Cuadernos privados

El testamento de Lenin y yo

31/07/2011. Por Laura Ramos

Clarin.com Ciudades

El testamento es un género completamente literario para mí. Menos por las escenas de lealtades encontradas frente a la enigmática última voluntad del testador y los hechos dramáticos que esa última voluntad desencadenará que por esa calidad de fisgoneo póstumo, de intrusión tortuosa, de representación de un dilema moral.

El testamento de Lenin , publicado por mis padres en un tomito de colores de la editorial Coyoacán, que ellos mismos fundaron (y fundieron), me producía una curiosidad tan mórbida como los libros de testamentos de Balzac. Cuando lo leí, me decepcionó bastante, porque se trataba de un testamento político.

Pero para los grupos trotskistas a los que adscribía mi familia en los años cincuenta, y que respondían a la llamada Cuarta Internacional, el testamento personal y más categórico de Lenin había sido la carta que éste le envió a Stalin en marzo de 1923. “Ha tenido la grosería de llamar a mi mujer por teléfono y ofenderla, a pesar de que ella le había hecho saber que estaba dispuesta a olvidar lo que le había dicho. Todo lo sucedido ha llegado a conocimiento de Zinóviev y de Kámenev por ella misma. No tengo intención de olvidar tan fácilmente lo que se ha hecho contra mi persona, y no necesito decirle que lo que se ha hecho contra mi mujer lo considero también contra mi persona. Por tanto, le ruego que considere si está dispuesto a retirar sus palabras y a ofrecer disculpas o si prefiere romper las relaciones entre nosotros.” Lenin, que ya estaba gravemente enfermo, se refería a palabras insultantes que Stalin había proferido contra la camarada Nadejda Constantinovna Krupskaya a propósito de unos informes del Comité Central que ella había obtenido para su compañero pese a los consejos de los médicos.

Ediciones Coyoacán tomó su nombre de la casa de la calle Viena que alojó a León Trotsky en México desde el año 1939, luego de que el revolucionario ruso dejara la Casa Azul de Frida Kahlo y Diego Rivera, y un año antes de ser asesinado por un agente estalinista. Los volúmenes tenían un diseño tan moderno que podían haber sido de la Escuela de la Bauhaus de Weimar: eran muy delgados, de un solo color de fondo y caracteres negros, carecían de ilustraciones y cada uno llevaba un número diferente. Cientos de libritos fucsias, verdes, celestes poblaban las paredes de nuestro departamento. Con mi hermano hacíamos juegos de memoria: uno citaba el título de un libro y el otro tenía que adivinar el color, su número en la colección y el autor. “ La cuestión judía ”, decía él. “Amarillo, 14, Arturo Jauretche”, arriesgaba yo. “No, perdiste, es violeta, 23, Carlos Marx”, me decía él.

Pero el verdadero testatio mentis de Lenin fue dictado a su secretaria el 24 de diciembre de 1922: “El camarada Stalin, llegado a Secretario General, ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy seguro de que siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia. Por otra parte, el camarada Trotsky, según demuestra su lucha contra el Comité Central con motivo del problema del Comisariado del Pueblo de Vías de Comunicación, no se distingue únicamente por su gran capacidad. Personalmente, quizá sea el hombre más capaz del actual Comité Central, pero está demasiado ensoberbecido y demasiado atraído por el aspecto puramente administrativo de los asuntos.” En la misma nota se encuentra el párrafo favorito de los grupos trotskistas, y el más problemático para los estalinistas. “Stalin es demasiado brusco, y este defecto, plenamente tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, los comunistas, se hace intolerable en el cargo de Secretario General. Por eso propongo a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto y de nombrar para este cargo a otro hombre que se diferencie del camarada Stalin en esos aspectos, a saber: que sea más tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc. Esta circunstancia puede parecer una fútil pequeñez. Pero desde el punto de vista de prevenir la escisión y desde el punto de vista de lo que he escrito antes acerca de las relaciones entre Stalin y Trotsky, no es una pequeñez, o se trata de una pequeñez que puede adquirir importancia decisiva.” La denuncia de Nikita Kruschev del 25 de febrero de 1956 ante el XX Congreso del Partido Comunista sobre lo que en mi bibliografía doméstica se conoció como “los crímenes de Stalin” significó un acontecimiento de legitimación personal para mis padres (¿de legitimación de su ilegitimación?). Cuando mi hermano y yo teníamos tres o cuatro años nos advertían, con un brillo pícaro en los ojos, ante sus amigos: “Pueden decir cualquier mala palabra, pero hay una que nunca, jamás pueden pronunciar, bajo ninguna circunstancia: Trotsky”. Antes de que terminaran nos largábamos a la calle a gritar: “¡Trostsky! ¡Trostsky!” mientras escuchábamos, como un fondo operístico, como una representación de la tetralogía de El anillo del Nibelungo de Richard Wagner, sus risas descomunales.

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