Socialismo y Cultura
Jorge Abelardo Ramos
Marx amaba a los poetas. Su amistad con Heine y con Freiligrath pasó por las alternativas borrascosas que imponía la política versátil de los artistas; pero Marx les extendía siempre un bill de indemnidad. “Los poetas son seres especiales, decía a su hija; no podemos juzgarlos como a personas corrientes.” El autor de El Capital había dialogado con las musas en sus años jóvenes. La poesía y lo poético no podían serle indiferentes a este científico, que además era un revolucionario y un poderoso imaginativo, devorador de novelas. Releía a Esquilo en griego una vez al año, por lo menos. Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe y Balzac aparecen una y otra vez en sus obras, evocando la fruición de intensas y repetidas lecturas (1). No había en las predilecciones literarias y artísticas de Marx el menor vestigio de “espíritu de partido”, si entendemos por esta expresión su sentido contemporáneo de “progresista” o “reaccionario”, a que han reducido al marxismo sus epígonos moscovitas. A diferencia de Lenín, cuyos gustos se circunscriben casi exclusivamente a los clásicos rusos del siglo XIX, Marx era un europeo formado en el centro cultural de Occidente, siendo él mismo su máxima expresión crítica. Entre sus proyectos incumplidos al morir, figuraba el de escribir libro sobre la obra de Balzac. Pero no se propuso elaborar una “estética”. Poseía en alto grado la convicción de que el proletariado debía asimilarse toda la cultura acumulada por los regímenes sociales precedentes, para ser digno de continuar durante su dictadura, en un plano más alto, las grandes conquistas espirituales de la Humanidad. Engels señalaba a la clase obrera alemana como “heredera de la filosofía clásica”. Pero ni Marx ni Engels fijaron plazos ni recetas para esta tarea. Antes de considerar los problemas artísticos, la clase obrera debía conquistar el poder. Por lo demás, Marx no se propuso legar un repertorio omnisciente de respuestas válidas para uso de los revolucionarios del futuro. Entre las múltiples cosas que un genio como Marx no podía preveer, figuraba el establecimiento de una “estética marxista”, de la que Marx por supuesto no es responsable. El mérito de esta notable invención perteneció a Stalin, ldanov y, por derecho sucesorio, a Khrushchev. Lo curioso es que la burocracia rusa creó una “estética”, esclavizando simultáneamente a las artes. Las estipulaciones de dicha estética se asimilan, por sus consecuencias prácticas y a pesar del antagonismo de las disciplinas respetivas, al Derecho penal.
De lo dicho no debe inferirse que para los fundadores del socialismo científico el arte jugase un papel puramente “decorativo” en el proceso histórico. La concepción materialista de la historia sostiene que las relaciones de producción constituyen la base real de toda sociedad (2). Sobre esa base se erige una “superestructura” cuyas expresiones jurídicas, políticas, filosóficas y artísticas están históricamente condicionadas por aquella. Entre la base y la cúpula, entre la economía y el arte, para tomar las dos categorías extremas del proceso, no existe una correlación automática, como pretenden ciertos facciosos, sino relaciones por decir así ambiguas y matizadas, difíciles de precisar, salvo abrazando un gran período histórico y cuyas leyes propias requieren estudios particulares insustituibles por la estúpida jerga “marxista”. Pero de que las manifestaciones “superestructurales” encuentren en último análisis su explicación histórica general en las condiciones de producción, no significa en modo alguno que la ideología, o el arte, desempeñen en la historia un papel puramente “reflejo”. Esta caricatura no pertenecía a la mano de Marx, sino a la de sus discípulos más torpes o a sus malignos adversarios. Por el contrario, todo elemento histórico traído por el hombre al mundo, adquiere su propia fuerza, “reactúa también a su turno y puede ejercer una acción sobre su medio, aun sobre sus propias causas”. (3)
Uno de los mayores peligros a que se expone el investigador de los textos del Marx sobre las artes es el de intentar fundar sobre ellos disposiciones canónicas de carácter obligatorio, es decir, antimarxistas. En cuanto al arte, Marx no se propuso codificar ninguna de sus inclinaciones personales, pero su método permite inteligir los complejos problemas artísticos. Este método consiste en estudiar las relaciones, inmediatas o remotas, entre la estructura de la vida social y sus manifestaciones estéticas. Marx señaló en sus escritos las dificultades de esa tarea y la resistencia de las escuelas tradicionales a destruir con el espíritu profano la santidad que envolvía al producto artístico. También observó los ritmos desiguales en la evolución de las diferentes artes y la discontinuidad entre la creación estética global con el proceso histórico.
Sus observaciones sobre el arte griego permanecen como un verdadero modelo del género. Fundado en la mitología, este arte habría sido inconcebible en la era del ferrocarril o del pararrayos: “Toda mitología domina y maneja las fuerzas de la naturaleza, en la imaginación y por la imaginación: desaparece cuando se logra realmente dominarla… ¿Es posible Aquiles con la pólvora y el plomo? O, en general, es posible la Ilíada con la prensa y la máquina de imprimir?” (4)
Retomando la idea hegeliana de que el arte griego es algo que pertenece definitivamente al pasado, Marx la concreta históricamente. Para Marx la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya están ligadas a cierta forma de desenvolvimiento social. Lo realmente difícil es llegar a comprender por qué ellos pueden procurarnos todavía goces estéticos y que puedan ser considerados como modelos inimitables. “Un hombre no puede volverse niño sin recaer en la infancia, escribe. Pero ¿no se complace ante la inocencia de un niño y no debe aspirar él mismo a reproducir, en un nivel superior, su verdad? ¿Es que, en la naturaleza infantil, el carácter propio de cada época no revive en su verdad natural? ¿Por qué la infancia social de la humanidad, en el instante más hermoso de su desarrollo, como fase que ya no retornará, no ejercería un eterno atractivo? Hay niños mal educados y niños precoces. Muchos pueblos antiguos pertenecen a esta categoría. Los griegos eran niños normales. La atracción que su arte tiene para nosotros no está en contradicción con el débil desenvolvimiento de la sociedad donde él ha nacido. Es más bien su resultado: está ligado indisolublemente al hecho de que las condiciones sociales inconclusas en que este arte ha nacido y en que solamente podía nacer, no podrán retornar jamás. (5)”
Pero no solo el arte griego era incompatible con el prosaico mundo instaurado por la burguesía, sino que la misma producción capitalista era hostil a la poesía y las artes. Los teóricos de la supremacía burguesa, envanecidos por su triunfo irresistible, suponían que con el capitalismo la humanidad había ingresado a un período de progreso sin término, no solo en las técnicas de producción sino en la producción del espíritu. Si desde que la humanidad emergió del comunismo de la gens la idea dominante consistía en que la dicha era cosa del pasado y que la edad de oro estaba atrás, el concepto del progreso sin límites pertenece al siglo XVIII (6), es una idea burguesa. Marx observaba irónicamente ante la burguesía insoberbecida: “Puesto que hemos sobrepasado a los antiguos en todo lo que se refiere a la mecánica, etc., ¿por qué no hemos de ser capaces de escribir un poema épico? Y así es como Voltaire escribe su Honriade, ¡para no ser menos que el autor de la Ilíada! (7)”.
De ese período paglossiano hemos salido hace mucho. Al optimismo burgués del siglo XVIII le ha sucedido un pesimismo no menos injustificado. Pues así como en sus comienzos la burguesía pretendía identificar su poder con los intereses de la humanidad en general, en su decadencia extiende el porvenir de su propia ruina a todo el género humano. Tampoco el arte se exime de percibir el “espíritu del tiempo”: Diego Rivera y André Breton afirmarán que “el dibujo no ha hecho más que declinar desde la época de las cavernas” (8). Como muchas explosiones románticas subjetivamente antiburguesas, ideas semejantes no hacen sino proyectar hasta el absurdo puntos de vista esencialmente burgueses.
Las posibilidades de la investigación marxista en la crítica del arte son tan amplias como la concepción que la guía. Pero el propio marxismo, al fin y al cabo no es sino una ideología, sometida ella misma a la historia que se propone comprender y modificar. La formidable expansión de las fuerzas productivas del capitalismo europeo de fines del siglo XIX detuvo los progresos del pensamiento marxista en la misma cuna europea que lo vio nacer. Karlos Kautsky no prestará mayor atención a los problemas artísticos. Una excepción será Franz Mehring, quien estudiará desde la concepción marxista las relaciones entre la literatura alemana, a través de la obra de Lessing, y la historia del Estado prusiano (9)reivindicando su figura para el proletariado alemán y demostrando que la medrosa burguesía alemana había rechazado sistemáticamente sus responsabilidades históricas ante la nación. En Francia, el yerno de Marx, Paul Lafargue escribiría ensayos de interpretación literaria desde el punto de vista materialista, examinando los mitos de la edad heroica a través de la literatura clásica (10).
Arte y socialdemocracia
Nada importante aportaron los marxistas posteriores en la materia. El período de la II Internacional, con su vulgar empirismo, engendró grandes tácticos de la inmovilidad europea. Sus mejores teóricos de fines de siglo y comienzos del actual se dedicaron a estudiar las cuestiones económicas o históricas, antes que considerar los problemas artísticos. En Bélgica, centro del reformismo corrompido por la explotación colonial del Congo, el insigne Vandervelde reduciría toda la cuestión a una simple mímesis: la clase obrera deberá adaptar para su uso toda la literatura y el arte anterior, para completar así su educación y prepararse paulatinamente a ejercer el poder en un futuro indeterminado. Los problemas del arte y la cultura revestían para el socialismo reformista los mismos caracteres que la lucha de clases en los países imperialistas. Rechazada a un siglo remoto la perspectiva revolucionaria, el socialismo debía transformarse en una escuela de buenos modales, de juristas expertos y de obreros cultos. Si el partido socialista debía copiar los métodos de la democracia burguesa, fundarse en ellos y participar con la burguesía en el Parlamento en la discusión de los problemas del progreso indefinido, la clase obrera debía asumir frente al arte clásico el mismo criterio: Era necesario, decía Vandervelde “colocar el gorro rojo, es decir el gorro frigio, sobre la cabeza de las Diosas y de las Victorias antiguas” (11). Al positivismo político de la socialdemocracia belga, se añadía el método a-crítico de un arte imitativo.
A fines de siglo, en los confines de Occidente, entre Europa y Asia; brotó de modo, inesperado una poderosa corriente de intelectuales marxistas. Plejanov fue el anunciador del movimiento, su padre espiritual, su teórico. No corresponde aquí juzgar su importancia como introductor del marxismo en Rusia, sino señalar tan solo su contribución a la crítica marxista del arte. En este campo, Plejanov no estuvo a la altura de sus trabajos puramente filosóficos. En sus “Cartas sin dirección” Plejanov estudia la relación entre las condiciones de vida de los pueblos más primitivos y sus primeras manifestaciones artísticas, que tienen, según se sabe, un carácter elementalmente descriptivo. Las relaciones entre esa existencia ligada a la obtención de alimentos y su representación artística es muy estrecha. Según observa Plejanov con razón, para pintar el hombre primitivo no necesita mayor habilidad que para cazar: observación y habilidad manual. Cuando la humanidad pasa a sistemas de subsistencia más sedentarios, a la ganadería y a la agricultura, el hombre pierde esas facultades de cazador y con ello se desvanece así su inclinación a la pintura y al tallado. En su segunda obra, El arte y la vida social Plejanov afronta un tema mucho más complejo. Ya no se trata de estudiar el arte primitivo, sino de comprender el arte moderno, vale decir el arte de la segunda década de este siglo —el cubismo— o la literatura europea del siglo anterior. Estas artes ya no son producidas por cazadores desnudos al borde de los ríos, pintores rupestres o talladores primitivos, aterrados por el rayo o esclavos de la necesidad vital. Es un arte de la sociedad de clases, en la época del capital imperialista. Reposa sin embargo sobre miles de años de experiencia, de cultura y de civilización; es un arte que ha cobrado distancia entre su productor y la obtención primitiva de alimentos. En otros términos, el juicio artístico del marxista Plejanov debe refinarse para abrazarlo en toda su complejidad. Sin embargo, Plejanov no logra cumplir su propósito. Se declara irritado con el arte moderno, tan incomprensible como sus extrañas figuras y tan poco fiel a sus modelos como veraz y noble era el arte renacentista de Leonardo. El maestro del pensamiento marxista en Rusia pierde aquí todo vestigio de crítica dialéctica; se propone asimilar el realismo paganizante del Renacimiento con la crisis de las formas del siglo XX, período de transición y de búsqueda que la disolución de la cultura tradicional abre en nuestra época y que la pintura —con todas las otras artes— expresa. Sustituye así una explicación marxista del fenómeno estético por una condenación sin atenuantes. La estética de Plejanov aparece como un naturalismo socializante, un comptismo artístico, un progresismo que desconoce las catástrofes, las caídas y los saltos. La crítica marxista de las artes permanece en Rusia hasta 1917 sujeta al imperio de Plejanov, el último de los grandes teóricos marxistas vivientes (12). Lo desolador de este hecho, es que ese naturalismo progresista de Plejanov, del cual en apariencia la Revolución de Octubre no dejará rastros en sus grandes debates artísticos, reaparecerá como elemento fundamental, aunque groseramente desfigurado y exagerado, en el realismo socialista de la burocracia stalinista. Será el triunfo del burócrata ignorante y temeroso de Dios ante la libertad creadora del arte soviético. Y apelará a la figura de Plejanov para ejercer su dictadura policial sobre las artes.
El gran debate
El año 1923 reviste una singular significación para la historia soviética. Lenín yace inmovilizado en su lecho, impotente para librar su batalla contra la burocracia que nace. Escribe su célebre “Testamento”, cuyo texto dará a conocer Khrushchev en el XX Congreso, por primera vez después de treinta y cuatro años de redactado. La muerte se dispone a arrebatar al jefe modesto y genial, mientras la fracción de los triunviros (Stalin, Zinoviev, Kamenev) se mueve en los pasadizos secretos de las maniobras administrativas, acumulando el poder en sus manos. La revolución ha logrado sortear los peligros de la guerra civil, tan solo para enfrentarse con el drama del caos económico. Si bien la NEP estimula las fuerzas productivas y pone en movimiento a la economía devastada, el país debe pagar un duro tributo al renacimiento del comercio privado: aparece el “nepman”, o burgués soviético, enriquecido por un retroceso juzgado inevitable. Pero el “nepman” no es tan solo un negociante y especulador que la sociedad soviética tolera mientras reúne fuerzas para industrializarse y planificar el conjunto de los recursos nacionales. También significa que el gigantesco campesinado oprime el cuello a la revolución, le fija condiciones.
La expansión de la burocracia estatal y partidaria se yergue frente al atraso histórico de Rusia tanto como una defensa “socialista bárbara” ante el campesinado rico como un usurpador frente a la revolución misma, que no se resigna a morir. Frente al hecho inaudito de que la revolución proletaria había triunfado no en el país más adelantado de Europa sino en uno de los más atrasados, Lenín fundaba su esperanza en el triunfo más o menos rápido de la revolución europea y, en primer lugar, alemana. La relación estrecha entre la revolución rusa y la revolución en un país civilizado era la única base para que la victoria soviética sobre el zarismo no se transformase en la revancha del atraso ruso sobre el sistema soviético. Los últimos discursos de Lenín están recorridos por las más sombrías aprehensiones y constituyen constantes variaciones sobre el mismo tema.
Se vivía en una fortaleza sitiada. Lenín repetía una y otra vez que solo la revolución internacional podía salvar a la revolución rusa y justificarla en el lenguaje del crecimiento económico. El jefe revolucionario expresaba en sus postreros discursos la idea, redondeada desde los más sorprendentes ángulos, según su método intelectual aproximativo, de que la Unión Soviética no era un “Estado Proletario”, ni un “Estado Socialista”, sino un sistema de Estados, donde coexistían el capitalismo de Estado, la economía campesina privada, la nacionalización del comercio exterior y las industrias y el poder obrero. La Rusia de Lenín estaba acosada por dos gigantescas fuerzas: el atraso monstruoso de la estepa zarista, sin Reforma ni Renacimiento, privada del proceso histórico-cultural que la burguesía en Occidente había heredado y enriquecido; y del otro lado, la desesperante tardanza de la revolución europea, la única que podía ofrecer al país revolucionario la ayuda técnica para remontar su primitivismo. Lenín advierte el peligro resultante de este movimiento de pinzas: “Debemos reducir el aparato de nuestro Estado al estricto mínimo. Debemos borrar todos los vestigios de lo superfluo, de lo que ha sobrevivido de la Rusia zarista y de su aparato burocrático capitalista” (13). Mientras Lenín proponía en su testamento separar a Stalin de su cargo de Secretario General, ofrecía a Trotsky la formación de un bloque para luchar contra la burocracia (14). La suerte estaba jugada. La enfermedad mortal reduce a Lenín. Los triunviros controlan la maquinaria burocrática. Una ola de indiferencia política se extiende sobre el grandioso país, hastiado de sangre y sacrificio. Sobre la cresta de este reflujo del espíritu revolucionario se eleva al poder la nueva burocracia. Del mismo modo que Babeuf se preguntaba estupefacto al salir de la cárcel, dónde estaba aquel pueblo de París que había hecho la revolución, según la penetrante analogía de Rakovsky (15), los bolcheviques de la generación de hierro se encontraron ahogados en el océano de arribismo que inunda el partido de Lenin en aquel verano de 1923 en que Trotsky regresa a Moscú con un manuscrito.
El “sturm und drang” de la revolución proletaria
“Las nuevas generaciones ya no sienten lo que atravesaba de electrizante en este nombre: Trotsky, durante largo tiempo cargado del más alto potencial revolucionario… Para algunos como yo, ese nombre constituía un obstáculo definitivo para adherir a un régimen que no ha retrocedido ante ningún medio para abolirlo” (16), escribiría el poeta André Breton años más tarde. El organizador de la victoria de Octubre y artífice del Ejército Rojo (“empresa absolutamente napoleónica”, según el coronel Müller) redactor de los principales documentos y tesis de los primeros cuatro Congresos de la Internacional Comunista, camarada de armas de Lenin, era al mismo tiempo el más brillante escritor socialista desde los tiempos de Marx.
Volvía a Moscú después de una breve enfermedad, con los originales de un nuevo libro, Literatura y Revolución, cuya versión castellana ofrecemos aquí. En tanto la burocracia se disponía a ahogar el espíritu crítico del partido proletario y simultáneamente colocar a las artes bajo su puño, Trotsky intervenía en la discusión que conmovía aun a la intelligentsia. Es el último debate artístico que presenciará la sociedad soviética antes de la oscura noche staliniana. Retengamos esta particular significación de la obra antes de proseguir.
La caída del zarismo con todas sus viejas instituciones, arrastradas por la marea revolucionaria, introducía en la escena innumerables problemas nuevos.
Trotsky sostenía en 1912 que si bien la autocracia necesitaba formar hombres cultos para ejercer su dominación, temía a la inteligencia. En esa contradicción de hierro se debatía el viejo régimen, ya que si estaba obligado a impartir cultura a la juventud, imponía al mismo tiempo el uniforme militar a los estudiantes, y sometía a toda la intelligentsia a la estricta censura. Pero todo era inútil: “Los jóvenes elementos de las viejas categorías sociales no habían hecho sino penetrar en el soleado mundo de la cultura europea cuando rompían irresistiblemente con el feudalismo y la tradición”… La represión zarista a la misma inteligencia que sus necesidades de Estado contribuía a crear, transformaba a los intelectuales en revolucionarios. Había una patética desproporción entre los fines democráticos que se proponía la intelligentsia y los medios que se veía obligada a adoptar para defender aquellos o para explicarlos. Deutscher resume así el pensamiento de Trotsky: “Un ruso debía hacerse darwiniano para justificar su voluntad de casarse con la mujer que amaba, invocar un ideal revolucionario para excusar su pasión por la instrucción y el socialismo si quería una Constitución” (17). La intelectualidad rusa, al enfrentarse a la Revolución, si bien se liberaba del yugo zarista, necesitaba reglar sus relaciones con el nuevo régimen y con una nueva vida. Para los Soviets no solo se trataba de destruir el aparato estatal arcaico, sino también de asumir la herencia cultural válida. Debía ofrecer a los artistas la posibilidad de reacomodarse al orden social recién instaurado. El período prerrevolucionario había engendrado dos escuelas literarias: un arte aristocrático, hermético o preciosista, singularmente similar al de todos los países atrasados, al mismo tiempo que una potente literatura a la que el siglo XIX ruso había marcado con su dramático sello. Esta literatura, realista o psicológica, europeizante o eslavófila, estaba penetrada por el cruel destino de sus autores ante la autocracia: la rebeldía y la abjuración marchaban juntas. La inexistencia de un “mercado interior” para los productos del arte estaba estrechamente vinculada a la carencia, de una gran burguesía, de una cultura nacional consolidada y a la fatal dependencia del arte tanto del pasado bizantino o feudal como de las nuevas corrientes estéticas procedentes de la Europa imperialista.
El régimen feroz de la autocracia no había autorizado por supuesto, un esplendor literario, franco y libre, capaz de compararse con el florecimiento espiritual que precede a la Revolución francesa o al despertar prerromántico de los alemanes. Faltaba el “burgo” y no había atrás una “ciudad-Estado”. La espléndida literatura rusa pertenece al siglo XIX, es su único siglo y estaba marcada por períodos de profunda depresión: el knut estallaba sobre la cabeza de los artistas para recordarles su deber. Cuando Puschkin exclama “Qué triste es Rusia, Dios mío”, después de leer las páginas satíricas de Gogol (que renunciará en seguida a sus atrevimientos) en ese grito estaba presente todo el arte del zarismo.
Jefe de la monarquía, de la policía secreta, de la Iglesia ortodoxa y de los nuevos boyardos, el semi-idiota y autócrata Nicolas II simbolizaba perfectamente el espíritu reinante en la Rusia de Dostoievsky —y era también el secreto primordial del Daimon de Dostoievsky. La Revolución de Octubre acogió bajo su amplia bandera generaciones literarias formadas bajo la autocracia. La adaptación de los artistas a las ilimitadas perspectivas que se abrían para la creación no fue sencilla. La revolución ofrecía al arte una base material para que el artista escapara al hambre o a la bohemia. Permitiría a los arquitectos concebir los proyectos más grandiosos y a los pintores realizar los más audaces murales. Ante muchedumbres gigantescas leerían sus versos los poetas, que se imprimirían en millones de ejemplares. Las Ediciones del Estado difundían la prosa de los escritores en tiradas cuantiosas. El fundamento material de la existencia cotidiana de los artistas se modificaba profundamente bajo la Revolución.
Pero su mundo íntimo, el sistema de ideas, lo mismo que la selección de temas y de formas se habían modelado bajo el viejo régimen. Los años de la revolución y de la guerra civil habían enmudecido a las artes. “En los días de lucha ruda y dura las musas callan”, había señalado veinte años antes Franz Mehring. Por lo demás, cabe decir que el restablecimiento de la paz interior, al permitir a los artistas la libre manifestación de genio, no resolvía por sí solo el magno problema del tipo de arte que podía requerir la nueva sociedad en construcción. Por otra parte, esa construcción estaba lejos de ser “armónica” o pacífica. La desorganización de la industria, el caos de la producción agraria, las penurias de todo género, el surgimiento amenazante de la burocracia y sus “úkases”, ofrecía en 1923 un confuso panorama a la creación artística. Pese a todo, el poderoso impulso revolucionario de octubre, el “viento, viento, por, todas partes viento”, de los versos de Block había barrido la sofocante atmósfera de ayer. Un nuevo clima se respiraba en el cielo brumoso de la joven Rusia. Una generación literaria fresca hacía su aparición, al lado de sus mayores, envueltos éstos por todo género de nubes místicas o sacras o encerradas en un soberbio aislamiento mediante el escudo estilístico de los elegidos. Por otra parte, el partido triunfante también tenía algo que decir sobre los problemas del arte. Los escritores y teóricos revolucionarios, se proponían transferir al terreno del arte las conquistas que el proletariado había logrado en la esfera del poder político. Los futuristas rusos, con la estrella rutilante de Vladimiro Maiakovsky, se identificaban con la revolución en mayúscula, y eran aclamados por la juventud de las grandes ciudades. El campesino huraño y aislado de la aldea encontraría en la voz más grave de Sergio Essenin su cálido eco. Así como los futuristas reclamaban la más plena de libertad de acción, los artistas puros se desinteresaban de las implicaciones revolucionarias de sus obras, o preferían oponerse al nuevo régimen, embelleciendo el pasado del mujik, el pope y las letras aristocráticas. Los escritores revolucionarios, a su vez, proclamaban la “cultura proletaria” y el “arte proletario”, exigiendo el monopolio estatal para esa escuela, que identificaban como la manifestación artística de la revolución triunfante.
El Proletkult contaba con poderosos aliados: Lunatcharsky, Comisario de Instrucción Pública y Bujarin, Director de la Pravda, dos grandes personalidades del partido. El movimiento de la “cultura proletaria” acudió a Lenín en apoyo de sus pretensiones. Con la cautela que lo distinguía en asuntos que no eran de su competencia, el jefe bolchevique advirtió sin embargo los peligros que encerraba un monopolio estatal del arte y la cultura. Sensible como era a la presencia de todo vestigio que de una u otra manera sobreviviera del régimen zarista, rechazó esas tesis. Los partidarios del Proletkult recurrieron entonces a Trotsky cuyas predilecciones por la crítica literaria eran conocidas de antiguo. Ya en 1908 Trotsky había escrito el notable ensayo sobre Tolstoi, poeta y rebelde, que incluimos por primera vez en castellano en el Apéndice de esta obra. Trotsky, rechazó, como cabía esperar, toda pretensión de hegemonía cultural de cualquier escuela en el Estado Soviético. Pero expresó que estaba dispuesto a luchar por el derecho del Proletkult a defender sus puntos de vista sobre la creación de una cultura proletaria en el período de transición con el mismo derecho que las restantes escuelas, aún aquellas cuyos miembros no perteneciesen al partido de gobierno, siempre y cuando todas en su conjunto aceptasen la realidad del Estado social vigente y se situasen dentro de la legalidad soviética.
El debate fue recogido por la prensa, se sustanció en reuniones públicas de gran amplitud, los poetas declamaron sus versos ante entusiastas multitudes, toda Rusia fue estremecida por una discusión profunda. “Eran años de ardor y de frío, de pasión y de hambre.” La democracia política de la dictadura proletaria, desplegada en un país sobre las armas, acosado por la falta de carbón y de pan, de papel para escribir y de calzado, demostró su radiante vigencia en ese período en que los artistas cruzaban su espada en un gran debate con el Jefe del Ejército Rojo, que salía a la liza a defender los derechos de la creación sin trabas. Esa generación ferviente de Maiakovsky, que transmutaba en sus versos el metal revolucionario y proponía bajar del caballete los cuadros del taller secreto para exponer las telas sobre la nieve, esos miles y miles de artistas a los que la Revolución ofrecía la materia moldeable de un nuevo mundo, se levantaban contra sus mayores, orgullosos de una Rusia desafiante y al fin secular, que había sacudido los íconos de su espalda y estaba erguida en toda su estatura. El Sturm und Drang de la revolución proletaria —la tempestad y el ímpetu— impregnan la vasta escena de 1923 que Trotsky sometería al punzante análisis de Literatura y Revolución. Pero ya no se trataba de desempeñar el papel anunciador de los románticos alemanes. El ruiseñor de la poesía rusa recién cantaba al caer la noche. El día de Octubre había templado su voz.
El marxismo y la cultura nacional
Los temas que aborda Trotsky en este libro no han perdido nada de su actualidad; por el contrario, conserva una frescura sorprendente y una contemporaneidad que solo puede explicarse si se considera que la revolución mundial, mera hipótesis en 1923, es hoy una insoslayable realidad. Los problemas de la creación artística en el período de transición de un régimen revolucionario hacia el socialismo, ya no son un problema puramente ruso, sino que constituyen una cuestión cardinal para más de mil millones de almas del mundo moderno. Lo curioso es que la dilucidación de este problema todavía no tenga su centro en los países socialistas mismos, salvo quizás el caso de Cuba, de Polonia en cierto sentido, muy limitadamente en China. Recién en nuestros días comienza a hundirse el ciclo de la contrarrevolución stalinista en Rusia. Las voces de la nueva generación soviética como la del poeta Evtuskenko, aunque rápidamente ahogadas, indica que en el país de Octubre los poetas y los artistas hablarán pronto y alto (18) . En cuanto a los asuntos mismos de la obra —relación entre arte tradicional y arte revolucionario, raíces materiales de la cultura, política del partido en materia artística, el arte en la sociedad socialista del porvenir— será mejor que se exprese la obra misma. Una exégesis sería importuna y redundante. Pero el hecho de que este libro de Trotsky aparezca en la Argentina, es decir, en América Latina, impone formular algunas consideraciones acerca de la cultura nacional y el marxismo. Trotsky examina también en su trabajo este asunto, aunque incidentalmente. Su comprensión interesa de cerca a los países semicoloniales como la Argentina, cuya cultura nacional ha sufrido las mismas distorsiones que la cultura de la Rusia aristocrática, ha engendrado los mismos mandarines y encontrará sin duda las mismas soluciones.
El internacionalismo de Trotsky, como el de Lenín, es bien conocido, quizás maliciosamente conocido, pues tanto sus partidarios como el imperialismo mundial se han complacido en presentarlo como el rasgo más acusado de sus personalidades respectivas. Ante el descarnado chauvinismo de los jefes socialistas, que al estallar la guerra de 1914 se plegaron a la “unión sagrada”, traicionando las esperanzas del proletariado, la intransigente posición de Lenín y Trotsky aparecía legítimamente como la expresión más pura del internacionalismo proletario. Sin embargo, hay un aspecto mucho menos conocido en Trotsky, que nuestro propio autor estudió en Lenin y sobre el cual insistiremos en este estudio. Trotsky escribió un breve ensayo titulado Lenín como tipo nacional que no ha contado con la difusión merecida. Pues el propio Trotsky, a semejanza dé su maestro, proporciona en Literatura y Revolución un ejemplo elocuente del tratamiento del proceso cultural como expresión de ciertas características nacionales, No hay duda que para los lectores latinoamericanos, pertenecientes a un territorio común cuya tarea histórica fundamental es la unidad nacional, la relevancia de este terna escapa a toda discusión, Para los países atrasados, cuyas tareas nacionales son obstaculizadas por el imperialismo, todo aquello que contribuya a dotarlos de armas ideológicas idóneas para liberarse, constituye algo del más profundo interés. La revolución nacional es la primera manifestación del proceso revolucionario en los países semicoloniales, cuyo coronamiento socialista se funda en el curso ininterrumpido de la lucha de clases de nuestra época y en la conducción proletaria de dicho proceso. La crítica cultural forma parte de la ofensiva global de los países atrasados para conquistar la conciencia colectiva de sus fines. Pero la influencia cultural imperialista en las colonias también se manifiesta en el carácter deformante que infunde a las ideas de “izquierda”. Si en los países atrasados la primacía de las tareas nacionales exige al partido proletario formular un programa de reivindicaciones democráticas, la desorbitación puramente verbalista del “internacionalismo abstracto” solo pueden convenir a los fines paralizantes del imperialismo opresor. De ahí la importancia preeminente que la crítica de la cultura adquiere para el pensamiento marxista de los países periféricos. También en la acción del imperialismo debe buscarse la explicación de que el pensamiento de Marx, Lenín y Trotsky sobre la cuestión nacional haya sido empujado hacia atrás, o sumido en la sombra por todos sus epígonos. (19)
Lenín como tipo nacional
De la lectura de Literatura y Revolución, sin embargo, se desprende no solo la inflexión nacional con que Trotsky examina el problema en cuestión, sino también que el internacionalismo de Trotsky, como el de Lenín, tenía como base una profunda identificación con las tradiciones y el espíritu nacional de la vieja Rusia de cuya entraña histórica surgieron. Tanto uno como el otro habían nutrido su espíritu en el pasado nacional. “La fuerza de Lenín consistía en que tomaba la realidad rusa tal cual era, y que era esta realidad la que se oponía cambiar. El partido de Lenín tenía profundas raíces en la tierra rusa. Él tomó de esta tierra todo lo que ella podía contener de poder y aspereza revolucionaria, de fuerza bruta y brutal, todo ese inmenso coraje capaz de conmover el mundo. El bolchevismo tuvo sus pensadores, sus Lenín, sus Bujarin y otros, que extrajeron del socialismo europeo toda la sustancia de la que Rusia, tal cual era, podía beneficiarse (20).”
Trotsky verá en Lenín al “mujik, pero elevado a una escala genial”. Stenka Razin o Pugatchev, caudillos de las rebeliones campesinas, eran figuras familiares a su espíritu, estimados como heroicos predecesores. Saludaban del mismo modo, en los jóvenes oficiales de la pequeña nobleza conocidos como los “dekabristas”, a los mejores representantes del ejército, que, encarnaban las aspiraciones populares de una nueva Rusia. Profundamente impregnado de la mejor literatura de su época, Trotsky había asimilado y discutido con toda su generación a Turguenev, Tolstoi, Nekrasov, Gogol, Shedrin, Chernichevsky, Belinsky, Herzen. Cada uno de ellos expresaba en su universo particular una fracción del alma común de un gran país, precisamente porque se nutrían de sus raíces nacionales, es decir, de su pueblo. El ruso Lenín y el judío ucranio rusificado Trotsky se ligaban así de una manera totalmente espontánea a toda la historia de su país, integrada por las hazañas de los guerrilleros campesinos, los levantamientos del “dekabrismo” y el martirologio de los terroristas. Justamente porque Lenín y Trotsky expresaban las tendencias más profundas del espíritu ruso pidieron construir un partido y llevarlo a la victoria, modificando así el destino de su país e imprimiendo un nuevo curso a la historia del mundo.
Otro tipo de internacionalismo es puro cosmopolitismo, una enunciación quimérica sin raíces; pero como la práctica histórica rechaza el vacío, ese internacionalismo puramente formal se imbuirá de un contenido reaccionario concreto. El imperialismo propende a alentar ese “marxismo ápatrida”, para separar el pensamiento marxista de su proletariado y a éste de su pueblo. Persíguese de ese modo el propósito de configurar al marxismo como un producto extraño a la historia y al pueblo del país donde se manifiesta, como una interpolación “extranjera”. Históricamente, Lenín y Trotsky serían presentados, según este razonamiento, no como la expresión misma del pueblo ruso, sino como autores de un afortunado golpe de mano o demoníacos agentes de una conspiración internacional. Tal es la tesis que sostiene el equívoco Curzio Malaparte en su difundido panfleto Técnica del golpe de Estado. Pero si esta es una burlesca exageración del enemigo imperialista, resulta por lo menos curioso que “marxistas” y aún “trotskystas” se propongan modelar un Trotsky supra nacional, y, si es posible, “antinacional”, borrando de un solo trazo todo el pensamiento de Marx y Lenín sobre la cuestión nacional, para no referirnos a las categóricas ideas de Trotsky sobre Cárdenas y la revolución mexicana, pudorosamente silenciados por algunos epígonos. Como cabía esperar, en Literatura y Revolución. Trotsky expresa de modo tajante el sentido nacional de la revolución rusa y su proyección literaria. Rechazando a los literatos que solo veían lo “nacional” como expresión del pasado bárbaro —unos para negar lo nacional en nombre del Occidente avanzado y otros para glorificarlo en nombre del atraso, Trotsky escribía: “… Qué significa en realidad este «elemento nacional»? ¿Puschkin, que no creía en las imágenes de los santos ni vivía entre chinches, no era acaso nacional? Antinacional sería también Belinski; lo nacional estaba en el siglo XVII. ¿Pedro I fue antinacional? Dé dónde se concluye que lo nacional es únicamente lo que el espíritu del progreso no ha tocado con su hálito y lo que el organismo nacional de los siglos pasados elaboró. Es decir, cuanto constituye el detritus de la historia. Opinamos todo lo contrario. Pedro el Bárbaro fue más nacional que el barbudo y abigarrado pasado que se le opuso. Los decabristas (decembristas de 1825) son más nacionales que toda la política oficial de Nicolás I, con su mujik esclavo, los iconos oficiales y las chinches. El bolchevismo es más nacional que la emigración monárquica o cualquiera otra; el general de caballería del Ejército Rojo, Budienny, es más nacional que el de la Guardia Blanca, Wrangel, digan lo que quieran los ideólogos, místicos y cantores de los detritus nacionales. La vida y el movimiento de la nación se verifican por contradicciones que están personificadas en las clases, los partidos y los grupos. Lo nacional coincide en su dinámica con lo relativo a las clases. En todos los momentos críticos, o sea en las etapas de mayor responsabilidad en su desarrollo, la nación se rompe en dos mitades; pero nacional es solo lo que eleva al pueblo un escalón más alto, lo que lo aproxima a la superioridad económica y cultural.” (21)
La historia de la primera revolución socialista triunfante demuestra que solo los bolcheviques proyectaron al nivel de los tiempos modernos un inmenso país agobiado bajo la lápida de la autocracia. Identificaron la mejor tradición nacional con el crecimiento económico y con una cultura al servicio del pueblo. Los primeros años de la revolución rusa permanecerán en la historia universal como un laboratorio gigante de democracia proletaria y de planificación de los recursos nacionales. Los problemas más complejos de la economía la naturaleza del nuevo Estado y las particularidades de la creación artística pudieron desenvolverse a una altura teórica jamás alcanzada ni antes ni después en el movimiento obrero internacional.
Fue la campaña militar de alfabetización llevada a cabo por el primer gobierno revolucionario la que permitió que el Tolstoi que había reflejado en sus novelas al alma campesina, fuera leído por sus propios protagonistas incorporados a la civilización y a la cultura por la revolución de Octubre. La destrucción de la cultura de “élite” legada por el zarismo no suponía, en el pensamiento de Trotsky, la simplificación por vía administrativa de los delicados mecanismos a través de los cuales la obra de arte alcanza su expresión, sino tan solo que todos los productos de la creación artística, debían ser puestos a disposición, por medios masivos, del conjunto del pueblo. La sociedad soviética se proponía al nacer, no solo ampliar el radio cultural de la literatura rusa, hasta ese momento reservado a las capas privilegiadas de Rusia, sino imprimir asimismo un poderoso impulso a las nacionalidades oprimidas por el antiguo imperio a las que la revolución, a través de la política nacional de Lenín, había otorgado el dominio de sus propios asuntos. Ligadas a la federación soviética, las nacionalidades alógenas restablecieron plenamente sus posibilidades culturales, el uso de su idioma y el enriquecimiento de su viejo folklore, como punto de partida para un desenvolvimiento peculiar de sus literaturas y sus artes. La destrucción de las miasmas feudales y de la corte pútrida que la coronaba arrasó con los afrancesados del zarismo y restableció la continuidad de la cultura nacional rusa, al mismo tiempo que suprimía la rusificación de las nacionalidades antaño sometidas. Se tendrá presente que así como la burguesía industrial rusa y la perezosa maquinaria burocrática del autócrata dependían de sus poderosos socios anglo-franceses para subsistir, también la cultura zarista era tributaria de la cultura extranjera. A un complejo de clases, que combinaba las formas más monstruosas del atraso feudal y de la opresión nacional, —esa célebre cárcel de pueblos que era la Rusia prerrevolucionaria—, le correspondía una cultura extraña, adversaria por su misma naturaleza a los verdaderos intereses nacionales de Rusia. Y si el zarismo imprimía un carácter oficial a su servidumbre de la cultura europea, al mismo tiempo sometía a las nacionalidades oprimidas con la más brutal rusificación: de un lado, importaba las formas preciosas y cosmopolitas para su propio uso; del otro, imponía a los pueblos sometidos su propio atraso cultural, “lo nacional bárbaro”. Así, la lengua rusa, en la constelación de pueblos esclavizados, se identifica con el lenguaje de los opresores y el francés usual en el Ejército y la Corte traducía el colonialismo de la autocracia hacia la Europa imperialista.
Aludiendo a un miembro de la “emigración interior”, uno de esos mandarines sobrevivientes de la vieja intelligentsia, que ha comentado despreciativamente la promiscuidad, vulgaridad y pobreza de la vida soviética en los primeros años de la revolución, Trotsky escribe:
“Cuando cierto esteta cadete-romántico, que ha realizado un largo viaje en un vagón de mercancías, nos cuenta, murmurando entre dientes, cómo él, un europeo muy refinado, con la mejor dentadura del mundo y un conocimiento de las técnicas del ballet egipcio, fue obligado por esta revolución vulgar a viajar con miserables mendigos piojosos, siente uno que se sube a la garganta una náusea física por su dentadura, las técnicas del ballet y en general por toda su «cultura» comprada a bajo precio en los escaparates de Europa; y crece en uno la convicción de que hasta el más mísero de nuestros mendigos es más importante en la mecánica de la historia, más necesario, por así decir, que este egoísta perfectamente «cultivado» y estéril en todos los sentidos.”
A la autocracia opresora hacia adentro y servil hacia afuera, correspondía una casta de mandarines, muy similar a esa intelligentsia traductora que la Argentina pastoril engendró bajo la protección de la oligarquía. También entre nosotros, esa relación entre la oligarquía antinacional y la clerecía intelectual reviste caracteres que justifican una analogía con la Rusia prerrevolucionaria (22). Terratenientes seducidos por la ciudad de París y por los poetas isabelinos, vates de corte o de círculo, políglotas para exquisitos, la Argentina nos exhibe un panorama análogo, excluidos los Rasputines, de aquella sociedad literaria de estetas y eunucos que la revolución arrojó al archivo de la historia.
La independencia del arte y la política cultural del partido
La importancia de la publicación de este libro puede medirse, no sólo por sus méritos intrínsecos, sino también por la profunda degradación que la burocracia soviética somete a la cultura, al arte y al pensamiento creador en la Unión Soviética es de hace cuarenta años. La contrarrevolución burocrática en el país de Lenín tuvo una magnitud proporcional a la profundidad del avance histórico que la engendró.
Al destruir el partido bolchevique, la burocracia se propuso también desfigurar su historia; rehizo el pasado para justificar su presente. Las necesidades inexorables provenientes de su dominio exclusivo del poder llevaron a sus jerarcas al control policíaco de todas las manifestaciones culturales de la sociedad soviética.,
No escaparon a esta monstruosa censura ni las disciplinas científicas, ni las humanidades, ni por supuesto, las artes y las letras (23). La independencia de la creación artística era incompatible con la suplantación del poder de los soviets por el poder de la burocracia y el reemplazo del bolchevismo por el stalinismo. Así nacieron las teorías abyectas del “realismo socialista”, que impusieron al artista una pleitesía cortesana al Supremo Camarada. La pintura soviética debió someterse al naturalismo fotográfico, la poesía al sistema, de alabanzas, la prosa al servicio de los índices de producción. La literatura soviética declinó durante decenios bajo la pistola del verdugo de turno.
El mito del héroe positivo
El destino del arte soviético sigue como una sombra el aplastamiento de la Oposición de Izquierda. A las expulsiones del Comité Central y del Partido en 1927 de los jefes más prominentes del blochevismo y de miles de militantes de la vieja y nueva guardia, sigue en 1928 el confinamiento de Trotsky a Alma Ata, junto a la frontera china. Decenas de miles de funcionarios y militantes de la Oposición se transforman en seguida de expulsados en detenidos o deportados. En 1929 Trotsky es expulsado de la Unión Soviética y conducido a Turquía. La burocracia que aplastaba a los dirigentes de la revolución, se vuelve entonces hacia los artistas y comienza a establecer estrictos controles sobre la actividad cultura. Este proceso se define en 1932 con la liquidación oficial de todos los grupos y tendencias literarias hasta allí subsistentes y la fundación de la Unión Soviética de Escritores. En sus estatutos se establece que todos sus miembros adhieren a la política del Gobierno y aplicarán los métodos del “realismo socialista” en sus obras. Este “método” es definido en dichos estatutos en los siguientes términos: “La creación de obras de una alta significación artística, saturadas de las luchas grandiosas del proletariado internacional, de la plenitud de las victorias del socialismo y que reflejen la profunda sabiduría y heroísmo del partido comunista… la creación de obras artísticas dignas de la gran época del socialismo” (24).
Durante el zarismo, la censura de la autocracia tenía un carácter negativo: prohibía ciertas críticas abiertas o veladas de los escritores sobre el régimen. Bajo la férula stalinista, 1a censura tendrá un sentido positivo; no se espera que el escritor, a quien el Estado paga, reserve sus opiniones sobre la sociedad o el gobierno, sino que estará obligado a manifestarse laudatoriamente. Por primera vez en la historia, la intelligentsia en su conjunto, desde los biólogos hasta los músicos, será uniformada y organizada para su “producción” como un servicio público en el sentido más funcional de la palabra. La disolución de los grupos literarios o de la creación personal y su reemp1azo por un organismo estatal aprisionaba a las artes soviéticas en una malla de acero. La misma expresión de “realismo socialista” sea cual fuere su profundo sentido, no sería una invención de escritores sino del mismo Stalin, que la proclamó en el primer Congreso de escritores soviéticos realizado en agosto de 1934.
Stalin definirá significativamente a los escritores con una expresión técnica: “ingenieros de almas humanas”. ¡Curiosa y reveladora frase que arrebata al arte su tormenta psíquica, el trabajo profundo y remoto del inconsciente para sustituido por la regla del ingeniero! Esa relación dinámica entre la decisión consciente y el instinto creado que configura los delicados y turbulentos mecanismos de elaboración estética se volvía inútil cuando la burocracia todopoderosa legislaba desde lo alto. Es así que todas las artes soviéticas se ponen al servicio del Primer Plan Quinquenal. Pilniak, Leonov, Gladkov, Kataev describen en sus novelas los diques en construcción, las fábricas y los canales. Los cuadros de los pintores soviéticos pintan jefes y batallas no realizadas, realizando en la tela las mismas falsificaciones que los historiadores y los novelistas en sus libros. Lo mismo ocurre con los films y solo Eisenstein, a costa de transformar su arte en una glorificación de los zares terribles logra sobrevivir, aunque por poco tiempo. La iconografía de Lenín es reelaborada con la infaltable presencia de Stalin a su diestra. En los cuadros aduladores, Lenín parece escuchar con atención profunda la palabra elocuente de Stalin. La rosa soviética carece de espinas y el sol comunista de sombras. Nace en la Unión Soviética, estremecida por las descargas de los fusilamientos, el mito del héroe positivo. La Academia de Bellas Artes de la URSS destila ideas profundas: “Al educar a los oyentes en un espíritu humanista, al despertar en ellos el sentido de lo bello, alentarlos para que realizacen hazañas de acendrado patriotismo y de amor al trabajo, la música constituye un medio poderosísimo para la formación de los caracteres humanos” (25). La idea central de la estética staliniana, será que el arte debe mostrar los aspectos “progresivos” de la realidad. El género satírico, tan rico en la vieja Rusia, desaparece. Nuevos Shedrin y nuevos Gogol resultan imposibles en el “socialismo realizado”: no hay nada que satirizar. Esto se comprende. Pero el héroe positivo, tan característico del gusto medio de la censura norteamericana, implica en la Unión Soviética la doctrina oficial del conformismo. El editor o el artista se encuentran en el régimen soviético justamente mutilados en aquello en que reside la ley fundamental de las artes: el disconformismo y la rebelión. La conciliación del artista es la muerte de todo arte en cualquier época y en cualquier sociedad. La desaparición de todo conflicto esteriliza no solo las fuentes mismas del arte, sino de la vida y hunde al artista en el vacío absoluto. Ese vacío solo puede ser colmado por la orden. Tales son los resortes de la creación estética bajo el régimen de la burocracia.
El teórico de las artes, Idanov, transmitió al pueblo soviético las verdades reveladas de la estética staliniana y la barbarie asiática impregnó la lengua de Tolstoi y de Puschkin (26). La muerte de Stalin no modificó sustancialmente este panorama; aflojó naturalmente las tensiones. Los artistas pretendieron respirar, todo el genio nacional del pueblo ruso se dispuso a manifestarse. Pero la “liberalización” del régimen tenía sus límites. A la burocracia de los tiempos de Khrushchev se volvía imposible desatar la censura impuesta al arte soviético, porque todas las energías y esperanzas del pueblo ruso podían volcarse a través sus artistas; las relaciones entre el arte y el pensamiento político son demasiados estrechas. Si la ciencia histórica continuaba prohibida por razones de Estado, como la doctrina marxista, la nueva Rusia industrializada y la nueva intelligentsia se pronunciarían por boca de sus escritores. La literatura se volvía un riesgo político de primer orden. El cordel alrededor del cuello del artista se imponía como un reaseguro esencial para la continuación del poder burocrático. Evtushenko, cantor de la nueva generación, debió abjurar bien pronto de sus sátiras y osadías poéticas.
Pero como degeneración del pensamiento marxista en las últimas décadas ha sido tan profunda y tan olvidada está la historia de la revolución rusa y de los hombres que la llevaran a la victoria (27), resultará de sumo interés efectuar aquí una contrastación de las ideas de Trotsky sobre la política de partido ante el arte y los juicios que merecen a Khrushchev actualmente las tentativas de las artistas soviéticos para buscar los caminos propios de la creación artística. En el pensamiento de Trotsky se generalizaba toda la grandeza de la Revolución; una nueva vida comenzaba. La era de los oprimidos y explotados quedaba atrás. El socialismo debía alcanzar su más completa significación no sólo como introductor de la razón en las relaciones económicas ciegas, extirpando toda sombra de privilegia, sino también porque debía devolver su vez a los artistas, esas extrañas criaturas forjadoras de imágenes y sueños. Las cadenas han caído para siempre. La esclavitud del sexo, el infierno doméstico de la mujer, los poetas malditos, la Siberia aterradora ya no existen. Prometeo desencadenado por la Revolución recibe la gratitud de los hombres, animados por su fuego. En esta atmósfera donde se gestaba un Nuevo Mundo era concebible la presencia de Trotsky. “Si para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, —escribía— la revolución se ve obligada a erigir un régimen socialista de planificación centralizada, para la creación intelectual ella debe desde el principio establecer y asegurar un régimen anárquico de libertad individual. Ninguna autoridad, ninguna restricción, ni la más mínima traza de órdenes.” Debía atravesarse el proceso thermidoriano desde Stalin a Khrushchev, para que ese pensamiento del organizador del Ejército Rojo pueda suscitar asombro. Es que la Revolución triunfante, no sólo se apoderaba de la herencia cultural del pasado burgués, sino que revivía y virtualizaba hasta los sueños más quiméricos de los utópicos premarxistas. ¿Cuántas profecías de Fourier no encontraron principios de aplicación en el suelo ardiente de Octubre? ¿Que mayor grandeza podría exigírsele a la Revolución sino la de proyectar hacia la realidad, como una síntesis, las esperanzas de los grandes utopistas? Lenín y Trotsky, en uno de los raros intermedios pacíficos de la guerra civil, discutieron varias veces la posibilidad de conceder a los anarquistas rusos territorios para que pusieran en práctica sus ideas de una comunidad libre sin Estado. Era el año 1 de la Revolución, todos los sueños tenían carne y sangre, derechos de ciudadanía. El porvenir ya estaba allí.
Khrushchev continúa a Stalin
La creación burocrática podría luego expresarse en toda su tragedia. Mientras los satélites soviéticos surcaban el cosmos, Khrushchev atestiguaría el nivel intelectual de la burocracia parasitaria, en la Exposición de Arte Soviético Moderno realizada en 1962 en Moscú (28). El personaje en cuestión recorrió la Exposición en compañía de un grupo de funcionarios del gobierno. He aquí algunos de sus comentarios. Deteniéndose ante un cuadro del pintor Falk, dijo: “Yo diría que esto no es más que un revoltijo. Es difícil de entender lo que esta naturaleza muerta quiere representar. Probablemente se me va decir que todavía no llegué a la altura de captar semejantes obras: el argumento habitual de nuestros contrincantes en cultura. Dmitri Stepanovich Polyansky me contaba hace algunos días que cuando su hija se casó le regalaron, un cuadro que supuestamente representaba un limón. Constaba de una rayas amarillas entreveradas que parecían, excusando la palabra, como si algún chico hubiera hecho su necesidad en la tela durante la ausencia de su mamá, esparciéndola con las manos”. Más adelante, deteniéndose con sus acompañantes, agregó otras ingeniosidades del mismo género sobre la música moderna: “No me gusta e1 jazz. Cuando oigo jazz es como si tuviera gas en el estómago. Solía creerlo un ruido estático, cuando lo pasaban por la radio… Tenemos esas nuevas danzas que están tan de moda actualmente. Algunas son completamente indecorosas. Ud. menea cierta sección de la anatomía, si me perdonan la expresión. Es indecente. Como me dijo Kogan alguna vez que estaba observando un fox-trot: “He estado casado veinte años y nunca me enteré de que esta actividad se llamara fox-trot”. Después de examinar rápidamente otros cuadros de pintores abstractos, Khrushchev dice con toda la sutileza de que es capaz: “¿Son pederastas o gente normal? Voy a ser completamente franco: no vamos a gastar un solo kopek en vuestro arte. Denme una lista nomás de aquellos que quieren irse al extranjero, al llamado mundo libre. Les daremos pasaportes mañana mismo, para que puedan marcharse. Aquí vuestras perspectivas son cero. Lo que hay aquí colgado es sencillamente antisoviético. Es amoral. El arte debe ennoblecer al individuo, impulsarlo a la acción. ¿Y qué es lo que nos meten aquí? ¿Quién pintó este cuadro? Quiero hablarle. ¿Para qué sirve un cuadro como este? Para tapar murinales?” El pintor, Yutovsky, se adelanta un paso. Entonces el burócrata, rubicundo y benévolo, habla: “Parece un muchacho simpático, ¿pero como pudiste pintar una cosa semejante? Mereces una tunda y quedarte luego en penitencia hasta que comprendas tus errores. ¿Eres un pederesta o un hombre normal? ¿Quieres irte al extranjero? Vete entonces. Te llevaremos gratis hasta la frontera. Vive allí afuera, en el «mundo libre». Estudia en la escuela del capitalismo, y entonces sabrás qué es bueno. Pero no vamos a gastar ni un opek en esta caca de perro. Tenemos el derecho de mandarte afuera a cortar árboles hasta devolver la plata que el Estado se gastó en ti. El pueblo y el gobierno se han tomado muchas molestias contigo, y tú se las pagas con esta mierda”. En resumen, y después de juzgar al arte moderno soviético y al arte en general, en parecidos términos, Khrushchev concluye su visita ante un cuadro del pintor Yutovsky, al que acusa de “hipócrita” y de “genio incomprendido”. Yutovsky responde: “Pero estos no son sino experimentos. Nos ayudan a desarrollamos”. El breve diálogo fue cerrado con estas palabras de Khrushchev, que sintetizan, en toda su elocuencia, la doctrina estética de la burocracia: “A juzgar por estos experimentos, estoy en mi derecho a creer que son Uds. pederastas, y por ello pueden darles 10 años. Se han vuelto locos, y ahora quieren desviarnos a nosotros de nuestro curso normal. No, no se los vamos a consentir… “Señores, les estamos declarando la guerra” (29).
Renunciamos a abrumar al lector con otras gemas del rico pensamiento khrushcheviano. Bajo la bota de la inepta burocracia, la Revolución, de Octubre respira todavía. Si el día de la resurrección alemana —según Marx— sería anunciado por el canto resonante del gallo francés, no puede caber duda alguna que el día de la democracia soviética será proclamado por el triunfo irresistible de la revolución mundial. Su proximidad ya se advierte y con ella se echarán al viento las excrecencias burocráticas de la revolución rusa, su bestiario oficial, la tortura de su arte. La Rusia soviética volverá a conocer sus grandes días, así como podrá reverenciar libremente a sus grandes muertos. En este cobro de cuentas, la historia podrá ser lenta, pero es implacable.
Al morir Essenin, todo el país revolucionario honró su memoria. En el cortejo que acompañó sus restos estaba Trotsky, ya en lucha mortal con la burocracia. El autor de Literatura y Revolución pronunció unas palabras de despedida: “Nuestra época es dura, dijo, es, quizás una de las épocas más duras en la historia de la humanidad llamada civilizada. El revolucionario nacido en este tiempo está dominado por un patriotismo apasionado de su época, de la época que es su patria en el tiempo. Essenin no era un revolucionario… Era el más íntimo de los poetas líricos. Ahora bien, nuestra época no es lírica. Tal es la razón principal por la cual nos ha dejado, a nosotros, y a su época, voluntariamente y tan pronto…Era íntimo, tierno, lírico. La Revolución es pública, épica, catastrófica. La corta vida del poeta se ha interrumpido por una catástrofe… Su temperamento lírico no habría podido conocer un desarrollo completo más que en una sociedad armoniosa, feliz, viviendo entre cantos, donde no existiría la lucha, sino el amor… Esa época vendrá. Nuestro tiempo, aún pleno de luchas implacables y salvadoras del hombre contra el hombre, será seguida de otros tiempos —precisamente de épocas preparadas por las luchas de hoy. Con ella se desplegará verdaderamente la personalidad humana. Con ella se afirmará el lirismo. La Revolución conquistará por primera vez, para todos los hombres, no solamente el derecho al pan, sino también al lirismo. ¿A quién dirigía Essenin su supremo adiós escrito con sangre? Quizás al amigo aun no nacido, al hombre cuya llegada algunos preparan combatiendo, mientras que los Essenin lo anuncian cantando (30).”
La confrontación entre Trotsky y Khrushchev por más patética que sea, no sería completa si no aludiéramos a la pobreza, teórica de los publicistas chinos, Mao Tse-tung entre ellos, sobre la misma materia, quizás la más probatoria de la vitalidad del pensamiento marxista en un país socialista, y piedra de toque de su enriquecimiento teórico. La doctrina oficial de los comunistas chinos es un mero calco de las tesis burocráticas de Idanov, Stalin y Khrushchev. El arte es un producto sometido al control del partido; los artistas, un gremio disciplinado que debe orientar su creación dentro de la orientación canónica del aparato. De este modo, el arte y las letras se incorporan al esquema global de la producción industrial y agrícola. Su calidad se medirá por su servidumbre.
El aislamiento de la revolución rusa originó entre otras causas la formación de su burocracia. Esa insularización toca a su fin. La revolución internacional, que los maestros del socialismo concibieron coma una expansión del centro a la periferia, se desplaza, por el contrario, a través de la periferia, aislando al centro imperia1ista de sus bases de sustentación. Este fenómeno sitúa a la cuestión nacional como el eje de la problemática revolucionaria de nuestra época. Las peculiaridades de este proceso han sido estudiadas por Trotsky en la revolución permanente.
Si durante el profundo período de reflujo posterior a la revolución de Octubre, la Unión Soviética quedó rodeada por un cerco imperialista hostil, son las potencias imperialistas las que en nuestro tiempo se ven paulatinamente reducidas a un cerco inexorable de los países revolucionarios. Aunque esto no sea aún, una realidad confirmada por el mapa, la tendencia general de la crisis mundial evoluciona en esa dirección Justamente por ese hecho es que el pensamiento de Trotsky adquiere tan vehemente actualidad. Han sido vanos los intentos de la burocracia y de sus miserables agentes esparcidos en todo el mundo para suprimir su nombre, por el crimen y la difamación, de la historia moderna. Trotsky resurge hoy con toda la fuerza de su genio en el mismo momento que la revolución se recobra de su prolongado eclipse. El destino de las artes, en la Unión Soviética y en el mundo capitalista, no es indiferente al dominio de la burocracia y a la ruina del régimen del capital. Vivimos una hora decisiva en la historia del mundo y sería inconcebible que el arte tuviera la oportunidad de refugiarse, como en períodos más serenos, en su marfilínea torre, más ilusoria que nunca. Aprisionado por la sociedad burguesa, sofocado por la burocracia, el arte de esta época sólo podrá salvarse, como la civilización misma, por el triunfo de la revolución. Pero la garantía primera de su renacimiento, será su libre autodeterminación. Con las prisiones, serán abiertos los archivos soviéticos. La jaula grisácea o áurea del arte en la patria de Lenín será también destruida por el poderoso, despertar revolucionario del proletariado ruso. Esta convicción no abandonó jamás al propio Trotsky, En las últimas páginas de Literatura y Revolución descorre el velo del porvenir socialista de la humanidad en una hermosa profecía, rara vez escrita en la literatura revolucionaria. Su visión del hombre liberado está lejos de ser quimérica. Tan sólo filisteos incurables se alzarán de hombros ante esa perspectiva dinámica de un género humano emancipado de la necesidad e impelido por las nuevas fuerzas de las ciencias y las artes. Malraux le solicitó un día a Trotsky su juicio sobre la muerte. El viejo revolucionario tenía algo que decir sobre ese tema, con sus hijos asesinados, y la generación de Octubre aniquilada por Stalin en los procesos de Moscú. Sin embargo, sabía distinguir como nadie entre el efímero presente y los plazos históricos. Contestó la pregunta en estos términos: “La muerte es un producto del uso. De un lado, uso del cuerpo, del otro, uso del alma. Cuando el hombre liberado por el socialismo gaste armónicamente su cuerpo y su alma, la muerte no encontrará resistencia”. La metafísica no ocupaba lugar alguno en este apasionado hijo del siglo XX, que vivió sesenta años como se lo había propuesto a los quince y cuya obra es tan inmortal como la causa por la que murió.
Buenos Aires, abril de 1964
(Prólogo al libro de León Trotsky Literatura y Revolución, Jorge Álvarez, Editor, Bs. As. 1964)1- Carlos Marx, historia de su vida, Franz Mehring, Ed. Cenit, Madrid, 1932, pág. 529
2- Crítica de la Ecomomía política, Marx, ed. Bergua, Madrid, 1933 pág. 6.
3- Carta de Engels a Mehring, V, Sur la littératures et l art, de Marx et Engels, Editions Sociales, París, 1954, pág. 168.
4- Pages choisie, pour una ethique óocialiste, Marx, Libraire Marcel Riviere et Cia, París, 1948, pág.287
5- Ibídem
6- Le determinisme economique de Kart Marx, Recherche sur l origine et l evolution des idées de justice, du bien, de l”ame et de Dieu, por Paul Lafargue. Ed. Marcel Girad, París, 1928, pág. 27.
7- El Capital, C. Marx, t. IV, pág. 201, ed. Cartago; Buenos Aires, 1956
8- Entretiens, André Breton. Plon. París, 1951, pág. 83.
9 La leggenda di Lessing, Franz Mehring. Ed. Rinascita, Roma, 1952, pág. 337
10 Ob.Cit. pág, 338.
11- Sur la litterature et Part, Introd. de Jean Freville, ob. cit..pág. 124.
12- Cartas sin dirección y El arte y la vida social, J, Plejanov, ed. en leng.extranjeras, Moscú, 1958, pág. 234
13- La revolution bolcheviste, por V. 1. Lenín, ecrits et discours de Lenin de 1917 a 1923, Ed. Payot, París, 1931, pág. 381.
14- Mi vida, León Trotsky, Ed. Colón, México, 1946, t. II, pág. 316.
15- Les dangers professionnels du pouvoir, por Christian Rakovsky (carta a Valentinov), incluida en “Les bolcheviques contre Staline”, 1923-1928, Ed. Cuatrième Internationale, París, 1957, pág. 160.
16- Entretiens, Breton, ob. cit. .
17- Trotsky, le Prophète arme, Isaac Deutscher, tomo I, Ed. Julliard, París, 1962, pág. 259.
18- Ver poemas de Evtushenko y nota crítica en Izquierda Nacional, Nº 4, 1963, órgano teórico del Partido Socialista de la Izquierda Nacional, Buenos Aires
19- V. Por los Estados Unidos Socialistas de América latina, León Trotsky, Ed. Coyoacán, 1962.
20- Deutscher, ob. cit. pág. 259.
21- V. capítulo “Los compañeros de ruta de la revolución”, en esta obra.
22- V.”Crisis y resurrección de la literatura argentina”, Jorge Abelardo Ramos; Ed. Coyoacán; Buenos Aires, 1962, 2º edición.
23- Le Parti Bolchevique, por Pierre Broué, Les Editions de Minuit, París, 1963; pág. 512. En un periódico polaco, Evtushenko responderá a las múltiples felicitaciones que le llegaban por sus poemas contra Stalin: “Llegará un día en que nuestros hijos, llenos de vergüenza, recordarán estos días extraños donde la honestidad más simple era calificada de coraje”.
24- Histoire de la litterature soviétique. Gleb Etruve, Ed. du Chene, París; 1946, pág. 253.
25- “El arte auténticamente progresivo es siempre un arte luminoso. De una manera u otra, mostrando magníficos fenómenos o criticando lo feo, afirma, ensalza y difunde la belleza que en la realidad existe”, Academia de Bellas Artes de la URSS, ed. Pueblos Unidos, Montevideo, 1961, pág.185.
26- “Ser realista socialista, significa tener los dos pies en la vida real”, Ijanod, Ib., pág. 329. El arte soviético ha sentido la presión de esos dos pies del burócrata sobre su cuello. La delicada imagen es sin duda realista, aunque no precisamente socialista, pero en todo caso absolutamente típica.
27- V. Historia de la Revolución Rusa, León Trotsky, 2 volúmenes, ed. Tilcara, Buenos Aires, 1963.
28_ Versión taquigráfica publicada en Eucounter, Nº 116, mayo de 1963, Londres.
29- “Uno de los elementos más importantes de la forma en las artes plásticas es la composición; en el trabajo que requiere lograrla, el intelecto del artista desempeña un papel de singular trascendencia”, “Ensayos de estética marxista-leninista”, Academia de Bellas Artes de la URSS, ob. cit., pág. 158. Por lo visto, parece evidente que en el trabajo de crítica estética el intelecto no desempeña un papel tan importante. Quizá no desempeña ninguno.
30- Le Tournant obscur; Victor Serge, Les Iles d’Or, Plon, París.