Literatura y política: dos Incas Americanos

Por Elio Noé Salcedo

Continuamente, en un país como el nuestro -semi independiente en lo político, y económica y culturalmente subordinado-, la política y la cultura, la política y la literatura en particular, se cruzan e inter fecundan en sus respectivos caminos. Es por esa condición semicolonial que la cultura y la literatura inciden tanto, en un sentido u otro, en la política y en la conformación o no de un pensamiento y de “un ser” nacionalque tiene raíces varias veces seculares y mestizas.

La historia latinoamericana reconoce a dos americanos de sangre inca, española y criolla como precursores de la literatura y la política nuestro americana (o sea nacional) en su permanente inter fecundación. Son ellos el Inca Garcilaso de la Vega (de padre español y madre india), “el primer gran escritor de América”, y el Inca Yupanqui (de padre indio y madre criolla), diputado americano en las Cortes de Cádiz en los albores de nuestra independencia política de España.    

Inca Garcilaso: el primer escritor latinoamericano

El Inca Garcilaso de la Vega (1539 – 1616) es uno de los grandes representantes de la cultura nuestra americana del período indo-hispánico, junto al dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón (1580 – 1639), el poeta Luis de Tejeda y Guzmán (1604 – 1680) y la poetisa, dramaturga y prosista Juana Inés de la Cruz (1648 – 1695).

Emparentado con el famoso Garcilaso de la Vega español, el Inca Garcilaso fue “el primer gran escritor de América que con su quechua natal y el conocimiento heredado del latín hizo del español una lengua americana”, como lo reconocía el director de la Real Academia Española, Darío Villanueva, en la conferencia inaugural de la exposición de la obra de Garcilaso de la Vega en España, el 16 de junio de 2016.

Su obra literaria, en la que supo asumir y conciliar sus dos herencias culturales: la indígena y la española, se destaca por el gran dominio y manejo del castellano, por lo que alcanzó gran renombre intelectual en América y en la península Ibérica, en la misma época que España transitaba su Siglo de Oro durante el Renacimiento europeo. Sin duda, resulta uno de los escritores e intelectuales sobresalientes de Nuestra América y un precursor destacado de la Inteligencia latinoamericana comprometida con su tierra y con su época.

En su obra se destacan los “Comentarios Reales de los Incas”, publicada en Lisboa en 1609. En ella expone la historia, cultura y costumbres de los incas y otros pueblos del antiguo Perú. Considerada la obra cumbre del escritor, sería prohibida por la corona española en todas sus colonias luego del levantamiento de Túpac Amaru, precisamente por considerar a aquella obra sediciosa y peligrosa para los intereses de la Corona, pues según el criterio de la Inquisición alentaba la sublevación y la restauración del Imperio incaico. La prohibición rigió desde 1781 en adelante, aunque la obra se siguió imprimiendo en España. Otra obra importante del Inca Garcilaso es “La Florida del Inca”, publicada en Lisboa en 1605. Se trata de un relato de la conquista española de la Florida en 1532. Florida sería comprada por Estados Unidos a España en 1819, a cambio de respetar la soberanía de Texas. Dicho acuerdo no se cumplió, y Estados Unidos se quedó con Texas y la mitad del territorio mexicano heredado de España.  

Finalmente, aunque existen muchos otros escritos, prólogos y comentarios de los que participó el escritor e intelectual americano, en 1617 publicó la segunda parte de los Comentarios Reales, más conocida como “Historia General del Perú” (que vería la luz después de su muerte), en la que el autor trata sobre la conquista del Perú y el inicio de la colonia.

El general San Martín, en su estadía en Córdoba durante la preparación de la campaña libertadora, y en debate la forma de gobierno en el marco del Congreso de Tucumán, reunió a lo más granado de la intelectualidad de “la Docta” para proponerles la reedición del libro del Inca Garcilaso, prohibido por la Corona española. Dicha propuesta, en palabras del propio Gral. San Martín, no era solo en atención al valor literario ni histórico del texto sino a su “más estricta actualidad política”, dado el carácter de la obra “que hace tanto honor a los naturales de este país y descubre, al mismo tiempo, con una moderación digna de las circunstancias, la tiránica ambición y falso celo de sus conquistadores”.

La obra del Inca Garcilaso de la Vega y las circunstancias en las que apareció publicada, el revuelo que levantó y las iniciativas que despertó, renuevan para nosotros un viejo e importante mandato: los deberes y la misión del intelectual en una sociedad semicolonial como la nuestra.

Un Inca en las Cortes españolas

Dionisio Uchu Inga Yupanqui -el otro Inca americano que queremos reivindicar en estas crónicas- nació en Los Reyes, Perú, en 1760, y fue nombrado representante americano en la Junta Central de Cádiz en 1810.

Era hijo de un noble indio de origen mestizo, Domingo Uchu Inga Ampuero (teniente coronel del Ejército Real), y de la acaudalada criolla Isabel Bernal. Descendiente del gran emperador inca Pachacuti por vía materna (4ª generación), habiéndose trasladado con su familia a España cuando tenía nueve años, fue educado en el Real Seminario de Nobles de Madrid por ser hijo de noble indígena.

Americano él como el plebeyo José de San Martín, igual que aquel hijo de las Misiones, Yupanqui luchó en la guerra por la independencia española contra las tropas francesas de Napoleón en la península ibérica. La revolución de mayo de 1810 en el Río de la Plata los encontró a ambos del otro lado del Atlántico. El Inca Yupanqui fue nombrado diputado suplente en las Cortes de Cádiz (aunque ejerció la titularidad todo el tiempo entre 1810 y 1813) en representación del Virreinato del Perú.

Dada las dificultades que tenían para llegar a España los representantes americanos durante la ocupación francesa, los españoles designaron como delegados suplentes para las Cortes (Juntas Revolucionarias) a los americanos que residían en Madrid. No obstante, más allá de las intenciones de los peninsulares, los americanos residentes en España (como era el caso de Yupanqui y del propio coronel San Martín) tenían cabal conciencia de su origen y no andaban vendiendo su identidad al mejor postor.

Mientras el Inca Yupanqui defendería al pueblo americano desde las Cortes de Cádiz (1810 – 1813), San Martín volvería a América (1812) para defender a sus paisanos desde el propio territorio de origen. En esa destacada función, al Inca Yupanqui le cupo una destacada labor a favor de los derechos americanos. A él se debe la frase (luego parafraseada por el mismo Carlos Marx): “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”, argumento principal de su famoso discurso de 1810 en las Cortes Españolas.

El discurso del Inca Yupanqui

En su memorable discurso, el Inca Yupanqui interpelaría al rey ausente (prisionero de los franceses), cuya autoridad era asumida en su ausencia por la popular Junta de Cádiz: “Señor… Diputado Suplente por el Virreynato del Perú, no he venido a ser uno de los individuos que componen este cuerpo para lisonjearle: para consumar la ruina de la gloriosa y atribulada España, ni para sancionar la esclavitud de la virtuosa América… Vuestra Majestad no la conoce. La mayor parte de sus diputados y de la Nación apenas tienen noticias de este dilatado continente. Los gobiernos anteriores le han considerado poco, y sólo han procurado asegurar las remesas de ese precioso metal, origen de tanta inhumanidad, de que no han sabido aprovecharse. Le han abandonado al cuidado de hombres codiciosos e inmorales; y la indiferencia absoluta con que han mirado sus más sagradas relaciones con este país de delicias ha llenado la medida de la paciencia del padre de las misericordias, forzándole a que derrame parte de la amargura con que alimentan aquellos naturales nuestras provincias europeas”.

Sacuda V.M. –proseguía Yupanqui- apresuradamente las envejecidas y odiosas rutinas, y bien penetrado de que nuestras presentes calamidades son el resultado de tan larga época de delitos y prostituciones, no arroje de su seno la antorcha luminosa de la sabiduría ni se prive del ejercicio de las virtudes. Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre…”. “Napoleón, tirano de la Europa su esclava –concluía el Inca Yupanqui-, apetece marcar con este sello a la generosa España. Esta, que lo resiste valerosamente no advierte el dedo del altísimo, ni conoce que se castiga con la misma pena al que por espacio de tres siglos hace sufrir a sus inocentes hermanos. Como Inca, Indio y Americano, ofrezco a la consideración de V.M. un cuadro sumamente instructivo. Dígnese hacer de él una comparada aplicación, y sacará consecuencias muy sabias e importantes…”.

La Constitución de 1812 y el destino americano

 Instalada el 24 de septiembre de 1810, desde un principio, la Junta Central de Cádiz se había dividido entre “liberales” y “serviles”, de cuya paradójica conjunción resultó la célebre Constitución española de 1812. Sería a partir de entonces que los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española”, rezaba ya un decreto de 1809. Por primera vez en trescientos años, dejaba de emplearse en los documentos oficiales de las cortes españolas el vocablo “indias” o “colonias”, para ser reemplazado por la palabra América. Pero una cosa era la letra y otra la realidad española y americana.

Como bien dice el autor de “Historia de la Nación Latinoamericana”, “la política vacilante de la Junta y su temor al pueblo en armas no logró sino un fracaso tras otro”, neutralizando todos los intentos por mejorar la situación de unos y otros. Tal vez, dice el mismo autor, “el desenvolvimiento del imperio español-americano mediante el progreso del capitalismo en la metrópolis, podría haber proporcionado a las colonias un nacimiento histórico más sano”. Así también, la lucha por la independencia nacional contra los franceses (que unía a españoles y americanos en esas circunstancias históricas) resultaba indisociable del derrocamiento del absolutismo español -defendido por los “serviles”- y de la conquista de las libertades y soberanía popular que reclamaban los “liberales” tanto españoles como americanos, entre los que se encontraban San Martín y el Inca Yupanqui.

Pero ni España saldría del absolutismo y se desenvolvería en términos capitalistas modernos como las naciones más desarrolladas de Europa, ni América sería considerada en igualdad de condiciones por España, ni el pueblo ni las “clases infames” lograría las libertades y digna condición reclamadas por Yupanqui y los diputados americanos. Si al separar la independencia de Francia de la revolución española, España se condenaba al atraso y al fracaso de la revolución iniciada, al negarle derechos efectivos a los americanos, le imponía como única solución la Independencia.

Sin destino ya en la península, regresaban en 1812 a América algunos oficiales criollos como San Martín y Alvear, y la revolución americana cobraba vida propia. Tampoco la independencia de España equivaldría a la democratización y modernización de la vida económica y social de América.

Las oligarquías lugareñas, que hegemonizaron la revolución independentista, para nada comprometidas con la unidad nacional ni la revolución democrática, le darían la espalda a San Martín y Bolívar, asesinarían a Monteagudo, exiliarían a O‘Higgins, condenarían al ostracismo de por vida al gran Artigas y olvidarían todas las reivindicaciones del Inca Yupanqui en las Cortes de Cádiz, haciendo fracasar en definitiva la revolución nacional americana, que suponía independencia con unidad continental, revolución industrial y democrática e igualdad social.

América, “en lugar de una sola y fuerte soberanía –señala Jorge A. Ramos-, obtuvo el grotesco triunfo de elevar dos docenas de provincias a la categoría de “Naciones” semi independientes y sin viabilidad histórica. De allí la frase que sintetiza nuestro drama continental: “América Latina no se encuentra dividida porque es “subdesarrollada” sino que es “subdesarrollada” porque está dividida”. En ello reside la clave profunda de nuestro retraso y la falta de realización integral y definitiva como Nación.

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