Los términos de un debate cultural pendiente. Por Elio Noé Salcedo

Identidad, latinoamericanismo, panamericanismo, multiculturalismo, globalización, transculturización y plurinacionalismo

Para un defensor de nuestra identidad continental como José Martí (1891), “en América hay dos pueblos y no más que dos, de alma muy diversa por los orígenes, antecedentes y costumbres y solo semejantes en la identidad fundamental humana. De un lado está Nuestra América y todos sus pueblos son de una naturaleza de cuna parecida e igual mezcla imperante; de la otra parte, está la América que no es nuestra…”: la América anglosajona.

En el caso de Nuestra América, esa condición de americanos -“de cuna parecida e igual mezcla imperante”-, “lejos de traducir una realidad étnica”, como entendía también Manuel Ugarte, resulta ser “la síntesis racial que configura nuestra identidad latinoamericana”, es decir, “más bien, una realidad histórico-cultural”. En ese sentido, como apunta a su vez un académico latinoamericanista contemporáneo, el Dr. Claudio Maiz, “la nación, como la raza” (la Patria Grande mestiza y común) representa “una instancia integradora”, como así también “las vías genuinas de la universalidad”, a partir de la cual somos una “síntesis racial que configura nuestra identidad latinoamericana”.

No hay, no obstante, solo un problema puro de identidad. No es solo ser consciente o no conscientes de esa identidad: “… otro peligro corre, acaso, nuestra América-sostenía Martí-, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales”.Desde que son dos cosas distintas y existen diferencias entre ambas Américas (de intereses, conveniencias, necesidades, etc.), está próxima la hora -completaba el cubano-, en que la otra América (que se ha convertido en un poder dominante de carácter imperialista desde el final del siglo XIX) “se le acerque demandando relaciones íntimas (las famosas “relaciones carnales”), en la medida en que se trata de “un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña”.

En efecto, “el desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América y urge, porque el día de la visita está próximo”. Por eso, nos advertía Martí, “que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe”, pues “por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia”; en cambio “por el respeto, luego que la conociese sacaría de ellas las manos”.

Había y hay, sin duda, una relación estrecha entre identidad y manejo de nuestras relaciones con nuestro vecino del Norte, que no se puede ni se debe despreciar. Martí y Cuba lo sabían, como lo saben México, Puerto Rico, toda América Central y todos los países de América Latina y el Caribe que han mantenido y mantienen relaciones formales con el gran vecino del Norte, desde que son “naciones independientes” unas de otras, y por lo tanto débiles e inviables por sí solas.

Es por todo ello que necesitamos saber de una vez por todas, quiénes somos, qué nos espera solos, hacia dónde vamos y hacia dónde debemos dirigirnos y/u orientarnos para ser –como decía el Gral. San Martín- lo que debamos ser. Porque si no, no seremos nada.

Latinoamericanismo versus panamericanismo

Ya en 1819 Simón Bolívar se planteaba en Angostura: “ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y naturaleza de dos Estados tan distintos como el inglés-americano y el americano-español”.

A propósito de esa diferencia, escribía José Vasconcelos, “llamaremos bolivarismo al ideal hispanoamericano de crear una federación con todos los pueblos de cultura (indo) española. Llamaremos monroísmo al ideal anglosajón de incorporar las veinte naciones (indo) hispánicas al imperio nórdico, mediante la política del panamericanismo”. En el fondo, como bien dirá en su momento César Zumeta, “el panamericanismo no es sino un principio de aplicación del imperialismo”. Ya lo decía Simón Bolívar: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”. Para los que creen que el pasado ha sido superado por la posmodernidad, tenemos malas noticias

En ese sentido, “el revés de la trama del panamericanismo (conocido también como interamericanismo) –subraya Claudio Máiz- fueron las veintinueve intervenciones armadas de los Estados Unidos en los países de la región del Caribe, tan solo entre 1898 a 1930”, pasando por Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo y Haití, sin contar el despojo de la mitad del territorio de México y el rapto de Panamá a la República de Colombia entre 1840 y 1904.

Incluso, con apoyo u omisión de Estados Unidos, después de la adopción de la doctrina Monroe, se produjeron intervenciones europeas en países americanos. Entre ellas, la ocupación de las Islas Malvinas por parte de Gran Bretaña en 1833, el bloqueo de barcos franceses a los puertos argentinos entre 1839 y 1840, el bloqueo anglo-francés del río de la Plata de 1845 a 1850, la invasión española a la República Dominicana entre 1861 y 1865, la intervención francesa en México entre 1862 y 1865, la ocupación inglesa de la costa de los Mosquitos (Nicaragua) y la ocupación de la Guayana Esequiba (Venezuela) por Gran Bretaña en 1857.

Lo mismo ocurrió con el Tratado Interamericano de Apoyo Recíproco –TIAR– en 1982, durante la Guerra de Malvinas, desnudando una vez más los fundamentos del panamericanismo y/o del “apoyo interamericano recíproco”, sin contar la intervención estadounidense en nuestra América a través de presiones diplomáticas directas, directivas o bajada de línea de organismos internacionales, su participación en los golpes de Estado (blandos o duros), incluidos en pleno siglo XXI los golpes en Honduras, Paraguay, Brasil o Bolivia, o los acuerdos económicos bilaterales o regionales tipo NAFTA o ALCA, que no han hecho otra cosa que confirmar nuestra debilidad, dependencia y subordinación.

Si como dice Julio Ycaza Tegerino, latinoamericanismo y panamericanismo constituyen dos “sistemas distintos de aglutinación”, que “obedecen a bases culturales, espirituales y políticas diametralmente opuestas”, sólo uno de los dos sistemas se ajusta étnica, económica y espiritualmente a la amplia visión de nuestros pueblos. “Uno –aclara Manuel Ugarte- nos pondría a la zaga de un pueblo de origen y antecedentes distintos”; el otro exige una política “estrictamente celosa de la suprema integridad moral (dignidad nacional, conciencia nacional, valores y pensamientos propios), sin la cual no puede mantenerse nunca la integridad material(soberanía y bienestar)”.

Multiculturalismo y globalización de las naciones

En los años 70 del siglo XX, en Canadá y Australia, y poco más tarde en Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Francia, es decir en los países política, económica y culturalmente dominantes del mundo occidental, aparece una teoría que es a la vez una fuerte corriente ideológica conocida como Multiculturalismo, agitada como bandera por los organismos internacionales de educación y cultura (UNESCO) e incluso financieros, como el Banco Mundial.

Precisamente, en una de las actividades curriculares de la Diplomatura en Historia Argentina y Latinoamericana que la Facultad de Filosofía Humanidades y Artes de la UNSJ dictó en 2015 junto a otras 12 Universidades Nacionales, en coordinación con la Universidad Nacional de Villa María y el Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego, algunos diplomandos nos preguntábamos qué intereses o propósitos perseguían esos reconocidos imperios coloniales en la década del 70, luego ampliamente ratificados en los ’90 y años siguientes, para poner en agenda una discusión sobre “las culturas” (en realidad una anacrónica y disgregante discusión étnica), justo cuando buena parte de nuestra generación cuestionaba fuertemente los designios imperiales que nos habían impedido ser una Nación y nos habían dividido en más de 20 países sin destino ni viabilidad histórica.

¿Qué objetivo tenía la balcanización étnica disfrazada de multiculturalidad promovida desde los países imperiales? En el fondo, ese planteo pretendía imponernos la idea de la pureza y diferenciación de las razas, cuando, en verdad, todas las razas se han mezclado en algún momento de su historia. Sin mestizaje no habría humanidad. Muy por el contrario, Adolfo Hitler pensaba que “las mezclas raciales colapsaron la civilización”, pensamiento retrógrado y absurdo a la vez, pues el mundo es el producto de la integración de pueblos, culturas y civilizaciones en el transcurso de su vida histórica.

Claro, no se trata de etnias ni razas sino de países imperiales dominantes y países subordinados y dominados y ahora de poderes financieros concentrados y países subordinados o no a sus designios.

Identidad versus Diversidad

Según el diccionario digital Wikipedia que recoge las nociones globales de uso corriente, el término multiculturalismo designa la “coexistencia pacífica” de diferentes culturas en una misma entidad política territorial, y es a su vez una teoría que busca “comprender” los fundamentos culturales de cada una de las naciones caracterizadas por su gran diversidad cultural. Cabe aclarar, antes de aceptar sin más esos conceptos o definiciones, que las “naciones” latinoamericanas no son en realidad “naciones” sino una misma y grande Nación en su conjunto –con una identidad cultural mayoritaria, resultado de la integración de las culturas indígenas e ibéricas, e incluso africanas-, como la concebían los héroes de nuestra Independencia y sus contemporáneos, y tal como lo sostiene y lo ha sostenido el pensamiento nacional latinoamericano desde Bolívar, San Martín, Artigas, Morazán y Martí hasta nuestros días.

Bien decía José Martí en 1891: “Nuestra América y todos sus pueblos son de una naturaleza de cuna parecida o igual, e igual mezcla imperante”, base y complemento de ese otro pensamiento del gran chileno Felipe Herrera: “Nuestra América no es un racimo de naciones sino una sola nación deshecha”.

Por supuesto, desde organismos internacionales (que generalmente responden a la ideología imperial dominante de la aldea global), no se cuestiona esa categoría de “naciones” atribuida a cada pedazo de nuestra desgarrada Patria Grande, desconociendo de hecho y derecho el carácter macro-nacional de América Latina, cuyos pueblos son partes de una misma nación inconclusa, fragmentada justo al nacer a su vida independiente por intrigas y operaciones del Imperialismo de turno (el imperio británico ayer y el imperio norteamericano hoy), con la complicidad y beneplácito de las oligarquías lugareñas.

Seguramente esta interpretación crítica de la historia no cuenta con la aprobación de esos organismos “globales” ni figurará nunca en su agenda -ni en la del 2030 ni en la del 5000- ni tampoco entre sus presupuestos o paradigmas culturales, cuyo propósito no es liberarnos de nada ni liberar a nadie sino dividirnos para dominarnos mejor.

Multiculturalismo y Nación

Estamos de acuerdo en que el término “multicultural”, tal como lo entienden esos organismos, se aplique a Canadá, que a pesar de su multiculturalismo es considerada debidamente una Nación y “una de las urbes más multicultural del mundo, con casi 40% de su población de origen extranjero” (Wikipedia).

A propósito, se preguntaba Manuel Ugarte a principios del siglo XX, aludiendo a Estados Unidos: “Si la América del Norte, después del empuje de 1776, hubiera sancionado la dispersión de sus fragmentos para formar repúblicas independientes… ¿comprobaríamos el proceso inverosímil que es la distintiva de los yanquis?”. No hay duda de que “lo que lo ha facilitado –se respondía Ugarte- es la unión de las trece jurisdicciones coloniales que estaban lejos de presentar la homogeneidad que advertimos entre las que se separaron de España. Este es el punto de arranque de la superioridad anglosajona en el Nuevo Mundo”.

Resulta curioso que a América Latina se le cuestione y se le objete e impugne su carácter o condición nacional de conjunto, con el mismo argumento que a Canadá y a Estados Unidos de Norteamérica se le reconoce y valora el mismo carácter o condición nacional de todos sus Estados reunidos.

Según la historia mitrista (“Historia de San Martín”), la disgregación de Nuestra América fue un hecho consumado por “la coordinación de las leyes normales que presidieron la fundación de las repúblicas sudamericanas… según ley natural”. ¡Llama la atención que para la Historia y la Cultura Oficial –en línea con la cultura imperial dominante- sea una ley natural la disolución de la Grande Patria Americana del Sur, e igualmente natural la unión de los Estados Unidos del Norte o del bilingüe Canadá! Unión y desunión, ¿pueden responder a una misma ley natural?

Tampoco resulta extraño, viniendo de quien viene, que desde entidades internacionales dominadas por el pensamiento único o, en su defecto, por la “coexistencia pacífica” heredada de la Guerra Fría y su falso “equilibrio” posterior, se haya percibido -por derecha y por izquierda- “la necesidad de crear nuevos mecanismos sociales que favorezcan la diversidad cultural, la “equidad” y la creatividad social en el plano local, nacional y regional”, cuando la necesidad inmediata de nuestros pueblos para liberarse del peso que les impide despegar y el domino que los subyuga es otra: favorecer la identidad que los hermana (a pesar de la diversidad étnica y/o cultural) y entender que la “equidad” no vendrá si no es a través de una verdadera y profunda Justicia Social que alcance a todos, sean del origen étnico que sean, y reconocer que si hay algo que a América Latina le sobra, es creatividad, originalidad y potencialidad en su conjunto, y originalidad producto de su mestización étnica, religiosa y cultural.

Esa corriente multicultural (a tono con la exigencia imperialista de “dividir para reinar”) resulta un despropósito, cuando de lo que se trata es de unir voluntades e integrar culturas en lugar de dividir.

Conceptos como “multiculturalismo” o “diversidad cultural” se utilizan más bien para “favorecer” las diferencias que para identificar y reivindicar nuestra ya varias veces centenaria cultura mestiza mayoritaria –si es que todas las culturas no lo son-, en circunstancias en que la mayor necesidad histórica de los latinoamericanos es fortalecer la identidad nacional y crear una fuerte comunidad de cultura que sirva a los intereses de nuestra reintegración o reunión nacional, tal como lo demanda el legado de nuestra historia, y sin cuya consecución no habrá presente ni futuro ni desarrollo y bienestar para todos.

Multiculturalismo y transculturización

Más que multiculturalismo y diversidad cultural, el problema a resolver se emparenta con otro término que ha sido dejado de lado últimamente: transculturización. En esta era global que registra el conflicto entre países dominantes y países dominados (hoy reemplazado o superpuesto al conflicto entre poderes financieros concentrados y países, como bien dice Horacio Paccazochi), el término transculturización denota no solo la presencia de determinados elementos culturales no propios de una cultura, sino esencialmente la “transferencia etnocéntrica y unidireccional de elementos culturales de una cultura dominante a otra cultura, generalmente subordinada”. De eso se trata la tan repetida pero desatendida “colonización pedagógica”.

Pero, entiéndase bien: la cultura dominante no es la de un sector de las “naciones” que no son naciones (la de cualquier país de América Latina) sobre otro sector de su población cuyo origen étnico es diferente, sino la de la cultura imperial respecto a los países y/o culturas periféricas (de cualquier país latinoamericano o de su conjunto), proceso que el pensamiento nacional ha relacionado adecuadamente con el fenómeno imperialista de la colonización cultural, que es además la condición y el puente de la colonización económica.

En este mundo globalizado, si no empezamos por reconocer la subyugación cultural y económica de los países “subdesarrollados” a los países “desarrollados” y a los intereses concentrados que estos protegen, será imposible advertir, entre otras, la trampa de la transculturización en el aparente aséptico y desinteresado propósito de “favorecer la multiculturalidad y la diversidad”, que en realidad esconde y desvía el problema político, económico, social y cultural principal.

Nos inclinamos a pensar que nuestra cultura nacional latinoamericana se construye más a partir de lo que nos identifica que a partir de lo que nos diferencia o nos separa, sin desconocer que hay que resolver el mundo de desigualdad e injusticia social que nos separa externa e internamente y reconocer y aprovechar la historia y la cultura común que nos une.

Si no fuera así, estaríamos nuevamente ante un grave problema de supervivencia nacional, como sucedió a la llegada de los españoles, en la que solo un puñado de soldados pudo vencer a cada uno de los imperios y tribus existentes, que se desconocían entre sí, hablaban cada cual una lengua irreconocible para los demás, practicaban cada uno su propia religión y no actuaban en conjunto, sino al contrario. No deberíamos subestimar justamente, entre las razones que permitieron la derrota de los dos grandes imperios de América precolombina, esas “graves disensiones internas” de Tlascaltecas y Totonacas, entre otros, con los Aztecas, en México, y la de los hermanos Huáscar y Atahualpa en el Cuzco, aparte de las diferencias culturales y sociales que separaban a los cientos de grupos étnicos -sin una identidad común- existentes antes y después de la llegada de los españoles. Si no, como bien dice Roberto Ferrero, los nuevos designios disgregantes “no harían sino sumar la balcanización étnica a la balcanización política que ya padece la América Latina, con gran beneficio de las potencias imperialistas”.

Coincidimos también con Juan José Hernández Arregui (entre otros pensadores nacionales) en que es perentorio conocer la historia de Nuestra América, “deformada mediante técnicas de penetración y dominio que el imperialismo utilizó para guardarnos desunidos”, y entender que la exigencia de ahondar en nuestra realidad latinoamericana “responde al imperativo de contemplarnos como partes de una comunidad mayor de cultura”, de territorio, historia y destino común.

Reconocernos como latinoamericanos –más allá de circunstancias históricas irreversibles y las diferencias étnicas o culturales menores, aunque potenciadas para dividirnos-, es la primera condición para poder liberarnos del yugo supranacional que nos domina y nos divide en Naciones de primera y Naciones de segunda, y dentro de nuestra propia Patria Grande, en una infinita diversidad de pueblos (de los que nadie niega su origen), pero que requieren la unidad política e ideológica para enfrentar el presente y el futuro.

Solo asumiendo nuestra identidad común latinoamericana y actuando en consecuencia dejaremos de padecer las grandes injusticias nacionales y sociales (entre ellas, las que padecen los postergados sectores indígenas), en esta multiplicidad de “naciones” sin destino en la que se divide a su vez Nuestra América.

Ya es hora de tomar debida conciencia de que “América Latina no se encuentra dividida porque es subdesarrollada, sino que es subdesarrollada porque está dividida”, y de que “ningún país podrá realizarse en un Continente que no se realice”, como nos lo advirtieran tempranamente nuestros grandes pensadores nacionales.

¿Plurinacionalismo o una misma Nación común?

Desde hace un tiempo a esta parte, se viene reivindicando en forma independiente y separada de las reivindicaciones latinoamericanas comunes, el derecho de los pueblos antiguos de nuestro territorio a una nacionalidad distinta a la de los demás nacidos en nuestro mismo Continente Nación. Incluso, se ha llamado a constituir una RUNASUR, es decir una congregación paralela a la UNASUR para luchar por los derechos de esas “nacionalidades”. Del mismo modo, se ha plasmado en la Constitución de la República de Bolivia su carácter de Estado Plurinacional.

En rigor de verdad, como bien ha dicho el historiador Roberto A. Ferrero en su respuesta a la convocatoria que hiciera el ex presidente de Bolivia Evo Morales Ayma para constituir una “RUNASUR” de los pueblos originarios en forma paralela o a cambio de la ya tan castigada y debilitada UNASUR, “la única nación es Latinoamérica”.

Es esa la Nación que el imperialismo hegemónico y el neoliberalismo cómplice pretenden mantener dividida y dispersa en la medida de lo posible, aparte de que “originarios somos todos los nacidos en el suelo americano, y los únicos no originarios son los extranjeros”. En ese sentido, la propuesta de crear “Estados Plurinacionales” en los países ya divididos, separados y aislados por el imperialismo en el siglo XIX y XX (todavía desunidos y dominados en el siglo XXI), no hace más que empeorar la situación estructural de América Latina y el Caribe, dividida, desunida y dominada. Asimismo, la propuesta de crear un organismo competitivo con la ya debilitada y vapuleada UNASUR, sencillamente resulta involuntaria e inconscientemente, entendemos con Ferrero, “un llamamiento a aumentar y legitimar la balcanización y la fragmentación de Latinoamérica”.

Establecer en la Constitución de Bolivia el carácter de “plurinacional”, explica Ferrero, “fue un grave error, o en todo caso una necesidad para lograr la suma de distintas parcialidades altoperuanas indígenas para enfrentar y derrotar a la derecha antinacional. Pero no hay que hacer de la necesidad virtud”, pues, como sabemos, hasta “el mismo Evo experimentó los inconvenientes de gobernar con varias “naciones originarias” dentro de Bolivia”.

Ahora bien, “si una parcialidad étnica es mayoría en un país-como dice Ferrero-, es justo y lógico (lo más democrático) que lo gobierne para todos, pero no que lo divida. Y si es minoría, que luche junto al resto del pueblo para hacer valer sus derechos, pero no para fracturarlo”, pues de ser así, jamás lograremos, como antes decía Alfredo Terzaga, aquella “independencia efectiva”. No olvidemos que el imperialismo se especializa en cooptar y/o succionar a las minorías -del tipo y orientación que sea- para satisfacer sus intereses imperiales.

De darse esa situación “plurinacional”, tampoco alcanzaríamos, por la misma razón señalada, “la integración total de los muchos millones de indígenas en forma de vida de dignidad social y económica dentro de una estructura nacional que posea personalidad definida” (Terzaga), pues como hemos visto, el imperialismo y el neoliberalismo corrompen la cultura y la opinión pública a través de los medios de comunicación que hegemoniza y de los operadores mediáticos que paga, o los “influencer” que copta el sistema y los seguidores que capta a través de las redes sociales.

Pensamos con Roberto Ferrero que “los movimientos indigenistas deberían sumar sus reivindicaciones legítimas a las del resto de los grupos, clases y colectivos que deben integrarse en un gran movimiento nacional y popular. No enarbolarlas por separado(como sucedió sin atenuantes no hace mucho en Ecuador, que hizo triunfar a la coalición proimperialista), porque así serán inofensivas y funcionales al establishment”.

En verdad, la reivindicación social de las masas indígenas tanto como no indígenas –en un continente en el presente de mayorías no indígenas sino mestizas (salvo en algunos lugares de Nuestra América como Bolivia y Guatemala), vendrá de la mano de la liberación nacional y social de América Latina y el Caribe en su conjunto y no de la creación de nuevas “nacionalidades” o de la restauración de las antiguas “nacionalidades” que el tiempo dejó atrás irrevocablemente.

Cabe preguntarse qué es lo que realmente nos conviene a todos: ¿Una Gran Nación Continental o una multiplicidad de patrias chicas sin viabilidad histórica como ha sido tanto para las innumerables “naciones” originarias como para las veinte “naciones” contemporáneas nacidas de la disgregación y/o balcanización de Nuestra América a comienzos del siglo XIX? En dos siglos, ¿cuál ha sido el resultado de mantener veinte “naciones” independientes unas de otras, pero dependientes de un mismo poder hegemónico y concentrado que actúa por encima de los países, y lógicamente de las mayorías y de los pueblos de Nuestra América? ¿Qué sería de nosotros, al contrario de los Estados unificados, de constituir tantas “naciones” como pueblos o etnias originarias existen?

Como apunta Norberto Galasso y Guido Chávez en sus tesis sobre indigenismo, “esta tendencia, en vez de propiciar la incorporación de las 40 comunidades indígenas al frente antiimperialista (no por indios sino por víctimas coloniales) divide el frente, introduciendo antagonismos de siglos atrás (étnicos, culturales e incluso políticos)  sin comprender que la oligarquía, cuando desdeña a los cabecitas negras (mestizos, por otra parte), no lo hace tanto por racismo sino por odio de clase, lo que está probado por el repudio de esa misma oligarquía a los inmigrantes españoles e italianos (y también rusos, polacos, judíos, árabes, turcos, etc.) no obstante la identidad étnica” europea o de otros continentes.

La realidad de que la inmensa y abrumadora mayoría de los latinoamericanos somos mestizos y/o de descendencia criolla, nos debería llevar a pensar que, solo asumiendo nuestra identidad común y unidad podremos ser definitivamente libres de antiguos, presentes y futuros colonialismos, sabiendo además con Héctor P. Agosti, que “nuestra herencia nacional –en cuanto a historia, cultura y lengua común- ya no es únicamente la primigenia cultura indígena ni la vieja tradición hispano-criolla. Es también todo lo que incorporó la inmigración europeaDe la misma manera, no somos solo argentinos, bolivianos, colombianos o haitianos por nuestra conformación particular en los últimos 200 años, sino que somos a su vez latinoamericanos por nuestra conformación histórica y cultural en los últimos 500 años.

Esa síntesis, “capaz de subsumir las contradicciones y orientarlas hacia una síntesis efectiva”, es la que nos expresa y que informa nuestro crecimiento, maduración, personalidad e identidad a través del tiempo, sin que ello signifique que hemos dejado o debamos dejar de ser nosotros mismos, solamente porque hemos sido enriquecidos por otras culturas o somos el fruto de varias culturas: sin ser una u otra, y conformamos colectivamente desde nuestro nacimiento como tal, una cultura diferente y original. Otra cosa es desconocer nuestra verdadera identidad o despreciar la cultura heredada, que es otra forma de negarnos.

Precisamente, la idea de la unidad de los nacidos en estas tierras antes y después de 1492 “estaba sólidamente fundada en la mente de los hombres de la Independencia” y constituía, de acuerdo al pensador nacional Alfredo Terzaga, “el cimiento de la política entre los nuevos Estados” y era “el nervio motriz de las empresas libertadoras” de San Martín y Bolívar. Esa idea daba a la guerra de la Independencia –sostiene el pensador nacional de Córdoba- “un doble pero indisimulable carácter: el de guerra de emancipación y guerra de formación nacional” a la vez.

Un mismo espíritu latinoamericano

De lo que se trata, en definitiva, además de recuperar nuestra conciencia y/o memoria histórica completa y sin grietas –porque ella es de algún modo el prerrequisito de nuestra conciencia política (conciencia nacional)-, es de “crear un mercado gigante para los latinoamericanos y no para las multinacionales radicadas en América Latina -como dice Ferrero-, que transfieren a sus casas matrices el excedente generado localmente, fugan divisas al exterior a través de la bicicleta financiera e impiden o demoran el proceso de acumulación del capital nacional”.

La unidad y creación de semejante y gigantesco mercado es a la vez el requisito de nuestro desarrollo, bienestar y autorrealización nacional, y la autorrealización nacional el requisito de nuestra realización social, técnica, científica y personal. Ciertamente, la unidad latinoamericana, “no obstante la grandiosidad de su carácter como empresa política, no es un fin en sí misma” sino que “posee una naturaleza instrumental a escala histórica, apuntando a la finalidad de un desarrollo auto centrado de nuestras fuerzas productivas y de la cultura, la civilización y el bienestar que le son inherentes”.

Tampoco debe olvidarse que “la unidad de América Latina en un objetivo político”, y, por lo tanto, su centralidad política deber ser transversal a toda la sociedad, gobiernos, clases, etnias, partidos e instituciones públicas solventadas por el Estado (como por ejemplo las universidades), con el fin de ver y concebir en la realización de esa unidad y/o integración con los otros Estados hermanos, el objetivo político estratégico por antonomasia.

A esta altura de la historia, la identidad e independencia espiritual –conciencia “americanista” y/o latinoamericanista– resulta un prerrequisito tanto de la unidad como de la liberación política, económica y social del imperialismo como factor de poder externo subordinante, y para ello y por ello, no hay lugar tampoco para un espíritu, ideología o sentimiento “nacional” estrecho: de “patria chica” -inviable-; “étnico” -de carácter fragmentado o fragmentario-; ni tampoco “universalista”, “globalista” o “internacionalista”, inconducente y contrario a nuestros intereses nacionales latinoamericanos en sus diversas variantes.

Por el contrario, debemos ser fieles a nuestro origen como latinoamericanos, entendiendo con Federico de Onís, que “originalidad viene de origen, quiere decir algo que está en el fondo de uno mismo; y la originalidad americana está en el hecho de ser América y no ser Europa” ni Estados Unidos ni España, sin dejar de ser lo que somos desde hace 500 años, cuando la sangre, la cultura, la convivencia y el destino común, al mezclarse, fueron generando lo que somos actualmente.

De lo contrario, ya sabemos cuál ha sido el resultado de nuestra falta de unidad material y espiritual: “No estamos desunidos porque somos sub desarrollados sino que somos sub desarrollados porque estamos desunidos”. Unirnos y poner en común lo que somos en su totalidad y multiplicidad -cuando ya el siglo XXI nos encontró “desunidos y dominados”- requiere de un auténtico nacionalismo de carácter continental latinoamericano. Porque, en definitiva, “ningún país podrá realizarse en un Continente que no se realice”. Ese es el gran desafío del siglo XXI.

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