La inteligencia británica en el Río de la Plata
Jorge Abelardo Ramos
Ningún lector de la prensa mundial se ha informado jamás de que un agente secreto hondureño, digamos, fuera detenido en Washington por intentar robar importantes planos militares. ¿Quizás alguien pueda recordar la noticia de que un espía argentino resultó sorprendido en Moscú en oportunidad de tomar contacto con una bella Secretaría del Politburó? ¿Podríamos asombrarnos de saber que el M15 británico ha desbaratado una red boliviana de inteligencia establecida en Londres?
Prólogo al Informe de Lord Franks sobre la guerra de Malvinas, publicado en inglés por la Cámara de los Comunes y en castellano por el autor.
La sola mención de estas fantasías despertará una involuntaria sonrisa en el desprevenido lector. ¡Cómo pretenderlo! ¡Si tan solo somos latinoamericanos! No servimos para espiar grandes secretos. Solo servimos para ser espiados.
Pues, en resumidas cuentas, ¿cómo aspirar a contar con servicios de espionaje o contraespionaje que verdaderamente sirvan al interés de la patria si la patria no se conoce a sí misma y si la autodenigración latinoamericana es el prerrequisito de la dominación imperial extrema?
¿Para qué sirven en la Argentina los Servicios de inteligencia?
Para que los múltiples organismos se espíen los unos a los otros y entre todos espíen a los argentinos. ¿Es que podría ser de otro modo? ¿No es acaso cierto que durante la gloriosa gesta de las Malvinas la CÍA, encubierta como “Misión Militar norteamericana” tenía su sede y excelente puesto de observación en el propio edificio del Comando en Jefe del Ejército argentino en la Avenida Paseo Colón? Hecho tan extraordinario era congruente con el desempeño de las funciones como Ministro de Economía, en un país en guerra con Gran Bretaña, del Dr. Roberto Alemann, representante de los bancos suizos y de los intereses europeos que al mismo tiempo nos sancionaban y bloqueaban (1). En el otro bando Estados Unidos era aliado “de facto” de los ingleses. Gracias a sus satélites—espías, el submarino “Conqueror” dispuso de la información necesaria para hundir el crucero “General Belgrano” con 321 hombres que se perdieron con la nave.
En lo que respecta a los rusos, que contaban con sus propios satélites, poco les costaba quedar bien con argentinos, ingleses y yanquis al proporcionarnos valiosa información… tardía. Por fortuna, los científicos argentinos montaron en pocas semanas, una red mundial de detención, apoyada en territorio del Tercer Mundo, que facilitó las operaciones aéreas de la Argentina y determinaron buena parte del éxito en el hundimiento de naves británicas.
Convengamos en que un país semicolonial, saqueado por los banqueros internacionales y sus amigos nativos del género de Martínez de Hoz, González del Solar, Grinspun y Sourrouille (no ha variado la técnica del saqueo desde el gobierno militar a la democracia radical) no está en condiciones de gozar de “soberanía en inteligencia”. Pero no por razones tecnológicas, sino porque le han enseñado a no desearla. Es suficiente recordar que bajo un régimen militar dominado por la oligarquía financiera (1976— 1983) fue destruida hasta sus cimientos la industria electrónica argentina. De la destrucción de la industria nuclear se encargará el gobierno del Dr. Alfonsín en nombre de la “democracia representativa”.
Los países realmente soberanos son aquellos cuyos hijos deciden, más allá de la valoración de sus regímenes políticos— sociales, qué tipo de existencia nacional desean vivir. Veamos un educativo ejemplo. Imaginemos que un banquero tucumano viaja a Washington, acompañado de algunos colegas correntinos, ecuatorianos y chilenos. Después de examinar las cuentas del gobierno de Estados Unidos, ordena disminuir los gastos en previsión social, el nivel de salarios, el número de soldados de las Fuerzas Armadas y, para terminar, suspende los programas de exploración cósmica y el plan nuclear. Aplicada la hipótesis a Estados Unidos se revela enseguida su carácter humorístico. Aplicada a la Argentina o América Latina, es una realidad cotidiana y trágica. Para todo aquel que se formule la pregunta sobre cuál es la diferencia existente entre un país imperialista y un país semicolonial, bastará el ejemplo citado. Y nada importa que el país semicolonial, en este caso la Argentina, cuente con una bandera, un escudo, una moneda, un Ejército, una estampilla o una Aduana. Con todo lo dicho quedará claro por qué la Argentina carece de verdaderos Servicios de Inteligencia y por qué disponen de ellos las grandes potencias.
A este respecto viene a cuento una anécdota con dos protagonistas singulares. Uno de ellos es el Dictador de Bolivia, el joven Coronel Germán Busch y su interlocutor, el célebre Embajador de Estados Unidos en Buenos Aires en los días calientes de 1945, Spruille Braden, adversario de Perón. Diez años antes, en 1936, Braden era representante norteamericano en la Conferencia de Paz que debía poner fin a la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay.
Para tratar la frontera demarcatoria definitiva entre los dos países se reunió Braden con el Coronel Busch. He aquí el desenfadado y por momentos cínico relato que Braden publica en sus Memorias: “Mientras discutíamos los límites, le enseñé a Busch varios mapas del Chaco… todos malos e incompletos. Finalmente, le dije: “Usaremos el mejor mapa que disponemos” y saqué de mi cartera un mapa de Bolivia secreto y numerado por el Estado Mayor. Los ojos del Presidente se abrieron como platillos. Sonriendo le dije: “Señor Presidente, no se sorprenda que tenga este mapa. Por supuesto fue robado de su Estado Mayor, pero no por mi persona. Se lo arrebaté a los argentinos”. Esto era cierto literalmente. Este mapa resultó el mejor auxiliar durante la noche “.
La disputa del Chaco escondía un duelo entre la Standard Oil (norteamericana) y la Shell (angloholandesa). Lo más probable es que el Servicio Secreto Británico, que apoyaba al Paraguay y a la Shell con la complicidad argentina, hubiese robado del Estado Mayor boliviano dicho mapa y lo traspasara a la Argentina pro inglesa y pro paraguaya. Por su parte, el espionaje norteamericano (Standard Oil) le robó al Ejército argentino, según la confesión del embajador Braden. La afrenta de Braden al Presidente de Bolivia era moneda corriente. Los Estados latinoamericanos no tenían Inteligencia propia, ni nada propio, salvo su humillación (2).
Si la guerra de Malvinas que Inglaterra perdió, permitió al país recobrar un orgullo nacional y una repulsión al imperialismo que parecían extinguidos para siempre, no han sido extraídas hasta hoy las lecciones que se desprenden de aquellos días heroicos. Por el contrario, algunos jefes militares argentinos han resultado víctimas de la campaña de “desmalvinización” que sucedió a la caída de Puerto Argentino. Resultado funesto, si se parte del principio de que la defensa nacional es insostenible si el núcleo espiritual básico de un país, que es la conciencia nacional, es vacilante, insegura y duda de sí misma.
Iniciar y consumar la recuperación de las Malvinas fue una victoria política y estratégica en sí misma (ya que rompió la inmovilidad de un siglo y medio) y la rendición de Puerto Argentino constituyó una derrota táctica, pero que no alteró el significado global de la guerra y su positivo valor histórico. Justamente la idea de que la guerra fue perdida es la que manipula el Servicio Secreto Británico y los “partidos políticos de la rendición incondicional”, que parasitan en la Argentina.
La victoria consistió en poner de pie al pueblo de América Latina, en una admirable resurrección del espíritu revolucionario, desvanecido desde los tiempos de San Martín. Que la Argentina haya combatido con fuego y acero a la formidable flota coaligada de las potencias anglo-sajonas, en un combate que estuvimos a punto de ganar; que el bondadoso rostro de la democracia británica haya sido desnudado por la lógica de la guerra y se descubriera a los ojos del mundo la perversa y corrompida fisonomía de Dorian Gray; en fin, que la Doctrina Monroe y el presidente Reagan, el TIAR y la presunta “solidaridad hemisférica” ante una agresión extra-americana hayan quedado reducidas al valor de un papel mojado y los héroes argentinos exhibiesen al Occidente en su intrínseca falsedad, eso se llamaría ganar una guerra por sí, por lo demás, la Argentina no la hubiese ganado en la propia alma de sus Fuerzas Armadas.
Hay que recordar que desde 1955 los militares argentinos habían sido seducidos por la mafia de la oligarquía financiera “democrática”, en nombre de Occidente. Se habían tragado como angelitos desde 1976 la fábula de la “seguridad nacional”, en tanto Martínez de Hoz amasaba la formidable deuda externa que hoy quita el pan de la boca a soldados, oficiales y trabajadores.
Pero cuando esas mismas Fuerzas Armadas ocuparon las Malvinas en 1982, la mafia bancaria de Martínez de Hoz y la partidocracia encabezada por Alfonsín se alejaron rápidamente de los militares, que habían adulado hasta ese preciso momento. Ese giro de la historia también hizo mudar la actitud de los oficiales. ¿Habrá algún oficial argentino que a tres años de la guerra de Malvinas tome en serio una sola palabra procedente de Occidente, de su cristiandad monetizada, de su democracia falsificada, de su civilización empapada en sangre? No lo creo. Pues así se gana una guerra, con la redefinición del enemigo, si esa guerra es una guerra por la independencia nacional. Tal fue el milagro purificador del 2 de abril.
De todo lo dicho procede el interés del Informe Franks. El Lord ha fundado su Informe a la Cámara de los Comunes en el material reunido por la Comunidad de Inteligencia de Gran Bretaña. Del Informe se desprende claramente un hecho que da por tierra con la campaña de “desmalvinización” urdida por los Servicios de Inteligencia ingleses en la Argentina. Ese hecho decisivo, al que aludiremos enseguida, prueba que el General Galtieri no fue víctima de un ataque de demencia repentina y que la Junta militar que integraba no resolvió la reconquista de las islas persiguiendo un “cambio de la imagen externa”, según sostiene la más estúpida de las versiones nacidas de la pequeña burguesía “democrática” y de sus amos internacionales (3).
El Informe Franks demuestra que, por lo menos cinco años antes que Galtieri soñara con ser Comandante en Jefe del Ejército y hasta Presidente de la República, la situación entre la Argentina y Gran Bretaña se encontraba al borde de la ruptura y del enfrentamiento militar. En enero de 1976, como lo prueba un texto del Dr. Arauz Castex, ministro de Relaciones Exteriores, que era un gran Canciller y tenía la dignidad inherente al cargo, publicado en el Informe Franks, durante el Gobierno de la Presidenta Isabel Perón. El estado de tensión era intolerable. No solo habían pasado 150 años de la usurpación del suelo nacional por los ingleses y 17 de discusiones estériles en las Naciones Unidas. Simplemente, la arrogancia inglesa no admitía ya dilatación alguna.
Pretendían discutir indefinidamente, sin fijar plazos para concluir. En realidad, los ingleses no hacían ningún misterio de su voluntad de no hacer nada. Lord Carrington había manifestado a un embajador argentino en Londres que las negociaciones no progresaban “porque el problema no tenía entidad política para el Reino Unido “. A otro embajador, el mismo Lord le había dicho bromeando: “Para los ingleses, las Malvinas son el caso 242 en materia de prioridades de su política exterior”. Tiempo disponían de sobra. Insolencia no les faltaba.
Los ingleses estaban convencidos de que la ilimitada paciencia argentina solo era una máscara transparente de la impotencia nacional. Multitud de señales, sin embargo, les advirtieron que “no hay tiento que no se corte “. La situación se tornó tan peligrosa, que los servicios secretos británicos juzgaron inminente la adopción de medidas militares por parte de las autoridades argentinas. Por esa causa, el gobierno británico envió en 1976, en el mayor secreto, al área de Malvinas, un submarino nuclear y dos fragatas milisísticas. Otro de los méritos del Informe Franks es que la guerra de Malvinas conmovió la proverbial adhesión inglesa al Secreto de Estado. Esto quiebra una antigua tradición británica. Como es universalmente sabido, los norteamericanos han convertido a la CÍA en una agencia de publicidad. Los viajes “secretos” del General Vernon Walters a la Argentina para conspirar contra Galtieri en el curso de la guerra eran conocidos por media ciudad de Buenos Aires. Los ingleses, en cambio, con el paso de los siglos adquirieron la rara virtud de la reserva. Cultivar formas sigilosas, avaras de palabras, constituyeron casi un estilo nacional. Por esa causa, la historia de sus relaciones reales con el mundo periférico, en particular con la Argentina, continúa sumida en la sombra. Un día pregunté al Profesor Ferns, de la Universidad de Birmingham, cómo se había atrevido a publicar un libro revelador sobre las relaciones anglo—argentinas, a la luz de la proverbial discreción inglesa en la materia. Era un hombre apacible. Se sacó la pipa de la boca y me contestó: —Es que yo no soy inglés. Soy canadiense.
Los Servicios Secretos británicos, a cuyo auxilio acude el Informe Franks, dispusieron en toda época de la ayuda, tanto de los escritores, novelistas o historiadores más notables de Inglaterra, sino de la colaboración desinteresada y con frecuencia espontánea de anglófilos de todas partes del mundo. El hechizo del poder británico parecía ilimitado en el siglo XIX y todo lo que era inglés se suponía inmejorable. La “anglomanía” hacía furor, desde Marx hasta Alberdi (4).
Bastaría releer las “Bases”, de Alberdi —considerado ritual-mente como un breviario de sabiduría política escolar— para convenir en que el Imperio británico, sobre todo en las zonas del globo terráqueo sometidas a su “control indirecto”, gozaba de una reputación difícil de comprender en nuestros días. Este prestigio se originaba en causas históricas y en consecuencia estaba lejos de ser inexplicable. A medida que se reforzaba el poder naval y económico del Imperio en las regiones templadas exportadoras de alimentos (Río de la Plata) las instituciones de las Repúblicas ganaderas tendían a parecerse, y aspiraban a ello, a las instituciones clásicas del poder británico, a sus costumbres y hábitos: se admiraba la monarquía constitucional, la Cámara de los Comunes, el té de la India, el cambio de guardia en el Palacio Real, el sábado inglés, el whisky escocés y el paraguas, el football y el golf, Scotland Yard y la leyenda de su Servicio Secreto. Cada uno de estos delicados productos del genio británico aparecía revestido para la cipayería argentina de un “aura” especial. Al Servicio Secreto, desde una época inmemorial, acudían a trabajar o a colaborar personalidades “independientes”, artistas, aventureros, hombres rápidos de negocios oscuros, homosexuales de la aristocracia, escritores y todo género de celebridades. La mayor parte de ellos trabajaban por algún tiempo como “espías sin oficio”. En caso de crisis nacional, dichas personas prestaban su ayuda por razones patrióticas.
(Sólo en la Argentina el patriotismo es una mala palabra. Pero no lo es en Inglaterra). Figuras como el historiador ArnoldToynbee, el novelista Graham Greene, el escritor de aventuras Ian Fleming, los ilustres G. K. Chesterton, Arnold Bennett, Arthur Conan Doyle, John Galsworthy, George Trevelyan, Gilbert Murray y Somerset Maughan, trabajaron para “los Servicios”. Hasta el satírico y disconformista irlandés Bernard Shaw no vaciló en brindar su apoyo literario en una ocasión al Servicio Secreto para una operación de propaganda destinada al consumo de los árabes. ¡El gran disconformista! No era nada nuevo. ¿Acaso en los siglos XVI y XVII los escritores Marlowe y Daniel Defoe no habían sido agentes a sueldo de los Servicios Secretos?
Me pregunto qué diría la opinión pública “ilustrada” de la Argentina si Borges o Sábato hubiesen colaborado con los “Servicios de Información” de las Fuerzas Armadas, prestando su imaginación para fabular mentiras útiles o “información negra” (o sea falsa) necesarias al Estado Nacional. Nadie podría concebir tal colaboración comenzando por los celebrados escritores que menciono y cuya fama en Europa se funda en no escasa proporción en su desdén por la “estrechez nacional” y su activa militancia en favor del Universo. Últimamente, también Octavio Paz ordeña el tema. Parecería monstruoso. ¿Por qué? Si dejamos de lado la naturaleza de tales “servicios” en la Argentina semicolonial, es decir su carácter interno, frecuentemente deleznable y anti popular que los han desacreditado por completo, queda el hecho irrefutable de que la condición marginal del país sume en la impotencia a todas las funciones esenciales del Estado y, para colmo, sitúa al Estado mismo como fuente de ineficiencia, corrupción y despilfarro. Tal es el “terrorismo ideológico” que presiona sin cesar la conciencia pública en la Argentina.
Ese estado de indefensión es global. Gran parte de la “intelectualidad” ha sido formada en una actitud psicológica derrotista, según la cual la Argentina no podría medirse con ninguna de las grandes potencias a riesgo de un fracaso bochornoso. La guerra de Malvinas puso en situación crítica esta subestimación nacional. El gobierno de la “democracia formal” encabezado por Alfonsín suprimió en 1984 del calendario al 2 de abril como “día fasto” y consideró esa empresa, como gran parte de la “pequeña burguesía culta”, como una “aventura criminal”. Numerosos hombres públicos suspiraron en el anhelo inconfeso de una derrota argentina.
No era la primera vez.
En las invasiones inglesas de 1807 vencidos los oficiales británicos desencadenaron simpatías ardientes entre muchas jóvenes de la aldea colonial española. Tal fue el caso de Mariquita Sánchez de Thompson, (en segundas nupcias Sánchez de Mandeville: Mariquita, en materia de maridos, si no era inglés o francés, no había criollo que le viniera bien) deslumbrada con los “jabones de olor” y la política de Londres, que discutía en sus salones. Además de las mujeres, había hombres del patriciado que pasaron al servicio del inglés. El más célebre de ellos fue el capitán de caballería Saturnino Rodríguez Peña y un tenebroso cochabambino, diestro en la pluma y la intriga, llamado Manuel Aniceto Padilla. Ambos organizaron la fuga del General Beresford de su prisión de Lujan y huyeron en banda a Montevideo, en poder de las tropas británicas. Rodríguez Peña concluyó melancólicamente sus días en Río de Janeiro como agente del Gobierno de Londres, mientras disputaba con su compadre Padilla la pensión vitalicia que les había asignado Gran Bretaña por pago de sus servicios de informantes. Eran 500 pesos anuales, unos 400.000 reis.
Por su parte, los propios Servicios Secretos británicos, en la hora de su decadencia, están lejos de controlar las “infiltraciones” de potencias hostiles. Las escandalosas filtraciones de agentes soviéticos han gozado de los favores de la prensa mundial. Es inútil recordar los casos resonantes de Kim Philby, Guy Burguess, Donald Mclean, Antony Blunt (asesor artístico de la Reina) y Sir Roger Hollis, jefe durante 10 años del M15 (contraespionaje) y simultáneamente agente soviético durante 30 años. Si los rusos han podido deslizar tales agentes en el Servicio Secreto Británico, ¿qué resultados obtendría una investigación de los agentes extranjeros en la sociedad argentina, mucho más vulnerable, sobre todo en ocasión de crisis como las de la guerra de Malvinas. (5)
El material notable que presenta el Informe de Lord Franks está fuera de cuestión. Pero conviene señalar al lector que los propios Servicios Secretos británicos dormitan con más frecuencia que Homero. Según el Informe, el Agregado Naval británico en Buenos Aires, durante los días previos al 2 de abril de 1982, solo se enteraba de los movimientos de las naves argentinas por las noticias de la prensa de Buenos Aires. Tampoco tenía medios para obtener informaciones de esa clase por “lo dilatado de las costas argentinas”. Asimismo, carecía de información fotográfica vía satélite. El sistema británico de información en la Argentina se había enmohecido como el propio Imperio. En los tiempos de Beresford, eran más activos y escrupulosos. Igualmente tal languidecimiento puede explicarse por la convicción secular de Gran Bretaña respecto a la fidelidad argentina al “derecho internacional”.
El Informe Franks es un testimonio elocuente de que el Servicio Secreto Británico, aunque alertado como estaba desde hacía años por una posible acción militar argentina de reconquista de las Malvinas, se dejó arrullar, como el Foreing Office, por la monotonía de su propia impunidad. La “impredecible” Argentina del 2 de abril y el genio de sus científicos nucleares no solo dieron un tirón de cola al desdentado león británico. También América Latina sintió el llamado para otro Ayacucho.
Marzo de 1985
(1) Dicha anomalía no pone en cuestión la honorabilidad personal del Dr. Alemann. Durante la dictadura militar del general Onganía (1966-1970) la Argentina contó con un ministro de Defensa, Van Peborgh, que en calidad de voluntario luchó en el Ejército británico en la 11 Guerra Mundial donde alcanzó el grado de Capitán. En la innumerable legión de los anglófilos argentinos, por lo menos Borgec era un artista notable.
(2) El coronel Germán Busch se había destacado por su valentía en la Guerra del Chaco. La generación que regresó del infierno chaqueño quiso transformar a Bolivia. La dictadura nacionalista de Busch fue atacada por la rosca (barones del estaño, vinculados al imperialismo). Lo aislaron y difamaron de tal manera que Busch, un joven íntegro y patriota, se suicidó en su despacho presidencial. Su martirio no fue cantado por ningún poeta. Ncnida. Raúl González. Tuñon, Nicolás Guillen y muchos otros, consagraban sus melopeas al bondadoso Stalin.
(3)Ya en 1941. en plena guerra mundial, el capitán de Fragata Carlos Villanueva, preparó un plan de desembarco y reconquista de las Malvinas por orden de la Armada. Su texto reviste la mayor seriedad técnica.
(4) El corresponsal en Buenos Aires del diario “El País” de Madrid, un periodista español llamado Martín Prieto y cuyo modesto vuelo intelectual vacilaba a la hora de los “Martini”, dejó escaparen una crónica de 1983 que había escuchado en un “cocktail” a la agregada “científica” de la Embajada norteamericana, que la Inteligencia inglesa mantenía en Buenos Aires una red de 120 informantes, entre personal de planta y voluntarios bengalíes.
(5) La caída de Gallierí. el 17 de junio, después de la rendición de Puerto Argentino, a causa de la desobediencia a la Junta Militar del general Menéndez. ofrece a los historiadores un tentador material digno de ser investigado. Los trajines de ciertos sociólogos, dirigentes sindicales, políticos de nota, periodistas venales y seres semejantes que intrigaban desde los domicilios de los diplomáticos norteamericanos hasta las oficinas del Estado Mayor del Ejército, son del mayor interés.