando el Inca se proponía ensanchar su imperio, confirma Louis Baudin, “se informaba primero de la situación general de la tribu que ocupaba ese territorio y de sus alianzas; se esforzaba en aislar al adversario obrando sobre los jefes de los pueblos vecinos mediante dones y amenazas; después encargaba a sus espías estudiar las vías de acceso y los centros de resistencia. Al mismo tiempo, enviaba mensajeros en distintas ocasiones, para pedir obediencia y ofrecer ricos presentes. Si los indios se sometían, el Inca no les hacía ningún daño; si resistían, el ejército penetraba en el territorio enemigo, pero sin entregarse al pillaje ni devastar un país que el monarca pensaba anexar”.
Con esos antecedentes, el 16 de noviembre de 1532, el Inca Atahuallpa hizo su entrada triunfal en la plaza de Cajamarca, “dispuesto a imponer su grandeza y someter a los ciento setenta y ocho españoles bajo su aura divina y el poder de su ejército de cuarenta mil hombres que rodeaba el sitio”. Aquel día, sin embargo, comenzaría otra historia, la historia que llega hasta el presente y que soportaría a través del tiempo otra conquista, menos espectacular y casi invisible: la de nuestra economía y de nuestra cultura, que todavía nos impide realizarnos como una verdadera Nación.
El Camino del Inca y la Patria Grande
Aparte de ser una de las grandes maravillas del mundo, el Camino del Inca es la primera gran obra pública continental de envergadura que fuera construida con una visión política y/o geopolítica estratégica por un Estado –el Estado Imperial incaico– en nuestro Continente.
En efecto, el Qhapaq Ñan o Camino del Inca unió todo el gran imperio de los Incas o Tahuantinsuyo. Esa impresionante red de caminos que articulaba los actuales territorios de Colombia, Ecuador, Brasil, Perú, Bolivia, Chile y la Argentina (Norte y Cuyo), habría tenido una longitud inicial de 60.000 km, de los que, 39.000 kilómetros sobreviven al día de hoy. Se extendía por la costa y montañas y en algunos casos se ubicaba al borde de la selva tropical.
Según un observador español de la época, “el camino en las montañas es algo que vale la pena ver, porque está construido en un terreno muy intrincado. En el Mundo cristiano nosotros no hemos visto caminos tan bonitos. Todos los cruces tienen puentes de piedra o de madera”, lo que habla de la magnitud de la previsión y la técnica alcanzada por los Incas, superior por caso a la europea.
Los caminos variaban en calidad y tamaño, ellos podían ser de 6 a 8 metros de ancho en la costa, pero en las montañas los caminos eran sólo de un metro de ancho y el camino era audazmente empinado y llegaba hasta la cima de las montañas andinas. Los camélidos son mejores trepadores que el caballo y son buenos subiendo escalinatas.
Los Incas podían evitar por consiguiente el largo ’zig-zag’: técnica que usaban los europeos en sus fangosas e intransitables carreteras (plagadas de bandidos e inseguridades) para poder subir una cuesta montañosa. En cambio, los Incas simplemente usaban los escalones empinados para ganarle a la altura. Así reducían el camino a un cuarto de la longitud europea.
El explorador Víctor Von Hagen asevera: “Un mensaje enviado con el corredor oficial (Chasqui) de Quito a Cusco podría cubrir una ruta de 1.230 millas (km) en cinco días. De Cusco, el mismo mensaje podría enviarse al punto más lejano del Lago Titicaca en tres días…. Y en su palacio en Cusco, el Inca podía cenar pescado fresco traído desde la Costa, a una distancia de 200 millas encima de los Andes más altos, sólo en dos días”.
En lo que es hoy territorio del Norte y Oeste argentinos, el Camino del Inca (Qhapaq Ñan) atraviesa siete provincias (Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan y Mendoza). Penetra “por el valle de Humahuaca, Jujuy, y jalonaba su curso por las localidades del Cafayate, Belén y Tinogasta en Salta y Catamarca. Desde Tinogasta, el camino se bifurcaba; uno tramontaba la cordillera por el Paso de San Francisco (Catamarca) para salir a Copiapó (Chile); otro continuaba al suroeste a través de La Rioja y San Juan, por Guandacol (La Rioja) y Calingasta (San Juan), con salida a Chile por el Paso del Juncal, al término del Valle de Uspallata, frente a Santiago”, comunicando ambos lados de la Cordillera de los Andes, columna vertebral de Nuestra América.
“Algunos relatos en crónicas de los primeros siglos de la colonización española –refiere el historiador Horacio Videla– permiten ubicar dos parajes en un camino o círculo en retaguardia de la ruta del Inca: el Famatina en La Rioja, Gualilán en San Juan”. Esa circunstancia parece confirmar, en coincidencia con los derroteros mineros, la sospecha de Rolando H. Braun Wilke, de que la búsqueda de yacimientos mineros fue una de las causas de invasión de aquellos poderosos conquistadores.
Entre otras utilidades que este camino tenía para el Estado incaico -aun considerando las particularidades y dificultades del terreno-, se puede mencionar las siguientes: movilizar rápidamente su ejército; distribuir a lo largo de su recorrido “casas de descanso” o tambos utilizados por los viajantes en un caso, y por los “mensajeros incas” o chasquis en otro, además de proveer de “abundante suministro de telas utilizadas para proteger las delicadas patas de las llamas” o vicuñas en los caminos de piedra; servir de vía de circulación a ese único medio de transporte por aquellas épocas: las llamas y vicuñas, animales adaptados a los estrechos caminos montañosos y a las pendientes, que permitían el transporte de mercancías y cargas a través de largas y dificultosas distancias y de elevadas alturas (alrededor de 3.900 metros en algunos casos).
Otra función que cumplían los caminos incas era servir de medio de movilización de grandes masas de personas por sus territorios o territorios conquistados, con el fin de desarrollar sus políticas de repoblación o dominio efectivo, tales como mitimaes (grupos de habitantes separados de sus comunidades y trasladados a otros territorios conquistados, para cumplir funciones principalmente económicas, políticas o militares), la mita (imposición de trabajos forzados a los pueblos conquistados sometidos “de grado”, a cambio de lo cual sus autoridades pasaban a formar parte de la nobleza imperial) y el yanaconazgo (sujeción de los yanaconas a un noble para su servicio personal).
Además, el Camino Inca era una “ruta de peregrinación a Machu Picchu” utilizada por los emperadores quichuas en el siglo XV, con templos, santuarios y tumbas marcados como wacas o lugares sagrados (símbolo de la perennidad del Inca más allá de su muerte). Hoy, el Camino del Inca a Machu Picchu resulta para el turista “una de las mejores caminatas del mundo”.
Es posible también, como señalan algunos autores contemporáneos, que los caminos incas facilitaran luego el proceso de invasión española, pudiendo así llegar a todos los rincones del imperio con iguales, parecidos o disímiles propósitos que los incas.
De tal manera, esta red de caminos integrados (como hoy resulta nuestra Ruta 40) es considerada una de las mejores obras de ingeniería que existen, que en el caso del camino inca fue “hecha completamente a mano, sin saber de la existencia de la rueda o el hierro” (pero a cargo del Estado incaico), y que convirtió a “una pequeña casta familiar, en el imperio más grande del hemisferio occidental”.
Los nuevos caminos de la integración
A casi 500 años de la construcción del Camino del Inca, se hace necesario pensar en los nuevos caminos de integración, defensa y desarrollo de la Patria Grande, antes de que sea nuevamente tarde.
Entre esas realizaciones a nivel estratégico y geopolítico deberemos atender al diseño y construcción de una red vial, ferroviaria, fluvial, marítima y aérea que contemple la integración no solo longitudinal sino transversal y horizontal -de océano a océano- de la Patria Grande. La recuperación del mar por parte de Bolivia deberá complementar esas iniciativas. Lo mismo deberá pasar con las hidrovías, que conforman el sistema sanguíneo de Nuestra América.
Hoy sabemos de la proyección y construcción del Canal Bioceánico que unirá el Atlántico con el Pacífico a través de territorio nicaragüense, a lo que se opone, como no podía ser de otro modo, Estados Unidos; porque esa ha sido su política desde su aparición como nuevo imperialismo hasta hoy, después de Gran Bretaña: dividirnos y obstruir nuestro desarrollo interno.
Junto con la recuperación del Canal de Panamá, para ponerlo al servicio de los latinoamericanos y no de las empresas transnacionales norteamericanas y extranjeras, de otros canales bioceánicos y modernización de innumerables pasos cordilleranos, deberemos construir un Estado mega nacional que contemple y represente los intereses y necesidades propias y comunes de América Latina. Sarmiento reconocería -más allá de desconfiar de nuestra capacidad para realizarnos soberanamente-, que “la riqueza de las naciones, y por consecuencia su poder, provienen de la facilidad de sus comunicaciones interiores”.
A ese Estado Latinoamericano de nuestro próximo futuro, equivalente al Estado incaico del pasado que venimos recordando, le corresponderá construir y aprovechar las vías terrestres, ferroviarias, fluviales, marítimas y aéreas de la Patria Grande, en la que las Fuerzas Armadas Latinoamericanas –como los ejércitos del Tahuantinsuyo– tendrán una estratégica misión en su diseño, creación, defensa y control, no para dominar a nadie sino para poder vivir dignamente con lo nuestro -que es mucho y muy codiciado-, como lo han podido hacer a partir de sus respectivas revoluciones nacionales los países más desarrollados del mundo.
Un Emperador en tierras de Cuyo
Chile, el Tucumán y Cuyo -territorio del extremo sur del Collasuyu- fueron conquistados por los incas entre 1471 y 1525, casi al mismo tiempo que Colón preparaba sus naves con el propósito de buscar por el Oeste el camino de las especias y, poco tiempo después, él y su comitiva intentaban hacer pie en las islas del Caribe.
Los españoles llegarían al Perú apenas unos años después, en 1532, justo en el momento en el que los dominadores de esta parte del mundo soportaban las consecuencias de una guerra civil por la sucesión imperial entre los hermanos Huáscar y Atahuallpa, noble este último que saldría vencedor de la contienda, no sin fuerte derramamiento de sangre.
El relativamente corto tiempo de colonización inca en el actual territorio argentino (poco menos de 100 años) no impediría una fuerte influencia de su cultura en los pueblos del norte y oeste, si entendemos que los incas no perdían el tiempo y tomaban muy en serio -desde que se trataba de un mandato divino- la conquista y colonización de los pueblos que dominaban, como lo habían hecho antes y lo harían posteriormente todas las “aristocracias conquistadoras”.
Existe una “recurrencia significativa”, consigna Rolando H. Braun Wilke en su investigación sobre los Incas en Cuyo, “en las asociaciones entre arraigos imperiales (evidenciados por los sitios arqueológicos) y la distribución de yacimientos minerales en el Coyasuyu”. De ello algunos autores infieren que “la búsqueda de tales depósitos fue una de las causalidades de la penetración de esos poderosos invasores”, aparte de señalar que los pueblos andinos sometidos pagaban sus tributos en metales. Aunque, según sostienen Mariano Gambier y Teresa Micheli, la presencia incaica en el noroeste sanjuanino actual estaba más relacionada con las riquezas de camélidos silvestres (vicuñas, proveedores de lana), de uso también para el transporte de carga una vez domesticados.
Se sabe que la vicuña o la llama (los Incas no habían conocido todavía el caballo) eran animales multipropósito muy adaptados a la montaña, del que se podía también comer su carne en ocasiones especiales, y su estiércol seco era usado como combustible esencial en algunas áreas de la puna más alta, y su lana usada para tejer las prendas que los incas utilizaban.
En efecto, coincidente con las versiones históricas vigentes, cuenta Daniel Larriqueta en su documentada novela histórica sobre Atahuallpa -último emperador inca-, que en una primavera, probablemente de 1471, Topa Inca Yupanqui, abuelo de Atahuallpa, salió del Cuzco rumbo al Collasuyu -una de las cuatro grandes regiones o “suyus” en las que se dividía el Imperio- en camino de conquista y colonización de “las tierras de frontera con los “charcas” y los “guaraníes” y las lejísimas comarcas de lo que se llamaba Chile”.
El camino del Tucumán y Cuyo
Muerto Inca Yupanqui a la vuelta de su largo y exitoso viaje por los confines de la tierra (Chile), su hijo, Huayna Cápac (1493 – 1525), consagrado ya Dios-Emperador de los Incas -fiel a su misión de organizar y convertir al mundo conocido- emprendería una nueva excursión colonizadora, esta vez por el camino del Tucumán y Cuyo.
Así fue como Huayna Cápac se internó en lo que es hoy territorio argentino, “más allá del Tucumán, por las tierras “diaguitas”, eligiendo un camino distinto del que transitó su padre, de modo de visitar las comarcas al naciente de la gran cordillera y honrando a los pueblos agrícolas de Cuyo que ya habían prometido su alianza”.
El orden y la paz en todo el Collasuyu (Altiplano boliviano, Tucumán, Cuyo y Chile) era la condición necesaria para resolver el dilema de la inmensidad del reino, y así poder hacer realidad el pensamiento del joven Inca en cuanto a sus vastos dominios: por esa razón, “el Tahuantisuyu necesitaba dos capitales: Cusco, la sagrada, y Quito, la promisoria”, en el confín norte del imperio.
Cabe señalar que, si para los incas “viajar” era construir y enseñar, esas misiones no siempre eran del todo pacíficas y en muchos casos requerían de fuertes represiones o represalias para convencer a los pueblos conquistados -en este caso los más rebeldes y contestatarios- de las bonanzas y conveniencias de formar parte del gran imperio, que invariablemente, por mandato sagrado, les ofrecía compartir sus dones, de acuerdo al principio de “reciprocidad” que el incario sostenía a rajatabla “para alegría de los hombres”, que “a cambio le ofrecerán lealtad, trabajo para las grandes obras y sustento militar”.
Ya entenderían incluso los pueblos resistentes, interpreta Larriqueta en su novela histórica, “que la bendición del Sol y el gobierno inca eran la definición verdadera de la existencia, lo que le daba sentido. Así lo había querido el ordenador del mundo, Ticci Viracocha, y así lo cumplían, como mandato, sus criaturas”.
De esa manera, los generales que el imperio destacaba para cada faena combatían en los bordes de su expedición contra “los “charcas” y los “calchaquíes”. Los quipucamayos y los amautas enseñaban y conformaban el lenguaje común del idioma y los símbolos, y la estética inca se instalaba por todas las comarcas en los tejidos, la alfarería y los trabajos de los orfebres en oro, plata y cobre. Así también, las construcciones “florecían no solo en los caminos de cuidada factura, sino en las instalaciones que los acompañaban”.
En ese sentido, afirma Mariano Gambier –citado por el Prof. Daniel Illanes-, “el origen de la cultura Angualasto (al Noroeste de San Juan) -por ejemplo-, provendría de mitimaes” unas de las formas de colonización incaica. A propósito, dice Canals Frau: como toda “aristocracia conquistadora”, los incas no escatimaron esfuerzos para imponer su dominio y colonizar a los pueblos conquistados, ya sea extrañándolos de su lugar de origen y convirtiéndolos en colonos de las etnias sometidas (mitimaes) u obligándolos a aprender la cultura del Imperio a través de la imposición de la escuela incaica, en la que los pueblos conquistados aprendían la lengua oficial, la religión, los secretos de los quipus y la mitología e historia inca.
Admitamos que la conquista española -a pesar de las Leyes de Indias y el celo misional de los evangelizadores- fue más cruel que la conquista incaica, pero tanto una como otra reproducirían más o menos las mismas condiciones de dominación: conquistar, colonizar, imponer su cultura y religión, etc.
Respecto a la sujeción de los Huarpes en el actual territorio cuyano, sostiene el Prof. Illanes, que dicha sujeción -previa a la de los españoles-, “ya venía de antes, desde la dominación del complejo apropiativo excedental del incario, que ya había “sujetado” al pueblo huarpe”, aunque de un modo distinto al de los españoles, es decir “sin desestructuración plena y sin depredación de la comunidad indígena”.
No hay duda, por caso, que la influencia incaica (quichua), aunque no muy extensa en el tiempo, fue grande e intensa en el Norte argentino y Cuyo, y que el vocabulario común en el Norte y Cuyo conserva su raíz quichua en una gran cantidad de palabras de uso corriente, tales como achura (entrañas del animal), chala (hojas secas del maíz), challar (echar agua) chancho (cerdo), chicoco (niño pequeño), choco (perro), chucho (frío), chúcaro (en estado salvaje), guanaco (camélido de nuestra fauna), minga (poca cosa o nada), mishi (gato), pachango (arrugado), pilchas (ropa), pirca (montón de piedras), vicuña (camélido de nuestra fauna) y yapa (añadidura), entre otras muchas.
La última guerra inca
Entre las costumbres que dejarían atrás a la misma Inquisición, estaban las represalias entre dinastías o panacas. Las resistencias siempre presentes a la hora de la sucesión del nuevo Sapa Inca, obligaban a proceder expeditivamente matando a veces a pretendientes desleales y sus cuantiosas mujeres, aunque fuesen hijos del Inca. Comúnmente eran varios, fruto de la relación entre el Inca y sus mujeres o concubinas.
Ticci Viracocha -nombre del dios principal de los Incas- había elegido la sangre y estirpe de una panaca para gobernar a su pueblo, y esa elección obligaba a defenderla: “negarla traería inmensos males para todos”, empezando por los integrantes de la propia panaca elegida. Consolidado el poder, “las familias dinásticas, las panacas, conservaban la autoridad para discernir sobre el gobierno y la legitimidad divina”.
La elección de Ticci Viracocha tenía absoluta correspondencia con la inteligencia, el talento y las habilidades adquiridas por el elegido (entre las cuales se destacaba la memoria, tratándose de una cultura oral, y la fuerza o poder persuasivo), aparte de su sangre real. Tampoco había nobleza sin sabiduría, y ella “era el don de interpretar esa unidad de cielo y tierra, de los hombres y las cosas, las montañas y los ríos”.
En su testamento oral -pues no existía la escritura sino solo el sistema de quipus- su padre (Topa Inca, hijo del gran Pachacuti) le había confirmado a Huayna Cápac ese mandato divino: “Deberás defender esa armonía (entre cielo y tierra) y predicarla allí donde todavía haga falta, es nuestro mandato divino”. Y hasta le había explicado por qué ese mandato le había sido conferido a su panaca por el dios de los Incas. “Ticci Viracocha -le había dicho en su lecho de muerte- eligió nuestra sangre porque le pareció la más fuerte y la más pura, y su elección nos obliga para siempre; negarla traería inmensos males para todos, empezando por nosotros mismos. Los dioses te acompañarán porque serás uno de ellos”.
Sin embargo, al morir Huayna Cápac, que había consolidado su poder con la ejecución de dos de sus principales hermanos, y al morir al poco tiempo el heredero designado –Ninan Cuyuchi- por la misma epidemia que castigó a la población y mató también a miles de personas, reaparecieron “las intrigas habituales de las panacas, que solían saldarse con sangre”.
Había comenzado la última guerra real entre Incas, y pronto se dilucidaría si era una cuestión de dioses o de hombres.
El principio del fin
Como en la corte inca prevalecía la línea materna de sucesión, Huáscar -uno de los hijos de Huayna Cápac– se benefició de la legitimidad de su madre, Raura Ocllo, “heredera y miembro de la panaca de Topa Inca”. Pero las cosas no eran tan sencillas, porque sumado a que Raura Ocllo y Huayna Cápac no se habían casado formalmente como para legitimar la sucesión, en Quito quedaba el joven Atahuallpa, hijo predilecto de Huayna Cápac, que “descendía por línea materna del gran Pachacuti”, lo que también lo ponía de hecho en la línea de sucesión, lo mismo que su hermano.
Las cosas estaban así: por un lado Atahuallpa estaba en Quito (segunda capital en importancia del Tahuantinsuyo), “en el esplendor de la corte que había presidido su padre (en el momento de morir), querido por sus soldados y rodeado de sus generales”. Por otra parte, Huáscar “debía afirmar su autoridad en Cusco (capital histórica y religiosa), nudo de intrigas dinásticas y de viejos rencores, y como tal necesitaba afirmar su derecho a la mascaypacha por sus dotes personales, que no habían sido todavía probadas”. Ambas situaciones coexistirían, “y el inestable equilibrio entre los hermanos se prolongó mientras cada uno procuraba consolidar su fuerza”.
Pasados unos pocos años en los que Atahuallpa había rechazado la invitación de Huáscar para visitar Cuzco personalmente, el príncipe de Quito optó por enviar numerosos presentes y una delegación de alto nivel en señal de acatamiento. Pero los enviados fueron apresados y ejecutados. Así la lucha entre hermanos quedó abierta, y “por todo el Tihuantinsuyu se extendieron los combates y las sangrientas represiones” de un lado y otro. “Ni los hombres, ni las waqas, ni los poblados mismos se salvaron de la violencia -refiere Larriqueta-, en una mezcla de acciones bélicas y venganzas religiosas”.
En uno de los combates, Atahuallpa fue apresado, pero “mientras sus captores celebraban la victoria, el príncipe, que se había dañado una oreja en la refriega, logró escapar gracias a que, según su propio relato, el Sol, su padre, lo transformó en amaru, serpiente, y logró pasar por un agujero pequeño de su prisión”.
Con igual furia de un lado y otro, la guerra continuó, aunque los ejércitos de Huáscar sufrieron sucesivas derrotas, “debilitados desde adentro por las intrigas de las panacas a las que pertenecían sus generales y los orejones encargados del mando”. Esas derrotas debilitaron tanto a Huáscar, que “tomó la decisión extrema de encabezar personalmente los combates”, mientras Atahuallpa “permanecía en Cajamarca(tercera ciudad en importancia del Imperio) y dejaba hacer a sus generales”.
Finalmente, Huáscar fue hecho prisionero, y al conocerse que estaba preso, sus tropas lo abandonaron, influidas también por el creciente prestigio político y militar de Atahuallpa. Los generales del heredero triunfante ingresaron al Cuzco llevando la imagen simbólica de Atahuallpa, “el bulto Ticsi Cápac formado por sus pelos y uñas”, sometiendo a la capital y apresando a todos los parientes y seguidores de Huáscar, a la espera del enviado de sangre divina, Cusi Yupanqui, “que por su alcurnia y nobleza de sangre podría ordenar las terribles sanciones y aniquilaciones que consideraba forzosas”.
Los hechos de guerra habían tomado un giro sorprendente y a la vez definitivo, a pesar de contar Atahuallpa con menores fuerzas. Todo ello reafirmaba la esperanza de Atahuallpa (y los sueños frustrados de su padre, que había preferido vivir y morir en Quito por la situación de zozobra que se vivía Cuzco) de “convertirse en un refundador del mundo como su abuelo Pachacuti”. Mas la refundación suponía “nuevas reglas, nuevos territorios incorporados y una limpieza religiosa y política, porque la vida dispendiosa de las panacas cusqueñas hacía difícil sostener la prosperidad del Tihuatinsuyu”.
A todo ello se aprestaba Atahuallpa, cuando recibió la noticia de la llegada de unos intrusos que venían del océano. Entonces en lugar de continuar hacia el Cuzco, donde se dirigía, volvió a Cajamarca, en cuya plaza se sellaría su destino.
La vuelta de Tici Viracocha
El Imperio Incaico había experimentado un proceso de acumulación de territorios desde la conquista del Cuzco, después de imponerse a chancas, collas, lupacas, huancas, chimus y chinchas y extender sus dominios hacia el Norte (Ecuador) o Chinchasuyu; hacia el Sur (Altiplano, Norte argentino, Cuyo y Chile) o Collasuyu, que, junto al Continsuyu (al Oeste) y Antisuyu (al Este), conformaban el Tahuantinsuyu o territorio total del Imperio Inca.
Desde tiempos inmemoriales, aquí, como en el otro lado del mundo, los territorios ya ocupados por otras tribus o pueblos se habían ganado después de un proceso de conquista. Los demás eran territorios de nadie. Y en la grande extensión de lo que sería América (a partir de 1507 se concebiría recién con ese nombre) eran más los territorios deshabitados que los conquistados.
Tan desconocido era el territorio no habitado por los incas, que nominaban a sus confines –el Maule (Chile) y Quito (Ecuador)-, “las fronteras con la nada”. “Los dioses te acompañarán porque serás uno de ellos -le había dicho Topa Inca Yupanqui a su hijo Huayna Cápac al transmitirle el mando-. “Muchas veces me he preguntado -le diría- hasta dónde debemos extender nuestra presencia para cumplir ese mandato y los dioses me han dicho que es menester llegar hasta donde empieza la nada”. Llegar hasta las fronteras con la nada era el mandato divino que cada Topa Inca (Emperador inca) había recibido de Tici Viracocha y que transmitía a su descendiente en el trono.
Según una de las líneas de la mitología incaica, Viracocha era un dios “blanco” que vino del mar empujado por los vientos; de ahí las dos varas que empuña en sus manos (como dos remos). Después de volver al mar, se temía que algún día regresaría para vengarse de los que no le habían sido fieles. Pues bien, de ese dios y de la creencia y convicción en su mandato divino devenía el poder y seguridad de los Incas para gobernar, conquistar y dominar la tierra que pisaban. Por eso, el mundo incaico se basaba en el poder del Inca, depositado en él por Viracocha para ejecutar sus designios en aquel mundo teocrático y jerárquico. La alta y sagrada misión del Emperador era organizar el mundo y lograr el equilibrio de ese todo indiferenciado de divinidad, naturaleza y humanidad existente. De más está decir que su voluntad era sagrada e incontestable.
En su lecho de muerte, éste habría sido el mandato del Inca a su heredero: “La opinión de los hombres no puede ser mayor que la de los dioses. Ese es el orden divino, que debe ser también el orden humano. Pero no olvides nunca que el orden divino está hecho para alegría de los hombres”. Este habría sido, en su lecho de muerte, el mandato del Inca a su heredero. Y en esa misma transferencia de poderes divinos y humanos, el Topa Inca le había revelado a su hijo: “En el mar no hay nada, es un espacio que no debes temer, porque por allí se fue Ticci Viracocha una vez terminados sus trabajos, y solo hombres en pequeños grupos, pacíficos mercaderes, vendrán de las grandes aguas que se extienden hasta donde no alcanza la vista”. Era la profecía que anunciaba la llegada de los españoles y que Atahuallpa, fiel al mandato divino, malinterpretaría, permitiendo el avance de los españoles y finalmente su apresamiento y sacrificio.
Como apunta Tzvetan Todorov en su libro sobre los aztecas, útil en este caso, “un mundo sobredeterminado forzosamente habrá de ser también sobreinterpretado”. De alguna manera, eso fue lo que selló el destino de aztecas e incas. Si según las profecías debían llegar alguna vez los hombres barbudos del mar, y sucedió, un acontecimiento tan extraordinario como aquel no podía sino ser sobre interpretado “como anuncio de otro acontecimiento… infausto” que debía ocurrir, más allá de toda previsión o resistencia…
En la sociedad prehispánica, completa Todorov, “el porvenir del individuo está ordenado por el pasado colectivo: el individuo no construye su porvenir, sino que este se revela: de ahí el papel del calendario, los presagios, de los augurios”, que proveen los sacerdotes del imperio “en función de la armonía universal”. De allí también que el destino individual estuviera atado al destino del Imperio y a sus códigos religiosos.
Como su abuelo Pachacuti –depositario de una manera particular de ver el mundo-, Atahuallpa creía en estas circunstancias que el poder divino que ostentaba sería más duradero que el de la fuerza. Además, Topa Inca le había señalado a su descendiente los peligros internos y cómo combatirlos: “No transijas con los que duden de tu mando, aunque sean tus hermanos, porque eso sería violar la voluntad de los dioses que te han elegido”. Esas creencias llevarían finalmente a debilitar las fuerzas del imperio en el momento crucial de su existencia, y la guerra interna por el trono entre Atahuallpa (hijo dilecto de Huayna Cápac) y Huáscar, su hermano, terminarían dividiendo y debilitando a los incas en su hora más grave.
Esas habían sido las dos debilidades del Imperio: “la enorme extensión y diversidad de dominios y las intrigas de las familias reales del Cusco, las panacas, las líneas dinásticas de los Incas precedentes que seguían vivos en sus momias y en los poderes de los descendientes”, cuyas vidas dispendiosas y conflictos frecuentes entre ellos eran un motivo de inquietud para la máxima autoridad del Imperio.
Así como de esa inseguridad había resultado la matanza que Huayna Cápac ordenó de algunas concubinas y sus hijos después que el Topa Inca descubriera la conspiración de algunos príncipes, al morir Huayna Cápac, Huáscar que gobernaba en el Cuzco, apresó y ejecutó a los enviados de Atahuallpa -hijo preferido de Huyana Cápac-, que gobernaba en Quito. Así quedó abierta la lucha fratricida y “por todo el Tahuantinsuyu se extendieron los combates y las sangrientas represiones… en una mezcla de acciones bélicas y venganzas religiosas”.
Ya en plena lucha entre hermanos, después de un incidente en que Atahuallpa fuera apresado y pudiera liberarse casi milagrosamente, creció su fama y su poder, hasta que finalmente Huáscar fue hecho prisionero. Las huestes de Atahuallpa entraron en el Cuzco, sometieron la capital y apresaron a todos los parientes y aliados de Huáscar, ejecutándolos.
“Aunque te canses y te desanimes por algunos fracasos aparentes -le habría dicho el Topa Inca a su hijo Huayna Cápac, que éste transmitiría a su hijo Atahuallpa-, recuerda que estás cumpliendo con un mandato divino y que por eso no estarás nunca solo”.
Su liberación casi milagrosa de la cárcel, el aprisionamiento de su hermano y la victoria ante él, aun contando con fuerzas minoritarias, convencieron a Atahuallpa de su destino divino y de su inmunidad e impunidad frente a cualquier adversidad. Esa creencia en la inmutabilidad del poder incaico llevaría a Atahuallpa a confiar en su poder sagrado y dejar hacer a los españoles que, siendo apenas un puñado de hombres, se alzarían con la victoria frente al poderoso emperador y su imperio.
El 16 de noviembre de 1532, “después de las embajadas y los mensajes y de haber hecho esperar a los aterrados españoles todo el día, el Inca Atahuallpa decidió hacer su entrada triunfal y restellante de gloria en la plaza de Cajamarca, dispuesto a imponer su grandeza y someter a los ciento setenta y ocho extraños bajo su aura divina y el poder de su ejército de cuarenta mil hombres que rodeaba el sitio”.
Encerrados entre los muros de la plaza ceremonial que el Inca les había dado por residencia, los españoles estaban a su merced, pero ante la imposibilidad de retroceder o esperar pasivos su destino, arremetieron contra la comitiva imperial que había ingresado a la plaza. “Las andanadas de los arcabuses, el desborde de los caballos espoleados, el ruido de los cascabeles de los pretales, las clarinadas, el humo de las descargas, los gritos y los fulminantes golpes de las espadas toledanas -expresa Larriqueta– revolvieron la plaza atestada de indios como si el mundo se hubiera dado vuelta”.
El apresamiento de Atahuallpa en ese desconcierto, y su ejecución poco tiempo después, cambió de repente el destino de aquel mundo aparentemente inmutable y eterno de los Incas. Y ya nada ni nadie podría volver el tiempo atrás.