Cartas de Romain Rolland a Ghandi

Por Pablo Carvallo

La personalidad de Romain Rolland pertenece a una época definitivamente concluida en 1914. Era un intelectual y la historia no es piadosa con ellos. El escritor hace su obra en la paz y sólo conoce las tempestades interiores. Esos disturbios íntimos le bastan. Cuando el mundo se revuelve y la tierra tiembla, el escritor es una criatura frágil que busca refugio. A veces decide incorporarse a las luchas civiles. Pero generalmente se equivoca de bandera. Aunque son las grandes masas las que en nuestros días hacen la historia, el intelectual se resiste a fundir su persona en el movimiento desplegado. Concibe el triunfo como su propio triunfo. Las victorias colectivas escapan a su visión. Este rasgo lo hereda de su vieja función social: es un escriba de minorías. Sin independencia real, el medio objetivo le hace creer que es dueño de sí mismo. Sus ideas, sin embargo, son tributarias de los círculos dominantes de la sociedad, de quienes vive.
En la época de declinación capitalista, que se inicia con la aparición del imperialismo a principios de este siglo, el intelectual se siente inclinado a la profecía. Se trata de profecías del retorno del género más inocuo. Frente al delirio bélico, muchos escritores se transforman en pacifistas, que es una de las tantas expresiones de la postración. Otros vaticinan, como pastores agoreros, un regreso a la Edad Media, ensalzándola o negándola. Algunos, como Romain Rolland, redescubren las delicias de la existencia rural y las comparten con su admiración por la cultura policíaca de la Unión Soviética. Naturalmente, aquellos intelectuales, deslumbrados por el espíritu anglosajón, forman legiones y no sirven menos a las necesidades políticas del imperialismo moderno que los mensajes humanitarios de Rolland a la burocracia soviética. La diferencia reposa en que este último partía de una consideración crítica hacia los horrores del capitalismo y que los otros se sienten bastante satisfechos en este valle de lágrimas. En última instancia, la historia no se detiene en matices, aunque ellos iluminen el punto de partida psicológico.
La evolución sufrida por Romain Rolland –desde Gandhi a Stalin- es bastante ilustrativa de la crisis contemporánea y de los estragos que ella causa en el espíritu de los intelectuales arrastrados en su curso. El subjetivismo de Romain Rolland (o de Bertrand Russell o Norman Angell) ofreció en su tiempo un excelente caldo de cultivo para todas las formas de parálisis ante los acontecimientos históricos. Todos estos profetas ya no existen en nuestros días. El fragor de las armas ha ahogado los suspiros interiores, las meditaciones de “Clerambault” y el “regreso a la naturaleza”. La juventud ya no tiene “maestros”. Un poderoso espíritu crítico se incuba en la nueva generación. Por ese motivo resulta de un interés simplemente retrospectivo la opinión de las páginas del “Diario” de Romain Rolland, publicado recientemente en París con autorización de su viuda. Estos extractos presentan las cartas intercambiadas por Rolland y Mahatma Gandhi en 1928. El resto del “Diario” solo verá la luz dentro de treinta años, por disposición expresa del escritor. Dichas cartas permiten apreciar las diferencias de dos caracteres y los choques previsibles entre un santo aparente (en realidad un notable político) y un escritor político (esencialmente, un moralista sin rumbo).
Entre otros temas, las cartas aluden a dos hermanos llamados Sèchillon, de origen campesino, que habían sido conducidos ante un tribunal militar bajo la acusación de haber rehusado tomar la s armas en el ejército de su país. Romain Rolland asumió la defensa de dichos “objetores de conciencia”. El escritor francés escribió en este sentido a Gandhi, pero éste rechazó la defensa de los hermanos Sèchillon, arguyendo que él no observaba en las respuestas ofrecidas por los acusados “una repugnancia definida por la guerra como guerra y una determinación de sufrir hasta el extremo en su resistencia a la guerra. Esos amigos campesinos, escribía Gandhi, si mi memoria no me engaña, son héroes que representan y defienden la vida simple y rústica”. Rolland respondió: “si estos simples campesinos sin educación, sin guía, ignorantes de toda doctrina, y de lo que pasa en el mundo, llevados por la sola luz de su conciencia instintiva y por su fe nativa en su vieja Biblia, si estos humildes héroes, que se ignoran ellos mismo, no satisfacen aún las exigencias religiosas del Maestro de la No-Vioilencia absoluta y las de sus discípulos, entonces no hay ninguna esperanzas de que el gran pensamiento gandhista pueda penetrar jamás en el resto del mundo y llevar sus frutos… Todas las almas son débiles, insuficientes, incompletas, si se las compara con el modelo divino. Ellas no valen más que por su sinceridad y por la firmeza de sus aspiraciones. Si sus errores y sus faltas nos impiden ver en ellas el dios viviente, ¿cómo le verán otros bajo nuestros errores y nuestras faltas? Aún Gandhi, que yo venero, está engañado. Yo le diría cuántas veces he tenido la tarea de tranquilizar la inquietud de sus oscuros discípulos de Occidente por su actitud durante la guerra de 1914, por sus esfuerzos para conciliar la No-Violencia con la predicación de participar en la guerra del Imperio británico que habían confundido frecuentemente”. Aunque en apariencia Rolland hablaba de política seleccionando hechos e ideas, y Gandhi respondía con un estilo de patriarca, en el fondo el hindú era el único que conocía bien su terreno y su tema. Si la doctrina de la No-Violencia había sido elaborada por Gandhi como un recurso de política interior para adormecer a las masas de la India en su vigorosa lucha contra el opresor británico, su participación en la guerra de 1914 había sido dictada por su temor a las represalias inglesas y por la vana esperanza de recibir la gratitud del Imperio envuelta en la liberación de la India. Gandhi encarnó los intereses de los industriales y de los magnates hindúes y su teoría de la desobediencia civil se inspiraba en el juicioso temor de que las masas trabajadoras nativas desbordasen en su lucha los prudentes límites fijados por ese grupo de intereses al movimiento nacional. El dirigente hindú revistió su clara política con un lenguaje extraído de las más antiguas tradiciones de su país y usando métodos de acción con efectos letárgicos. El sistema de tejer por medio de la rueca y de identificar todo progreso técnico con el Imperio británico eran los seudónimos elementales de su política, que jamás pecó de confusión para sí mismo y para su partido, integrado de hijos de brahamanes como Nehru o por caudillos de la industria hindú como Tatá.
Romain Rolland percibió las formas externas de estas contradicciones pero no sospechó su lógica íntima. Idealizó la figura de Gandhi, como muchos intelectuales desorientados de occidente y lo elevó a la categoría de “santo”. De ese equívoco nació su perplejidad cuando el santo hindú apoyó la primera guerra imperialista, que no constituyó ante los ojos del mundo precisamente una aplicación espiritual de la No- Violencia. La desilusión tardía de Rolland se reflejó en su “Journal”. Al comentar la respuesta de Gandhi, que era un campeón del espíritu en todo lo que no afectase su política, Rolland anotó: “Observo que Gandhi sabe sacar más provecho de las críticas que se le hacen que de los elogios: se diría que él gusta una secreta voluptuosidad, como una lucha que despierta y estimula el organismo. Por otra parte, este viejo testarudo no cederá un paso en los errores que se le denuncian. Él prefiere resistir. Pero en el fondo es un mulo, un santo mulo. No puede ser convencido, ni convencer”. Rolland, en cambio, era más dúctil. De la biografía de Beethoven pasó a la iconografía de Stalin sin mayores crisis de conciencia. La astuta fuerza del “santo mulo” resalta más en el claroscuro del contraste. Para Romain Rolland, los procesos de Moscú probaron que había llegado la hora de la verdadera No- Violencia. Expresión de los años más trágicos de la historia reciente, su “Diario” retrata la completa impotencia de los intelectuales modernos frente a los hechos vivos. La publicación del volumen rescata fugazmente del olvido las turbaciones orientalistas del último pastor de almas.

La Prensa, 8 de junio de 1952


Ghandi

En este trabajo de junio de 1952 el joven Ramos profundiza en la personalidad política del Mahatma Ghandi a la luz de los escritos de Romain Rolland (1866-1944). Con gran agudeza percibe en aquél a un político revolucionario del Tercer Mundo y no al místico a lo Francisco de Asís que describen los intelectuales europeos de esos años, incluido Rolland y “nuestra” no menos idealista Victoria Ocampo. Éstos, encandilados con el concepto de “ahimsa” (no violencia), enarbolado por Ghandi para movilizar a las masas en su lucha por la liberación de la India, carecían de la perspicacia suficiente para ubicarla en el contexto de esa lucha y veían al líder antiimperialista hindú como “la encarnación completa del semidiós mortal que nos conducirá hacia la nueva etapa de la humanidad nueva” (Rolland, “Ghandi”, Siglo Veinte; p. 134). Por eso, además de un retrato muy fiel del verdadero Gandhi, el texto de Ramos es una radiografía del intelectual “humanista” europeo encarnado en la figura de Rolland, “un demócrata francés que podía soñar en París con la igualdad de todos los hombres, fundado en el orden perfecto que las tropas coloniales francesas podían mantener en Indochina, África del Norte y Madagascar” (Ramos, “De Octubre a Setiembre”, Peña Lillo; p. 205).

Juan Carlos Jara

responsable del hallazgo y digitalización

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