El extraño sobrino de Chateaubriand
por Pablo Carvallo
Alguien lo llamó “el estúpido siglo XIX”. Se trataba de una exageración polémica nutrida de un explicable despecho feudal. Ese siglo resume la adolescencia de la modernidad y como toda adolescencia encierra ímpetu creador, tensión entre lo trágico y lo cómico, fantasía y asombro, bastante salud y un poco de ridículo. El progreso técnico estimuló las invenciones y la imaginación de los científicos se sobrepasó a si misma. El mundo necesitaba ser conquistado hacia abajo y hacia arriba, a lo ancho y a lo largo. Era un territorio excitante para la audacia.
Si el descubrimiento de América había sido el resultado de una equivocación memorable, las empresas del siglo XIX estaban ya sometidas a un plan de expansión meditada, nacidas de un exigente mercado mundial en desarrollo. El mil ochocientos concluye con las aventuras puramente militares. Los hombres de negocios toman la palabra y el planeta es su escena. Mientras algunos poetas se vuelven a su paraíso subjetivo, otros vaticinan los descubrimientos técnicos y se alimentan de las grandezas materiales en presencia para realizar su destino artístico. La última nación que conoce una revolución industrial provoca la aparición de Walt Whitman; el “Canto a la locomotora” será el más prescindible de sus poemas, pero el mejor documento para situar el espíritu de los “pioneers” del capitalismo norteamericano en 1860.
Si Europa es la dueña del siglo XIX, corresponde a Inglaterra el dominio de los mares y a Francia la primogenitura política y literaria del Viejo Mundo: Hugo inaugura la disección artística de una sociedad. A Julio Verne le toca fundar la novela o folletín científico. Suyo es el vasto dominio de la fantasía técnica y en tal carácter aparece medio siglo después de su muerte como el profeta del siglo XX.
Desechado de las historias literarias, confinado a la voracidad infantil, Verne continúa sin embargo siendo el autor más leído de Francia en el mundo. Esta difusión se justifica no sólo por el hecho de que los triunfos científicos de nuestra época han transformado al hombre en un maligno semidiós, sino sobre todo porque Julio Verne (su estilo, su bonhomía, sus ilusiones) se diferencian netamente de las “novelas científicas” actuales de Estados Unidos, poseídas de un violento espíritu de exterminio. En unas y en otras se aprecia el abismo que separa dos épocas del mundo.
Por ascendencia materna era sobrino de Chateaubriand, que obviamente no ejerció ninguna influencia en Verne; su padre era escribano, hombre de leyes en quien sobrevivía el hábito estricto de los gremios antiguos. Sus descendientes son más notables: los críticos han encontrado las visiones de Rimbaud y de su “Barco ebrio” en algunas paginas fosforescentes de “Veinte mil leguas submarinas” (científicos recientes han comprobado que en las películas registradas en la profundidad oceánica la fauna y la flora coinciden con la descripción de Verne), Georges Claude ha confesado que encontró el principio de la utilización de la energía térmica de los mares en una frase del capitán Nemo; Charcot, en fin, declara: “Es el capitán Hatteras quien me ha revelado mi vocación”.
En esta extraña relación entre el mito literario y los productos técnicos debe verse una confirmación de la influencia de la realidad histórica sobre las letras. En Thomas Moro o en Campanella las visiones utópicas no poseen este carácter práctico. Aluden solamente a un nuevo tipo de sociedad, armonizada por obra de la conciencia y la voluntad. Pero sus obras no despliegan una anticipación del proceso científico; son poetas pero no profetas. En Julio Verne encontramos, por el contrario, una profecía exenta de poesía. Es el augur de la máquina. Jack London, en su “Talón de Hierro”, examina de un modo inverso el futuro. El capital financiero apropiado de las conquistas técnicas de la sociedad, eleva su poder despótico sobre el mundo mecanizado y conduce, según London, a un estancamiento ilimitado de la vida humana. En “La peste escarlata” London completa su visión: una fiebre victoriosa e irresistible ciega la vida de los hombres, las grandes ciudades se truecan en cementerios, la civilización se detiene y los escasos sobrevivientes ambulan como sonámbulos entre los edificios vacíos. Lentamente, la especie se recrea y el mundo recomienza su periplo histórico, en una escala técnica más baja. Jack London escribía su obra en 1907, después de la muerte de Verne y sin las ilusiones del siglo XIX.
La obra de Julio Verne es más templada. Su época estaba devorada por la pasión geográfica y este hijo de escribano vuelca en sus novelas las aventuras reprimidas de su juventud, escala las montañas más altas y desciende a los más hondos abismos del planeta, indaga las intimidades geológicas y embriaga los sueños de una sociedad profundamente empírica, que habrá de utilizarlos en su provecho. Verne anticipa el opio del cine y su triunfo coincide con la expansión mundial del cable submarino y del apetito de “noticias”, con la transformación del periodismo político de “élite” en periodismo comercial de masas, metamorfosis operada, entre otros factores, por el nacimiento subyugante del folletín.
“Le Temps” trasmite diariamente al mundo las ultimas cotizaciones de bolsa y el capítulo correspondiente de “La vuelta al mundo en 80 días”, mientras la multitud exaltada reunida ante el domicilio de Ponson Du Terrail exige a gritos la resurrección de Rocambole, asesinado por el folletín del día anterior.
La revolución romántica y los telares mecánicos, la guerra de Crimea y el chaleco rojo de Gautier, el cartismo británico y los pantalones de George Sand, las utopías solares de Saint-Simon y el fusil de repetición, la colonización del África y el descubrimiento de la fotografía –epopeya del dinero, de la sangre y de la literatura-, todo el mundo hirviente del capitalismo triunfante debía encontrar en Julio Verne su más alto soñador. El equívoco de su celebridad debía alimentarse más de un siglo: fue leído por los niños este escritor de los hombres.
Sus novelas remontaron la realidad humana y social de su tiempo, rarificaron la miseria y el drama de las criaturas de carne y hueso para inventar el helicóptero y el submarino, la lámpara de gas y la bomba de aire líquido, la utilización de la energía térmica del mar, el micrófono y el altoparlante, el carro de asalto, los rascacielos, la publicidad por proyección luminosa sobre las nubes, la astronáutica, el bombardero teleguiado. Julio Verne concibió el arrojo humano y la ciencia como instrumentos del dominio sobre la naturaleza, desechando toda investigación sobre las leyes motrices de este proceso en apariencia tan idílico.
El mundo que Verne soñó e hizo soñar está realizado. Esto implica el comienzo de la vejez y la gloria del escritor. Pero de aquellas gentes ilusionadas con el viaje a la Luna a este mundo actual presidido por Marte, hay un foso más profundo que el recorrido en “Un viaje al centro de la Tierra”. Las faunas que Verne descubrió en sus viajes ilusorios, sentado en su silla de Amiens, pueden contemplarse hoy en los “acuariums”. Ya no hay sueño ni ensueño en la técnica terrestre, sino pura pesadilla diurna. Julio Verne está lejos, hundido en el museo imaginario de otro siglo. Escribiría hoy novelas negras aquel que una vez dijo: “Todo lo que se ha hecho de grande en el mundo, fue hecho en nombre de esperanzas exageradas”. Pero ése fue su sueño más real.
texto publicado en la edición del 13 de abril de 1952
del suplemento dominical de cultura del diario “La Prensa”
En esta segunda entrega de los trabajos de “Pablo Carvallo”, presentamos este delicioso texto publicado en la edición del 13 de abril de 1952 del suplemento dominical de cultura del diario “La Prensa”. En él, el joven Ramos hace temprana justicia con la figura de Julio Verne, traductor de “los sueños de una sociedad profundamente empírica” y carente de espíritu poético. La tumultuosa etapa del pujante capitalismo decimonónico nutre las proféticas ensoñaciones del novelista francés, dato que Ramos se encarga de explicitar en la nota y, particularmente, en este notable pasaje: “La revolución romántica y los telares mecánicos, la guerra de Crimea y el chaleco rojo de Gautier, el cartismo británico y los pantalones de George Sand, las utopías solares de Saint-Simon y el fusil de repetición, la colonización del África y el descubrimiento de la fotografía –epopeya del dinero, de la sangre y de la literatura-, todo el mundo hirviente del capitalismo triunfante debía encontrar en Julio Verne su más alto soñador. El equívoco de su celebridad debía alimentarse más de un siglo: fue leído por los niños este escritor de los hombres”.
Juan Carlos Jara
Responsable del hallazgo y digitalización