América criolla: Sumisión o Conflicto

Jorge Abelardo Ramos

Al hablar bajo el cielo de Italia sobre el Nuevo Mundo, sería inexcusable no rendir homenaje a Cristóforo Colombo, el obstinado navegante de Génova que descubrió “por error” la terra nova y al sutil cosmógrafo florentino Américo Vespucio, que describió con rigor científico la flora, la fauna y los hombres nuevos. ¡Extraña América criolla! Como atormentado símbolo de su atormentado destino histórico, fue una hija no deseada y llevará un nombre diferente al de su padre.

Si se mira la cuestión más de cerca se comprobará que, para los aborígenes, el Nuevo Mundo era el de los europeos, y que el suyo propio era tan viejo como las civilizaciones que los europeos venían a conquistar y destruir. El poder europeo dominó luego a los así llamados “americanos”. Fueron “descubiertos”, pero a su vez descubrieron a Europa. Ha llegado el momento que se descubran a sí mismos. En definitiva, ¿qué resulto de aquel “Jardín del Edén”, como lo llamara Colón, o “Paraíso Terrenal”, según las palabras de Vespucio? La ilustración europea elaboró de alguna manera la justificación filosófica y científica de la ulterior empresa colonial. Un mundo tan diferente a la sociedad civilizada de Europa no podía ser sino “salvaje”.

La idea fue fructuosa para los civilizadores. Nada resultaría mas práctico a los codiciosos hijosdalgos españoles que excluir a los habitantes de la tierra nueva del género humano, y a sus animales de la geografía zoológica reconocida. Todo aquello que no se parecía a Europa sería clasificado como salvaje o bestial. El eurocentrismo se abrirá camino con los primeros navegantes para alcanzar su culminación plena con dos veredictos inapelables: el de Buffon en el siglo XVIII y el de Hegel en siglo XIX. Buffon afirmó que América era inmadura, que sus hombres eran insignificantes, lampiños y asexuados; que sus batracios eran gigantescos, pero en compensación, sus animales feroces resultaban ridículamente pequeños.

Con la mayor seriedad del mundo, Voltaire agregaría que los leones de América eran calvos. Ya en el siglo XIX el padre Acosta decía en una carta al rey de España: “A muchas destas cosas de Indias, los primeros españoles les pusieron nombres de España”. Espejo de infortunio, las clases ilustradas de América Latina siguieron llamando con nombres europeos a las cosas más propias y originales de la vida latinoamericana. Dominaba la obsesión de la similitud, como patrón de medida para lo óptimo. Y luego avanzó, imponente, inapelable, el filósofo del estado prusiano.

Hegel pronunció una sentencia condenatoria: América del Sur es antes naturaleza que historia. A nuestras espaldas no hay nada: sólo el porvenir dirá si hay una historia posible. América del Sur esta fuera del reino del espíritu. Hegel la expulsa de la historia. Pese a tales dictámenes, España había realizado la hazaña inverosímil de desdoblar su propia sociedad hacia las Indias. A diferencia de las empresas de saqueo colonial de las restantes potencias europeas, los españoles mezclaron su sangre con los aborígenes de la Vieja América. Por medio de tal formidable fusión, nació en cuatro siglos una nueva raza cultural, étnica y política, una sociedad mestiza, criolla, de inmigración cristiana y de paganismo cristianizado, algo muy peculiar que no resultó ser en definitiva ni la América original ni la Europa colonizadora, sino una creación histórica nueva, lanzada hacia el azaroso destino de procurarse una identidad nacional. Lo cual no resultó nada fácil. Pues en tanto Europa y Estados Unidos, desde los siglos XVII, XVIII y XIX, constituyeron sus estados nacionales y aseguraron de tal manera el marco jurídico para la expansión de su plena soberanía y su libertad económica e intelectual, las grandes potencias se opondrán a que los continentes marginales acometan una tarea análoga.

No era “el fantasma del comunismo” el que acechaba a aquella Europa entrevista por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, sino el fantasma del nacionalismo. Las naciones que lograban constituirse, prohibían esa meta a aquellas que deseaban hacerlo. En la misma Europa, en la lejana América del Norte y con mayor razón en los países así llamados bárbaros, los civilizados cerraban el camino a los que querían civilizarse. La América Criolla, desprendida de España en las guerras de la Independencia, fue “balcanizada” por las potencias anglosajonas. Aparece en la historia del último siglo y medio como un mosaico incoherente de 20 Estados supuestamente soberanos, adornados de todas las baratijas jurídicas, filatélicas, arancelarias y rituales de “naciones” verdaderas.

Pero en realidad se trata de provincias, de repúblicas simbólicas, perpetuamente conmovidas por pronunciamientos militares, la sujeción cultural hacia los Estados Unidos o Europa, sumidas en los cultivos de exportación y con las clases ilustradas hechizadas por las civilizaciones clásicas, la democracia formal inmovilista o los marxistas importados. También el pensamiento político de los hijos de la América Criolla es sometido a la “balcanización”. Cada latinoamericano supone pertenecer a una nación. Pero en realidad se trata de naciones no viables.

El imperialismo triunfará en la cabeza de los latinoamericanos, sean de derecha o de izquierda, en tanto los latinoamericanos conciban todas las fórmulas de redención, aún las mas atrevidas, excepto unirse en Nación o Confederación de Estados. Un siglo de dispersión ha logrado borrar en la memoria histórica colectiva que las 20 provincias deben confluir a la gran Nación posible o privarse de un destino.

Hacia el año 2000 América Latina alcanzará a contar más de 600 millones de habitantes que hablan la lengua hispano-portuguesa, que poseen el mayor reservorio de minerales, energías y alimentos que ha conocido la historia y que constituirá la región que cobijará mayor numero de católicos.

Nadie pondrá en duda que se trata de una larga marcha, y, ante todo, de una batalla intelectual de inmensos alcances. Dante reinventó la lengua italiana y luego Maquiavelo, desde Florencia, reflexionó sobre la constitución de la unidad nacional, que recién llegó para Italia tres siglos más tarde. ¿Cuál sería el destino de la República de Massachussets o de la República de Nueva York, si Lincoln no hubiera fundado los Estados Unidos mediante una guerra revolucionaria que abolió la esclavitud, sometió a los refinados plantadores del Sur y expulsó la influencia inglesa de la economía norteamericana? Cada uno de esos Estados de la América del Norte ¿habría llegado a erigirse en potencia mundial? Es justo dudarlo. Más bien podría conjeturarse que el actual territorio de los Estados Unidos será escenario de una inestabilidad crónica, teatro de aventureros militares y de una armonía social semejante a la que reina en la infortunada Centroamérica.

El conjunto del pensamiento europeo se resistió a concebir la idea de que la exigencia interna de América Latina consistía en procurar su unidad nacional. La escuela liberal burguesa exportó a las grandes ciudades-puerto del Nuevo Mundo los códigos civiles y los textos de la democracia formal, para que su aplicación en cada país latinoamericano por separado, operasen las maravillas que exhibían tales textos en la escena del Occidente capitalista. Pero en la América Criolla no había capitalismo (en un sentido pleno y generalizado) y los textos constitucionales producían resultados grotescos. De la izquierda hegeliana, a su vez, de aquellos jóvenes discípulos del gran maestro, provinieron luego las fórmulas revolucionarias. Pero tanto Marx como Engels aplicaron al pie de la letra las despectivas hipótesis de Hegel en su Filosofía de la Historia Universal, respecto de la América del Sur.

También los fundadores del socialismo llamado “científico” expulsaban a los pueblos latinoamericanos de la historia, así como juzgaban “residuos” destinados al “basurero de la historia”, nada menos que a los pueblos eslavos del sur europeo. Marx y Engels juzgaron a los americanos del sur como desprovistos de potencia histórica, perezosos e ineptos para ingresar por sí mismos en el camino de la civilización, salvo con la ayuda de los enérgicos yanquis.

Desde el campo de la ciencia social recién nacida, los fundadores del socialismo moderno desvalorizaban a la América Criolla (y a la India, que según ellos despertaría de su sueño milenario gracias al ferrocarril inglés) de la misma manera que lo hacían con fines menos caritativos y métodos nada teóricos las potencias imperialistas que saqueaban al tercer Mundo. Hubo una coincidencia perfecta entre la izquierda marxista de Europa y en el desarrollo de la supuesta universalización del capital.

La división internacional del trabajo y el mercado mundial reservaba la tecnología compleja a los “países avanzados” y la exportación de productos primarios a los pueblos periféricos condenados para siempre a recibir ayuda de las potencias civilizadas. Cuanta mas ayuda recibían mas crecía la deuda externa. Si algo faltaba actualmente para ligar entre sí a los estados de América Latina, sería justamente la deuda de casi 350.000 millones de dólares, en su mayor parte fruto de la usura lisa y llana, en parte fruto de la estafa bancaria más descarada y de la asociación ilícita entre las oligarquías latinoamericanas con numerosos bancos “serios”.

Con dos flotas imperialistas en los mares de América Latina, una norteamericana que pretende intimidar a Nicaragua (sin entrar a juzgar ahora aspectos de su política interna) y otra armada inglesa que ocupa las islas argentinas de Malvinas podemos evaluar el valor real de las democracias occidentales contemporáneas.

Recordemos asimismo, cuando en el Consejo de Seguridad de 1982 se debatía la reconquista argentina de las Malvinas, no sólo contra la Argentina votaron Gran Bretaña, Estados Unidos y otros estados satélites, sino que se abstuvieron China, la URSS y Polonia. Sólo votó a favor de la Argentina la República de Panamá , aquel pedazo de tierra sagrada donde Bolívar, en 1826, convocó a la unión de la Patria Grande.

Reintegrar a la América Criolla su conciencia histórica perdida quizás sea una aventura tan azarosa como aquella que emprendieron Cristóbal Colón y Américo Vespucio. Pero una gran época define su carácter por el tamaño de las empresas que son capaces de concebir sus contemporáneos. Hemos brindado tolerancia -impuesta o inducida- durante cuatro siglos. Ahora necesitamos cincuenta o cien años de conflicto. Conflicto político, cultural, económico, para unir a la gran Patria disgregada. Después podremos ofrecer al mundo, de igual a igual, milenios de tolerancia. Con la realización de ese magno objetivo, transformaremos una historia pasiva en historia creadora. La utopía se trocara en acto. Y llamaremos pumas, soberbios pumas, a los leones calvos de la leyenda europea.


Exposición de Jorge Abelardo Ramos en agosto de 1984 durante el Meeting 84 de Rímini, Italia.

Versión: Marxists Internet Archive, noviembre de 2002

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